La Hija de Iorio, Gabriele D’Annunzio

[La figlia di lorio]. Tragedia en tres actos, en verso, de Gabriele D’Annunzio (1863-1938), representada en 1904 y publicada en el mismo año. La máxima obra teatral de D’Annunzio, se ins­pira en el cuadro homónimo de Michetti.

Narra la historia de una prostituta rural, Mila (v.), destinada a llevar el luto a las familias, aun cuando su correspondido amor hacia Aligi (v.) la purifica espiritualmente; pero también Lázaro (v.), padre de Aligi, la quiere, y para sustraerla a sus violencias, Aligi comete el parricidio. Mila, casi por voluptuosidad de martirio, y para substi­tuir a su amado en la hora suprema, se acusa a sí misma del crimen. Vuelve el mismo tema incestuoso, lujurioso (sobrehu­mano a su manera), presente, empezando con La ciudad muerta (v.), en numerosas obras de D’Annunzio. Pero la novedad y la gracia de la obra, cuyo encanto nos prende en el acto, está en la estilización arcaica y pastoral del tema, en la psicología, en el tema moral y dramático, en el movimiento de la acción: una estilización que somete también el ritmo y el lenguaje, sin llegar a la sonora exterioridad del Isottéo (v.), ni, por otra parte, al absurdo de Las Vírgenes de las Rocas (v.), aun constriñendo el dra­ma en la elegancia algo leñosa de un cuen­to de hadas, y el decorativismo de un pa­nel.

Si los personajes de D’Annunzio fueron siempre meras ocasiones de motivos musi­cales, y ésta es la causa de la escasez de narratividad y de teatralidad de sus obras, el mérito de La Hija de lorio está, en cam­bio, en el simultáneo permanecer y disolverse de los personajes como tales, en todo lo que de típico y de extremoso hay en sus -caracteres, como en las fábulas; en el sa­crificio de Mila al igual que en el absorto y encantado sueño de Aligi; en la inhuma­na afirmación de la autoridad paterna, no menos que en las figuras más convenciona­les y abstractas, la madre austera, las her­manas inconscientes, la triste esposa sin bodas. Lo mismo se puede decir de lo que inexactamente se podría llamar mero con­torno del drama: el tema de la «antigua sangre», recordado en la dedicatoria, es de­cir, las creencias, los ritos, las costumbres patriarcales que aquí proporcionan en psi­cología, en sentimientos, en narración, lo que en las otras obras de D’Annunzio es claramente paisaje. Ya en El Triunfo de la muerte (v.) el tema lugareño rehuía a ve­ces la pesadez naturalística que parecía más que nunca derivarse del ejemplo de Zola, para componerse en episódicas estilizacio­nes y figuras de ritmo; el episodio de en­tonces llega a ser aquí el aliento de la in­vención, y el tema dramático se vuelve to­davía más ligero y tanto más, en cambio, continúa, cuanto más llega a ser un mo­mento y una ocasión del otro tema. Sin embargo, la misma gracia de la obra indica sus defectos, porque si su mérito consiste en la fusión en una sola tonalidad del dra­ma y del paisaje, de la psicología y del decorativismo, del «pathos» y de la esti­lización, la fusión se verifica sobre todo donde el drama está casi ausente, como en las primeras escenas del I acto, en que el tema descriptivo se colora de ritmos y de invenciones deliciosamente cantables, y don­de queda suspendido en una melancolía absorta y fatal, cuya máxima expresión poética es el sueño encantado de Aligi.

Aparte estos momentos, tenemos las consa­bidas desarmonías de la musa psicológica y humana del poeta, más genuina quizás allí donde, en la crueldad paterna, el antiguo gusto de la voluptuosa ferocidad propor­ciona el máximo de fuerza realista que se pueda lograr en la tragedia; y menos pura en cambio, donde la estilización es ejer­cida sobre temas siempre inalcanzables pa­ra D’Annunzio (la bondad, el amor de las almas, etc.) inconsistentes y tenues. Temas que precisamente entonces coinciden con el que más los niega, lo sobrehumano; así en la embriaguez final de la víctima volun­taria, que en el momento en que está a punto de sufrir, en la hoguera, por amor, el supremo martirio, no sabe hacer otra cosa que exaltar la belleza simbólica de la llama. Con derecho, por lo tanto, ha habido quien ha encontrado en esta tragedia dos lenguajes distintos: el realista de ciertas escenas violentas, parecidas al lenguaje del San Pantaleón (v.), y el preciosamen­te falso de Las Vírgenes de las Rocas (v.). Pero, puesto que uno y otro encuentran su propio común denominador en la ele­gancia arcaica y pastoral, podemos descu­brir un tercer lenguaje en la obra, allí donde la fusión tiene lugar con delicada coherencia, y a él se confía en el reino de la poesía el recuerdo de la tragedia.

E. De Michelis