La Hacienda de Sternstein, Ludwig Anzengruber

[Der Sternsteinhof]. Es una de las dos «novelas aldeanas» del dramaturgo Ludwig Anzengruber (1839-1889), publicada en 1884.

La acción transcurre en los Alpes de Stiria, y la protagonista es una figura femenina: Elena Zinshofer, que pertenece a una de las más miserables familias de la aldea de Zwischenbühe, pero que es muy bella. Inclina­da al mal, sólo su orgullo y la conciencia de sí misma la liberan de hundirse en él. Desde su humilde tugurio, Elena levanta ansiosamente los ojos hacia la gran hacien­da de Sternstein, que domina la aldea. Su aspiración es instalarse en ella como dueña legítima (Bäuerin), sin que le remuerda la conciencia por aceptar entretanto los ama­bles subsidios y los cortejos de un escultor de imágenes sagradas, Muckeri, una de las víctimas exigidas por la fulgurante belleza de Elena. Pronto también Toni, el hijo del rico campesino de la hacienda de Sternstein, se siente atraído por la mujer fatal, y en el impulso de su pasión, resiste a la dura voluntad paterna, pronto a cualquier sacrificio con tal de obtener la mano de la muchacha, que se deja seducir. Finalmente, tanto él, todavía menor de edad, como Ele­na, han de someterse a la firmeza del vie­jo campesino de Sternstein. Toni se marcha a cumplir el servicio militar, mientras el cándido y amable Muckeri se casa con la muchacha, a la que perdona lo ocurrido, prometiendo dar su nombre al hijo que está a punto de dar a luz.

Vuelto del servicio, Toni condesciende, sin entusiasmo, a unirse en matrimonio con Sali, una rica campesina de Schwenkdorf. Pero en ambos ma­trimonios falta, naturalmente, la íntima concordia que nace de una simpatía recí­proca. Toni siente pronto el peso de la ca­dena a que se ha ligado, sobre todo desde que un parto difícil compromete irremedia­blemente la salud de Sali. Obligado a vivir junto a una insignificante mujercilla en­ferma, siente todavía la atracción de Ele­na, a la que ni quiere ni puede renunciar, y ahora menos que nunca. Ésta, fría y so­berbia, y además resentida, resiste durante cierto tiempo, hasta que concibe una pe­caminosa esperanza. ¿No está enfermo tam­bién Muckeri? ¿Y si muriese? ¿Si muriese también él, como parece que va a hacer Sali? La perspectiva de un tardío desquite contra el viejo de Sternstein la induce por fin a vencer todos los escrúpulos. Sali, que conoce ambos adulterios, se los revela a Muckeri, que siente una gran angustia. Pero los acontecimientos siguen inexora­blemente su curso, con toda su iniquidad; la suerte secunda los deseos más o menos confesables de los dos adúlteros; muere Muckeri, muere Sali; Toni es mayor de edad; ningún obstáculo se opone al sueño de Elena. Se casa con Toni, y es ya, por fin, dueña de Sternstein. El propio viejo campesino, que ya había renunciado antes a muchos de sus derechos, debe sufrir ahora la fiera voluntad de la legítima «Bäuerin».

Una sorda inquina contra la intrusa induce al desesperado anciano a realizar la tenta­tiva de destruir la hacienda, minando du­rante la noche, desde el interior, los ci­mientos de la casa, para sumir en la ruina a Elena y a Toni. Pero ella lo sorprende, y frustra sus planes. En este momento, Ele­na vuelve sobre sí misma, sacrificando su resentimiento a la necesidad de que la riqueza de Sternstein prospere y se acreciente, para poder ser transmitida íntegra y aumentada al hijo de Toni, al nieto del rencoroso campesino. «Yo no tengo más pensamiento — le dice ella — que el de conservarlo todo, de modo que el futuro propietario encuentre todo el terreno, todas las cabezas de ganado, todas las tejas, todo cuanto tú has transmitido a tu hijo, padre de tu nieto». El orgullo de Elena se eleva así a la conciencia de una dignidad y res­ponsabilidad, que casi tiene valor moral. El suegro siente la responsabilidad de esta fuerza que lo domina y se reconcilia con la «Bäuerin» de Sternstein. Los siguientes hechos — hasta la misma partida de Toni para la guerra y su probable muerte en ba­talla— pierden importancia ante el resurgir de esta nueva Elena, de esta «vigorosa mu­jer» («Kernweib») que ha nacido de la antigua muchacha frívola, de la infiel mu­jer de Muckeri. Anzengruber sabe narrar siguiendo un rumbo cada vez mejor defi­nido; persuadido de que «la limitada es­fera de acción de la vida pueblerina ejerce menor influjo sobre la naturaleza y la es­pontaneidad de los caracteres», se complace en retratar la humanidad de estas gentes primitivas. Sugestionado por los cánones del naturalismo en boga, se aplica a narrar con objetividad «Wie es im Leben zugeht» [«como ocurren las cosas en la vida»].

De aquí el procedimiento analítico de la na­rración, a menudo recargada con detalles que no son indispensables para los fines artísticos. Además de esto, siguiendo los dictámenes de la nueva escuela, de desta­car en la narración los fuertes instintos y las profundas pasiones, Anzengruber se de­tiene voluntariamente en la baja esfera don­de domina todavía la barbarie del sentido; de ello resultan a menudo páginas vigoro­sas, pero con frecuencia también monótonas y fatigosas por falta de la luz interior del arte que anima e idealiza. Anzengruber tie­ne una personalidad demasiado fuerte para no alterar y deformar fantásticamente la realidad. Lo confirma la acusación que le hace Rosegger de que sus campesinos ca­recen de verdadera naturalidad, de que son «Anzengruberseelen in Lederhosen» [«Almas anzengrubianas con calzones de cuero»]. Pero esta deformación acentúa el elemento más realista y las tendencias más hondas del «hombre excesivamente humano». Esca­sean demasiado en la novela figuras como Muckeri y Meisser, en las cuales la bondad y el candor redimen la feroz amoralidad del instinto; demasiado raros son los pasa­jes, como la descripción de la muerte de Muckeri, en los que la elevación del relato secunda un impulso de elevación hacia es­feras superiores, por encima de este bajo mundo. Sin embargo, la plasticidad de la narración es tan potente, que a menudo se traduce en un verdadero realismo poético.

G. Necco