Drama musical en cuatro actos de Amilcare Ponchielli (1834-1886), libreto de Tobías Gorrio (Arrigo Boito, 1842- 1918), estrenado en Milán en 1876. El asunto de la obra está sacado del drama de Víctor Hugo: Angelo, tirano de Padua (v.).
Barnaba, agente secreto del Consejo de los Diez, quiere sujetar a sus malos deseos a la Gioconda, bella cantante, y, para lograr su intento, trata de poner en juego los resortes del amor filial y apoderarse primero de la madre. Hace correr la voz de que ésta, ciega, es hechicera y lanza sortilegios sobre las góndolas. Este golpe le falla por intervención de Laura, esposa del poderoso Badoero, que manda poner en libertad a la ciega, y recibe de ella un rosario en señal de gratitud; y entonces Barnaba encierra en una misma red de intrigas y denuncias a Laura y a su amante, el desterrado Enzo Grimaldo, que ha vuelto a escondidas a Venecia para verla de nuevo; pero es amado a su vez por la Gioconda. Favorece el encuentro de Laura y de Enzo en la nave de este último; pero, al mismo tiempo, los denuncia a Badoero y a los Diez. Mientras se halla a punto de huir con Enzo en la nave, la Gioconda se encara con ella en un dúo dramático. La Gioconda querría matarla; pero le ve el rosario de su madre v, entonces la substrae a la persecución del esposo y a la celada de Barnaba.
Las galeras que llegan para atacar la nave del desterrado, sólo hallan fuego y cenizas. La nave se hunde en el puerto, y Enzo huye. Pero el marido no perdona; y en una fiesta da a beber un veneno a su infiel esposa. Pero en el último instante, Gioconda lo substituye por un narcótico. Enzo, que se ha introducido enmascarado, se descubre en un arranque desesperado de vengarla apuñalando al envenenador. Es detenido. Ahora, para obtener la libertad de Enzo, no le queda a la Gioconda más remedio que prometer su propio cuerpo a Barnaba, y Enzo es dejado en libertad, mientras Laura, adormecida, es llevada a casa de la Gioconda, y no olvidando nunca la acción que salvó a su madre, generosa, aunque con el corazón destrozado de dolor, favorece el encuentro y la fuga de los dos amantes. Queda Barnaba, que viene a pedir el precio de su trabajo: el hermoso cuerpo de Gioconda; ésta mantiene su pacto, dándole su cuerpo, pero muerto, porque se clava un puñal en el corazón.
El drama de Víctor Hugo, Angelo, tirano de Padua, por aquellos años, al par de Saint Clair de las Islas o de Las Bodas de Lammermoor, gozaba de particular favor y estaba de repertorio en las compañías de los grandes espectáculos populares. César Cui (Kjui, 1835-1918), pocos meses antes de que La Gioconda se presentara en escena en la Scala de Milán, había extraído de ella una ópera con el título Angelo (San Petersburgo, febrero de 1876). Acogida con el más sincero entusiasmo al estrenarse y honrada hasta nuestros días con centenares de representaciones, La Gioconda de Ponchielli muestra hoy las arrugas de sus ochenta años cumplidos. Dependen, más que de la música considerada en su conjunto, de la estética de la época y las hinchazones que le vienen del libreto, de su actitud melodramática y del carácter convencional de los personajes. La música experimenta la falsedad de los caracteres; Verdi la hubiera corregido; Ponchielli la acentúa. Ni cuando entran en juego las masas corales (la regata, la marinería, el festín) ni siquiera cuando, en la famosísima «danza de las horas», podría obrar con absoluta libertad sinfónica, sabe substraerse al academicismo, o sabe imponerse mediante la construcción. La «danza de las horas» es una «suite» con galop final; pero no la gran cosa que hubiera podido ser. El favor del público de aquel tiempo no podía faltarle a una ópera como aquélla, que ofrece todos los atractivos de la «grand’opera». Pero hoy se advierte, no sin melancolía, su vejez y, una vez más, se nos confirma la persuasión de que Verdi, en sus últimos años, había quedado más solitario y más excelso que nunca.
E. M. Dufflocq