La Giara, Alfredo Casella

De La giara de Pirandello, Alfredo Casella (1883-1947) sacó la comedia coreográ­fica en un acto del mismo título, estrenada en París en 1924 con escenografía de Giorgio De Chirico.

Es uno de los frutos más sabro­sos de aquella tendencia que empujó por algún tiempo a la música moderna por los caminos del llamado nacionalismo musical, a la búsqueda y aprovechamiento del mate­rial melódico y rítmico popular. Esto no tanto por motivos sentimentales o políticos, como había sucedido en el siglo XIX, como por una especie de retorno a los orígenes, por la búsqueda de palabras vírgenes y pri­mordiales en una carrera hacia la simpli­cidad. En el gran mercado de artistas que era el París de la postguerra, ninguna ma­nera mejor de distinguirse que buscarse a sí mismo en la instintiva expresión musical del propio país. Así, por una curiosa para­doja, el internacionalismo parisiense alimen­taba un arte de caracteres específicamente nacionales. Alrededor de la divertida aven­tura del tío Dima, el ballet crea un clima de orgiástica exaltación, con el gran voce­río de los campesinos y campesinas, el con­tinuo pasar de ágiles y bellas muchachas, y el cielo, el sol del Mediterráneo, el per­fume de la noche siciliana.

La música sigue y subraya la acción, acompaña los perso­najes principales con temas característicos, describe y subraya humorísticamente los gestos que se hacen en la escena, pero a lo que en realidad aspira es a organizarse por cuenta propia, y coge al vuelo toda oca­sión propicia de bailes, tumultos colectivos, cuadros escénicos, para crear episodios bien definidos (esto permitió a Casella extraer una bella «suite» orquestal para concierto). Tales son el preludio, la gran danza inicial del «Chiovu» (ritmo obstinado de bailable siciliano, en 6/8 afín a la tarantela), la can­ción de la muchacha raptada por los pira­tas (un auténtico canto siciliano), que una voz lejana canta en la noche mientras tío, Dimas, prisionero en la jarra, fuma filosó­ficamente su pipa y lanza al aire grandes bocanadas de humo, y por último la gran danza final. Estos tumultuosos bailes colec­tivos son la gran realización de La giara: partiendo de un tema de tarantela, más bien se llega, a través de la persistencia implacable del ritmo, a una expresión arrolladora de embriaguez dionisíaca, de pantagruélico y brutal buen humor, de incontenible y exuberante salud física, único término de comparación posible: Rossini.

Y esta com­paración nada tiene de arbitrario, pues el irresistible crescendo del «Chiovu» es de marca verdaderamente rossiniana, sobre todo en su genial inserción de ocho compases en 2/4 dentro del obstinado ritmo ternario de la danza. En la última danza hay que recordar la feli­císima inserción de un episodio sereno y suave todo envuelto en dulces armonías que resuenan largamente. Este episodio — como un eco de cantos nocturnos, una ola de perfumes campestres — interrumpe el salvaje frenesí de la danza, que poco a poco va libertándose hasta al­canzar un diapasón orgiástico y brutal. Na­turalmente, en Casella la salvaje energía dinámica y rítmica queda realzada por los recursos combinados de una armonía pican­te, maliciosa, deliberadamente ofensiva para las leyes eufónicas, y por una orquestación magistral. Ésta consigue paliar y justificar las durezas sonoras (que, por ejemplo, en una reducción pianística serían casi insos­tenibles) dando como resultado un colorido brillante y ardiente. Así estamos muy cerca de captar lo que es el secreto de La giara: un equilibrio feliz y difícilmente superable, entre lo antiguo y lo nuevo, entre la simpli­cidad y el refinamiento, entre lo perenne de la tierra y lo efímero de la moda.

Un nacionalismo, o mejor, un regionalismo vi­vido con una conciencia europea; en el fondo, una vez más, el mito antiguo y mo­derno de Ulises que vuelve a su isla des­pués de tantas pruebas, de tantos países vistos y conocidos: y la isla es y no es ya la misma, a los ojos del hombre cambiado y enriquecido por tantas experiencias. A tra­vés de esta aventura espiritual, La giara ha conseguido salvarse del crudo naturalis­mo que ha sido la fosa común de tantas músicas inspiradas en los llamados naciona­lismos y sus correspondientes cantos popu­lares.

M. Mila