La doncella de Orleáns, Fiedrich Schiller

[Jungfrau von Orleans] Fiedrich Schiller (1759-1805) volvió la figura de la virgen guerrera a su natural clima religioso, transfiriendo al drama los contrastes morales que fueron característicos de su edad. La doncella de Orleáns, tragedia en un prólogo y cinco actos, representada en Leipzig el 18 de septiembre de 1801, obtuvo de él el apelativo de «romántica» para dar realce a la atmósfera de milagro que envuelve la figura de la heroína y al color medieval del argumento. Pero los románticos no reconocieron en la criatura schilleiana afinidad alguna con sus aspiraciones poéticas y a ella opusieron la Juana de la historia.

En realidad, el drama, que mereció los aplausos de Goethe, imbuido como está de los temas ideales de la inspiración schilleriana, nada tiene de común con la poesía romántica de la época, fuera, quizás, de algunas pocas afinidades con la Genoveva (v.) de Tieck. Escrita inmediatamente des­pués de María Estuardo (v.), la tragedia representa el conflicto interior entre la ins­tintiva tendencia humana hacia el amor y su superación en el deber voluntariamente aceptado, entre el deseo de los sentidos y la exigencia superior de la misión divina. Del choque de estas dos fuerzas opuestas nace lo trágico de la obra. Y, con todo, sin man­charse con una culpa real y tangible — pues­to que tal no es el amor por sí sólo—, la heroína ha de vencerse a sí misma para per­manecer fiel a su ideal ultraterreno, y en la expiación de un momento de abandono y debilidad encontrar de nuevo la fuerza purificadora que la hará digna de llevar a cabo su misión. Para alcanzar este fin, Schi­ller ha elaborado los datos de la realidad histórica con bastante libertad sobre todo en el final, donde el carácter de la heroína difícilmente podía ofrecer los motivos para justificar su condena y su martirio.

Juana es una pastorcilla de Domremy, tranquila, inocente, sensible. La soledad en que vive y la inclinación a fantasear la llevan nece­sariamente a comunicarse con el mundo so­brenatural, y la Virgen confía a Juana la misión de salvar la patria de la opresión inglesa y de libertar al rey, misión que ella llevará a cabo renunciando a todo amor humano y no perdonando a ningún ene­migo. «El amor de un hombre no debe de tocar tu corazón con las pecaminosas llamas del placer terrenal. Con la espada deberás matar a toda criatura viviente que el Dios de las batallas te ponga delante». Juana se considera bastante fuerte para cerrar el co­razón a todo atractivo terrenal y permane­cer fiel a la vocación divina. Así es que después de haber rechazado la mano de Rai­mundo y de haberse separado con dolor del pueblecito natal, desconcierta en un primer encuentro al enemigo y se presenta al rey. Carlos, débil, indeciso, cansado de una larga y desgraciada guerra, dedicado solamente al culto de las «galantes cortes de amor» y totalmente absorbido por su dulce pasión hacia la bellísima Agnès Sorel, sorprendido por la imprevista y milagrosa aparición de Juana, se reanima, decide atacar al enemigo y pone a la jovencita a la cabeza de todo el ejército.

Encerrada en su coraza y guiada por su invencible estandarte, Juana pasa como un terrible ángel exterminador a tra­vés de la batalla, abatiendo todo obstáculo, derrotando al enemigo y libertando Orleáns. Ningún afecto, ninguna piedad conmueven su alma delicada: en la furia salvaje del combate, la suave voz de su corazón de mujer calla. Atraído por su irresistible fuer­za interior, Felipe de Borgoña, que junto con la misma madre de Carlos VII, la reina Isabeau, milita en el campo enemigo, se reconcilia con el rey y le ofrece su ayuda. Sin vacilar, Juana rechaza la mano de sus pretendientes, los valerosos capitanes Dunois y La Hire. En vano Montgomery im­plora piedad pidiendo que le sea perdonada la vida; el propio Talbot, viril, gigantesca figura de caudillo inglés, cae inexorable-mente bajo la espada de la heroína, que no tiembla ni siquiera ante la falaz imagen in­fernal del caballero negro que intenta pa­rarla en el camino de la victoria. Pero he aquí que se le acerca Lionel, el más noble de los caballeros ingleses, y Juana lo vence; pero cuando va a darle el golpe de gracia, emocionada por la expresión de su rostro baja el arma y le perdona la vida. En su corazón ha surgido el amor por el enemigo de la patria y sucumbe en la lucha entre la pasión humana y la misión divina. En Reims, mientras en la fiesta de la corona­ción del rey todos la admiran y halagan, la doncella se siente oprimida por el peso de su culpa. Entonces las fuerzas sobrenatu­rales la abandonan y, acusada por su padre y abandonada por todo el mundo como un espíritu maléfico, es hecha prisionera du­rante la batalla. Pero cuando la batalla está a punto de perderse, Juana rompe milagro­samente sus cadenas, corre al lugar del com­bate y cae heroicamente salvando a su país.

No obstante la amplitud del drama, Schiller ha sabido dominar la materia y concen­trarla en una serie de cuadros unidos entre sí por un constante soplo dramático que da unidad a toda la tragedia. A ingentes esce­nas de masas (la Corte del rey y su coro­nación) siguen encantadores idilios (el aban­dono del país natal, las voces divinas) y todo el conjunto queda dispuesto espontá­neamente en una única y armónica línea arquitectónica, en una robusta construcción de conjunto. La heroína se separa comple­tamente de las descripciones de Shakespeare y de Voltaire. Realidad y milagro, verdad y fe, se encuentran y armonizan. En Juana, envuelta en esta mística sombra de miste­rio y de fe, que une gracia y suavidad femeninas a una irresistible fuerza guerrera, Schiller ha creado un símbolo de su ardien­te idealismo. Pero el equilibrio entre la ima­gen de Juana santa y la que se presenta humanizada por el amor, no es siempre perfecto y revela los límites de su arte: el idealismo entusiasta y la pura humanidad del autor cristalizan a veces a sus criaturas en rígidos esquemas, y la obra, a pesar de ser tan ardiente y patética, no siempre con­vence por completo.

G. Gabetti