La Ciudad del Sol o Diálogo de República en el cual se Demuestra la Idea de Reforma de la República Cristiana Conforme a la Promesa Hecha por Dios a las Santas Catalina y Brígida, Tommaso Campanella

[La cittá del Solé cioé Dialogo di Repubblica nel quale si dimostra l’idea di riforma delia Repubblica cristiana conforme alia promessa da Dio fatta alie Sante Caterina et Brígida]. Obra del filósofo italiano fray Tommaso Campanella (1568- 1639), de la Orden de Santo Domingo, es­crita en italiano en dos redacciones (1602 y 1611) y en latín por lo menos en dos re­dacciones (1613 y 1631); publicada en latín en Francfort en 1623 como Appendix políti­ca a la Realis philosophia epilogistica, con el título: Civitas Solis idea reipublicae philosophica, y en italiano en 1904.

Campanella presenta en este diálogo su teoría acerca de la mejor forma de gobierno. Introduce, pues, para que hable de los ordenamientos per­fectos vigentes en la fabulosa Ciudad del Sol (situada en la isla Trapobana, la moder­na Ceylán) un almirante genovés que acaba de dar la vuelta a la tierra; su interlocutor es un gran Maestre de la Orden de los Hospitalarios. Obligado a tomar tierra en Tra­pobana, el almirante es conducido a la Ciu­dad del Sol, erigida sobre una empinada co­lina y ceñida por siete círculos de murallas que van disminuyendo de altura, extrema­damente fortificados y casi inexpugnables, cada uno consagrado a uno de los siete pla­netas. Un admirable templo consagrado al Sol se alza en la cúspide del monte. El su­premo rector de la ciudad es un sacerdote a quien los habitantes llaman Hoh, y en nuestra lengua se llamaría Metafísico. Es asistido por otros jefes. Pon, Sin, Mor, a quienes nosotros llamaríamos Potencia, Sa­biduría y Amor. De estos tres, el primero tiene el mando de todo el cuerpo militar; el segundo la dirección de los estudios; éste, por orden admirable, ha mandado decorar las paredes con pinturas que representan to­das las ciencias para que cada cual pueda tener, prontamente, una imagen práctica de ellas, y desde niño, guiado por los maestros, comience a aprenderlas en forma de agra­dable pasatiempo; en fin, el tercer magistra­do, Mor, preside la generación y la pueri­cultura. Los habitantes solares viven una vi­da conforme a la filosofía, únicamente some­tida a los dictados de la razón, en conformi­dad con los cuales han acordado adoptar la comunidad de todos los bienes; en efecto, la propiedad, al originar el amor propio, es ruinosa para la comunidad. Aquí, en cambio, cada cual acepta alegremente sus propias misiones; no existen amos ni criados, sino que todos trabajan por la común prospe­ridad. Los dormitorios y las mesas son co­munes y todos visten de la misma manera, cambiando, según las estaciones del año, cuatro diferentes vestidos cuyas hechuras son minuciosamente descritas. Todos siguen las prescripciones de un médico a propósi­to.

Para impedir cualquier discordia están los magistrados, que, en número y nombre, corresponde a las virtudes, y son elegidos por los triunviros Pon, Sin y Mor, según su idoneidad para los diversos oficios. A la dignidad de Hoh nadie puede aspirar si no posee conocimientos vastísimos de todas las ciencias, en especial de las metafísicas y teo­lógicas; en Hoh, efectivamente, debe estar incorporada una inmensa pero orgánica sa­biduría; para esto es menester que posea mucho talento, el cual, en su múltiple capa­cidad, resulte apto también para el dominio político. Para obtener el mejoramiento, no sólo moral sino también físico de la raza, los habitantes solares cuidan la generación; las mujeres no pueden engendrar antes de los diecinueve años, ni los hombres antes de los veinte. Los funcionarios tienen el encargo de combinar las parejas de manera que den el mejor resultado. El acto de la generación adquiere el carácter de un ver­dadero rito religioso al cual los escogidos se preparan con oraciones y abstinencias. La mujer que resulta estéril se convierte en absolutamente común y está privada de to­dos los honores reservados a las matronas. Los niños, terminada la lactancia, pasan a la custodia de los maestros, que comienzan su instrucción, sin distinción de sexo; en efecto, hombres y mujeres son igualmente adiestrados en las armas e instruidos en to­das las artes, aunque a las mujeres se re­serva su parte menos fatigosa. Gracias al comienzo precoz de la instrucción y a su gran habilidad estratégica los habitantes solares salen siempre vencedores de sus gue­rras, que emprenden a favor de los pueblos oprimidos o contra tiranos agresores; y los triunfos que celebran la victoria obtenida superan en magnificencia a los de los an­tiguos romanos. Junto con el de la guerra, son considerados artes nobilísimos la agri­cultura y el pastoreo; en cambio, el trá­fico mercantil y las escasas operaciones co­merciales se cumplen en forma de trueque; el dinero es empleado solamente por los le­gados para procurarse la subsistencia en los viajes que hacen a países extranjeros para estudiar sus usos y costumbres.

Es preciado también el arte náutico; es más, los habi­tantes solares poseen naves que viajan sin velas y sin remos mediante una admirable combinación de rodajes. Tienen también máquinas para volar. Dado su higiénico te­nor de vida, los ciudadanos de Trapobana son casi todos de larga edad. En cuanto al régimen político, todos los mayores de vein­te años toman parte en las asambleas en las que cada cual puede exponer sus objeciones a ciertos ordenamientos. Las leyes son bre­ves y claras. Para castigar los delitos se toma en cuenta la ley del Talión. No se ins­truyen largos procesos, ni existen cárceles, como no sean para prisioneros de guerra. No hay verdugos, sino que es el pueblo el que ajusticia a los condenados a muerte. Los magistrados, «investidos de autoridad sacerdotal, asumen también el ministerio de la religión; reciben las confesiones de los ciudadanos, viniendo de este modo a cono­cer los vicios más frecuentes, los cuales pro­curan evitar. El ministerio de los poetas es aceptado, con tal de que en sus creaciones no mezclen la mentira. La religión de los habitantes solares es una especie de cristia­nismo natural; honran al universo en cuanto lo consideran imagen viviente de Dios. Creen en la inmortalidad del alma, pero no tienen absoluta certeza en cuanto a los lugares de premio o de condena, ni de si la dura­ción de la pena será o no eterna. Reputan principios metafísicos el Ente, que es Dios, y la Nada, que es la negatividad, de la que son sacadas físicamente las cosas; y piensan que de la tendencia al no ser nacen el pe­cado y el desorden del mundo.

Adoran en Dios la trinidad de Potencia, Sabiduría y Amor. Admiten la influencia de los astros como de fuerzas nefastas capaces de obrar en los sentidos, turbando la razón. Con una larga exposición astrológica, el almirante termina su relato. Campanella hace seguir inmediatamente al diálogo las Cuestiones sobre la mejor república, en las que resume y debate todas las posibles objeciones a su doctrina política. Hay en esta obra algo que la diferencia de las abstractas utopías es­trictamente intelectuales: es la realización ideal de un anhelo y de una pasión ardientísimas; no se puede olvidar que Campane­lla, antes que en la Ciudad del Sol, había querido implantar, en su tierra de Calabria, su propia idea, por medio de una revolución, rebelándose contra el dominio de España. Fracasada su empresa, el heroico religioso había sido encarcelado y, en las dilaciones de la sentencia, su fe y* su pasión le dicta­ron esta obra imaginativa y llena^ de vida, pues justamente el contrastar el trágico pre­sente y la realidad opresora le sugirió el resalte y el deslumbramiento de una alu­cinación. El mismo Campanella cita, entre los ejemplos de su Ciudad, la Utopía (v.), de Moro, y la República (v.), de Platón; y es singular la coincidencia del carácter heroico entre los tres autores; porque Moro murió en el patíbulo por su fe y Platón fue vendido como esclavo. Por otra parte, todo paralelo entre las tres obras debe ser muy circunspecto. En 1605, con la Monarchia Messiae, Campanella, renunciando a su ideal, pero tal vez con dudosa sinceri­dad, creerá identificar su teocracia solar con la positiva teocracia papal. La mejor edi­ción es la de los textos italiano y latino al cuidado de Norberto Bobbio (Turín, 1941).

G. Alliney

Campanella no advierte que es más Maquiavelo que Maquiavelo. De Sanctis)