La Busca, Pío Baroja

Las novelas que forman la trilogía de «La lucha por la vida» (1904) de Pío Baroja (1872-1956), ofrecen un cuadro acabado de la vida madrileña de los barrios bajos. La Busca, La mala hierba o Auro­ra roja nos hacen pensar en la pintura de Solana; nada acaso como esta trilogía o los cuadros del gran pintor para llevarnos a la comprensión de un mundo y para trans­mutar en elementos poéticos toda la podre­dumbre de estos barrios de escoria y de detritus. Pensemos que por ese tiempo (1904) el teatro frecuentaba la alta comedia o el drama histórico. Si consideramos los frutos nacidos de cada una de estas siembras, ne­cesariamente hemos de reconocer que la ra­zón andaba con el novelista vasco. La busca es una de esas creaciones típicas de Baroja, típicas, al menos, de una época, pero no ex­clusivas. Sería faltar a la verdad decir que Baroja sólo narró este mundo de suburbios; es cierto que en él encontró un estilo y una norma, pero no se redujo a él. Pretender narrar el argumento de cada una de estas novelas es imposible: en torno a uno o va­rios tipos centrales, verbenea toda suerte de homúnculos, mujerzuelas, tipos de mil ca­lañas habituados a la pequeña trapacería que les exige un vivir agobiado y carente de heroísmo. La busca está formada por tres partes; cada una mundo independiente de las otras: la pensión de doña Casiana es un poco de introducción a la novela.

Allí están ya los tipejos que iremos encontrando a cada paso y a cada paso más descarnados en su alma. Allí, también, gentes que viven en un mundo irreal y cuyos ojos no pueden ver la malicia. La segunda parte es una mi­nuciosa demora en zonas de suburbios: haci­namientos humanos, miseria, mendigos, sór­didas tabernas, chulos, crímenes pasionales La tercera parte nos lleva de la zapatería a una panadería; cada vez la caída se apresu­ra más. Inmediatamente surge el mundo que está fuera de la ley: vida de randas y bus­conas para quienes no existe la esperanza de redención, para quienes es una felicidad encontrar un hueco en las covachas de los hampones. Todo este mundo abigarrado ape­nas se une por otra cosa que por Manuel, el mozalbete a quien su madre, la pobre cria­da de doña Casiana, quiso dar estudios y la vida lo llevó — bandazo tras bandazo — a denigrarse en un caminar delictivo. Junto a Manuel, esas gentes elementales cuya vo­luntad se resuelve en barbarie o esas otras almas violentamente asidas al recuerdo e incapaces de adecuar el quehacer cotidiano con la memoria de días que el tiempo ha poetizado. El largo camino de las páginas está transido de notas, observaciones, pai­sajes, figurillas que apenas si duran, histo­rias adventicias. Toda una técnica novelesca que rompe con las cerradas estructuras an­teriores, pero con la ventaja de hacernos comprender la vida y de sentir a cada ins­tante la emoción, no exenta de melanco­lía, de estar vivo. Para estas páginas val­drían bien unas palabras que el novelista puso en otra ocasión: «Yo necesito escribir entreteniéndome en el detalle, como el que va por el camino distraído, mirando este árbol, aquel arroyo y sin pensar demasiado adonde va. Para mi, en general, la tesis stendhaliana de que la originalidad y el in­terés está en el detalle me parece exacta».

Y esto es lo que La busca nos da: gentes que deambulan por nuestra misma senda o a las que vemos en la taberna, en la doc­trina o en la tapia soleada: gentes que en­cierran en sí un mundo pequeño al que nuestra curiosidad no deja sin inquisición. Unas gentes que difícilmente llegan al amor y a las que el novelista ve con cariño y les hace el regalo de unos paisajes pintados a grandes rasgos, pero que rezuman ternura. Sólo el paisaje — la luz en arrebol, la tierra humedecida, la charca hundida — logra desasirse de un mundo sin caridad y sólo él da reposo a la crueldad de un vivir hostil. Estas gentes no exigen retórica ni barro­quismos: la descripción es directa, levan­tando — como con un escalpelo — las capas de tejidos que han de descubrir la víscera, pero y, esa es la maestría, bastando un solo trazo — un corte único — para que el mo­nigote tendido a nuestras plantas nos ense­ñe su alma y podamos —viejo conocido — entablar coloquio en una lengua salpicada de jerga y de vulgarismos. Esta es otra de las adquisiciones de la novela: su vitalidad y su vivacidad. Para lograrla el autor ha recurrido a cuantos medios estaban a su alcance: la verdad,’ la sinceridad y la sen­cillez. El perfecto equilibrio de estos tres elementos ha producido tipos inolvidables o lugares por los que pensamos haber transi­tado muchas veces. Esto es lo que hace siglos logró el ignorado autor del Lazarillo y su receta continúa valiendo. El traer aquí la gran novela — tan breve — del XVI es porque Baroja ha cortado su pluma y ha sacado sus tipos de la mejor tradición his­pánica: una y otra vez la picaresca nos ha venido a las mientes. Manuel es — ¡tan­to!— mozo de muchos amos, bestia maltra­tada por todos los rebenques, camino in-cierto en cada paso. Y fondo de toda esta amargura unas modestas pretensiones de felicidad, un deseo de ser mejor, unos ojos y unas manos en busca de la buena senda. Y como en nuestra tradición, siempre puer­tas cerradas al bordón que llama imploran­do caridad.

M. Alvar