El teatro clásico del Renacimiento francés cuenta, entre sus asuntos predilectos, el del sacrificio de Ifigenia. La primera tragedia, en el orden del tiempo, es la Iphigénie en Aulide, de Jean de Rotrou (1608- 1650); pero la de mayor valor es la Iphigénie en Aulide, de Jean Racine (1639-1699), representada en Versalles el 18 de agosto de 1674. Personajes principales: Agamenón, Aquiles, Ulises, Ifigenia, Clitemnestra y Erifila.
En Aulide, Agamenón, resignado al sacrificio de su hija, la ha llamado al campamento, fingiendo que Aquiles quería casarse con ella antes de partir. Ifigenia está al llegar, y su padre, no pudiendo hacer frente a su cruel propósito, envía un mensajero para que salga al paso de Ifigenia y Clitemnestra, con orden de que regresen a Argos; pretexto: el de que Aquiles ha determinado de pronto demorar las nupcias. Aquiles, que estaba ausente, llega entonces, contento de que Agamenón haya querido apresurar la boda. Agamenón aconseja renunciar a la empresa troyana, que ha -de ser funesta para todos; pero Aquiles se opone, y Ulises recuerda al rey sus deberes. Por otra parte, ha llegado Ifigenia, llevando consigo, además de su madre, a la joven Erifila, hecha prisionera por Aquiles en Lesbos y secretamente enamorada de él. Clitemnestra, que ha recibido con retraso la carta enviada por el mensajero, se siente ofendida y quiere volverse inmediatamente; Ifigenia, que atribuye el cambio de propósito de Aquiles a su amor por Erifila, lo rechaza indignada; pero el joven no tarda en demostrar la verdad de sus sentimientos, expresando su deseo de no retrasar la boda. Agamenón impone a su esposa que no asista a ella; un siervo explica a la estupefacta Clitemnestra la razón de esta orden: el sacrificio que se prepara en el altar, en lugar de la boda.
Contra la horrible sentencia Clitemnestra invoca el auxilio de Aquiles, e Ifigenia intercede cerca de éste en favor de su padre, comprendiendo el amor y el dolor que le agobian. A Agamenón le dirige las palabras más tiernas, suplicante, pero dispuesta a la condena, que él, aunque dolorido, pronuncia, mientras la madre le ataca furiosa, decidida a defender a su hija. Lo mismo hace Aquiles, y Agamenón resiste decidido a salvar a su hija, a alejarla y a no dársela a él. Pero puesto que debe renunciar a su amado, y el campamento está excitado reclamando el sacrificio, Ifigenia prefiere morir sobre el altar. Clitemnestra no logra detener a su hija; ya al pie del ara, Aquiles la defiende todavía contra el ejército que exige la víctima. Pero entonces aparece el sacerdote Calcas con la explicación del oráculo: la que debe ser inmolada no es esta Ifigenia, sino otra, hija de las bodas secretas de Teseo y Elena. Ésta no es otra que Erifila, que se halla en el campamento y que, enfurecida por los celos, había intentado apresurar la muerte de su rival, soliviantando contra ella a los soldados con la revelación de su pretendida fuga. Erifila se adelanta y no aguarda el golpe del sacrificador. Una vez ha muerto, sopla el viento y los griegos, después de las bodas de Ifigenia y Aquiles, podrán partir.
Siguiendo el antiguo mito de la Ifigenia de Eurípides, Racine suprime la intervención divina de la cierva que reemplaza a la doncella, e inventa a otra Ifigenia, Erifila, de la que hace una de sus típicas enamoradas furiosas, destinadas a la ruina. En lugar de Menelao, aquí es Ulises quien incita a Agamenón a sacrificar a su hija. Y Aquiles, enamorado de Ifigenia, la defiende con mucho más apasionado fervor. Por lo demás, Eurípides es seguido casi paso a paso, y en su obra resuenan también ecos de Lucrecio y otros autores antiguos, aunque sin menoscabo de la originalidad de la creación raciniana. La protagonista es una noble figura, dulce y entera, con un profundo sentido de sus deberes como hija de rey. Real y al mismo tiempo casi cristiana en la sumisión a su destino, se manifiesta fuerte, sin embargo, en los acentos de su amor. Clitemnestra tiene una altiva energía propia de reina y de madre; y el más desdichado de todos es Agamenón. Alrededor se oye el murmullo airado del campamento, e incluso el silencio inmóvil del mar parece adivinarse en los versos melodiosos. Sin razón la crítica positivista, con Hipólito Taine, ha querido ver aquí una tragedia «versallesca», escrita sólo para la Corte; en realidad, el antiguo espíritu trágico es renovado y recreado, no menos vivo, aunque a Eurípides deba reconocérsele mayor simplicidad y desnudez. [Trad. española, en verso, de Juan Ortega Costa en el volumen Teatro de Racine (Barcelona, 1954)].
V. Lugli
Una obra maestra, aunque un poco artificial, un poco construida, un poco exterior a Racine como a mí mismo. (A. Gide)
Todos los versos franceses, antes de Racine, aletean alrededor de la boca de sus poetas, pueden inscribirse en una de aquellas cartelas que salen de los labios. Racine no recita, Racine no dice. Todos sus versos están elegidos en un diccionario no de belleza, sino de silencios. (J. Giraudoux)
Racine ha interiorizado lo trágico como Descartes ha interiorizado el análisis geométrico. (Fernandez)