Investigación Sobre el Origen de Nuestras Ideas de Belleza y Virtud, Francis Hutcheson

[An inquiry into the Original of our ideas of Beauty and Virtue]. Obra fun­damental de Francis Hutcheson (1694-1746), escrita en Irlanda, antes de ser llamado para enseñar en la universidad presbiteriana de Glasgow, en la que inició una tradición filosófica, continuada por la llamada «es­cuela escocesa». La Investigación, publicada en Londres en 1725, trata de combatir a Hobbes y a Mandeville, quienes negaban la existencia de una moral fija e innata, vol­viendo a exponer en forma sintética las ideas sobre lo bueno y sobre lo bello soste­nidas fragmentariamente por Shaftesbury en sus diversas obras. Shaftesbury había to­mado las tesis clásicas, platónica y estoica, identificando lo bello y lo bueno, y afirman­do sobre todo la existencia de un tipo de ideal eterno de bondad-belleza. Vulgari­zando y sistematizando esta concepción, vuelve Hutcheson al empirismo caracterís­tico del pensamiento inglés, hablando no ya de una visión ideal, de una bondad y de una belleza eternas que transciendan de las cosas, sino de un «sentido», semejante a la percepción de las cualidades materiales, gra­cias al cual conocemos de manera inmedia­ta lo bello y lo bueno. La explicación de la existencia de tales cualidades y de este sentido moral, es finalista: Dios los ha crea­do para que nos demos cuenta de lo que es el bien y de lo que es el mal; ha hecho agradable y amable la virtud, dotando de «belleza moral» ciertas acciones y ciertos sentimientos.

Así, pues, la belleza no es sola­mente aquello que agrada: lo que es agra­dable para los sentidos externos, no es bello; bello es solamente lo que constituye un goce para los sentidos interiores, y este goce es desinteresado, no se refiere ni a lo útil ni al placer personal. La belleza hay que distinguirla en belleza original y be­lleza comparada: original es la que produce inmediatamente la idea de la belleza; comparada o relativa la que la produce por aso­ciación o analogía con objetos inmediata­mente bellos. La cualidad que hace inme­diatamente bello a un objeto es la unifor­midad con variedad. De este modo Hutche­son establece en qué consiste la belleza fun­damental; la belleza derivada o comparativa, la belleza de las obras de arte, consiste sobre todo en la íntima conformidad de la obra con el modelo real. Aunque éste no esté, en si mismo, dotado de belleza fun­damental, basta con que la obra de arte se asemeje a él para que sea bella, realizando de este modo la uniformidad en la variedad. Las bellezas poéticas consisten en la evi­dencia de la descripción de ciertas bellezas inmediatas. Pero toda esta demostración, presupone que el sentido de la belleza sea universal. Con esto prueba Hutcheson que la regularidad que nuestro sentido de la belleza encuentra en la naturaleza, se debe a deliberado intento de Dios, y por tanto, que el sentido de la belleza debe ser aná­logamente fundamental, connatural al hom­bre. Las desviaciones, las diferencias de jui­cio, son explicables por la asociación que puede conectar sensaciones desagradables con objetos regulares, «uniformes en la varie­dad», hasta hacerlos parecer feos. Pero el sen­tido de la belleza no es el único de los «sen­tidos internos» a los que Hutcheson apela para sostener que la belleza no consiste en la apreciación subjetiva, sino en la percepción de una cualidad que realmente existe en los objetos.

En otras obras, el autor catalogará muchos «sentidos internos», independientes en cierto modo los unos de los otros; en la segunda parte de la Investigación habla so­lamente del sentido moral. Se comprende ya, por la manera de tratar el sentido de la belleza, cuáles deben ser las directivas del sentido moral; un sentido gracias al cual comprendemos la bondad inherente de al­gunas acciones y admiramos a su autor, aunque ello no nos proporcione ninguna ventaja inmediata. Así es que la virtud, la bondad, son cualidades objetivas, realmente existentes; no se deben a la apreciación sub­jetiva. La acción es buena si está inspirada en la benevolencia hacia los demás. Por tanto, no se la aprueba porque nos resulte útil: Hutcheson quiere eliminar todo reflejo personal, precisamente para establecer la objetividad de la acción. El egoísmo, en sí mismo, es indiferente, si no se opone a la benevolencia para con los demás. Egoísmo y moralidad no tienen nada en común, tam­poco son opuestos; solamente un egoísmo mal entendido puede entrar en oposición con la benevolencia. El ejemplo decisivo lo hallamos en nuestra actitud para quien nos hace bien: si lo hace sólo por benevolencia hacia nosotros, y no por interés, tiene nues­tra aprobación moral, aunque nosotros ob­tengamos las mismas ventajas que obten­dríamos si lo hiciese por interés. En suma, la virtud es proporcional al bien que haga­mos a los demás, y por tanto resulta del «intento» de hacer el bien, y de la «capaci­dad» para realizarlo. Dados estos dos com­ponentes, fácil es comprender lo que Hut­cheson llama precisamente un «cálculo ma­temático» de la bondad de las acciones. Todo esto presupone que sean innatas en nuestra naturaleza humana tanto la tendencia al propio interés, como la benevolencia para con los demás.

Las variaciones de aprecia­ción (como al tratarse de la belleza) no son primitivas, sino debidas a elementos pertur­badores: a divergencias en la valuación de la felicidad de los demás, a teorías preconcebidas, etc. En este punto Hutcheson, tras de haber separado el sentido de la belleza del sentido moral o inclinación hacia la benevolencia como hechos distintos y aisla­damente analizables, debe sin embargo dar la razón del estrecho vínculo que Shaftes­bury, al modo estoico, había afirmado que existe entre belleza y virtud: hablando de una belleza moral, Hutcheson explica que la belleza del hombre fascina porque indica, o parece indicar, una virtud innata, «bene­volencia» para con el prójimo. Dulzura, majestad, dignidad, ese «no sé qué» que ha­cen fascinadora una persona, son explica­dos como indicios de moralidad. Es esta belleza moral, son estos síntomas de bene­volencia los que hacen bella a la oratoria y también a la poesía, la historia, la pin­tura, representando como si fueran indivi­duos humanos las distintas virtudes, los di­versos aspectos de la benevolencia. De este modo, termina Hutcheson por hablar de «bello» y de «bueno» indiferentemente, igual que Shaftesbury. Pero lo que importa rele­var todavía es la inmediatez de estos jui­cios, su «sensorialidad». En cuestiones de moral y de estética, la razón ocupa un se­gundo plano. Obsérvese que esta concep­ción evolucionará gradualmente y en modo alguno de manera decidida, modificándose en los tratados ulteriores de Francis Hut­cheson.

M. M. Rossi