[Contra medicum quendam invectivarum libri quattuor]. Obrita polémica satírica en prosa latina de Francesco Petrarca (1304- 1374). Clemente VI (Pierre Roger), papa en Aviñón, en otoño del 1351 había enfermado de un tumor maligno que le hinchaba el rostro.
A principios de marzo de 1352, por medio de un joven que el Papa le había enviado, Petrarca le aconsejaba que se guardase de los médicos y se acordase del epitafio de un emperador: «Turba medicorum perii» [«He sucumbido a una turba de médicos»]. El pontífice le pidió que consignara por escrito este consejo, cosa que el poeta hizo en una epístola fechada el 13 de marzo: «Sé:— dice en ella — que tu lecho está asediado por los médicos, y ésta es la primera razón de mis temores. Disputando entre ellos acerca de los tratamientos de cada uno, ávidos de novedades, negocian con nuestras almas y experimentan con la muerte; como si no debieran curar, sino persuadir, disputan ruidosamente junto a la cama de los desgraciados, y mientras éstos mueren, ellos atan nudos hipocráticos con hilo ciceroniano. Pero puesto que no tenemos valor para vivir sin médicos, elige uno solo, no hábil en charlar, sino por su ciencia y su lealtad». La carta, que se divulgó rápidamente, irritó, y no sin razón, a los médicos. Se sacó también a relucir un pasaje de otra carta del autor al abad de Saint-Rémy, relativa a la dignidad de la sede pontificia (Roma, no Aviñón), lo que le llevó a dar, en otra carta al mismo abad, una interpretación más suave de su frase. Y uno de los médicos, a quien en otro pasaje el poeta llama «un viejo desdentado nacido en las montañas» (Gui de Chauliac, nacido en Mende, en el Gevaudan o Jean d’Alais, ambos médicos del papa, u otros), difundió una epístola dirigida a Petrarca, que no ha llegado hasta nosotros, pero cuyo sentido se puede deducir por la respuesta que le dio el poeta, llamándola epístola vacía pero ampulosa e hinchada y llena de injurias.
Petrarca cree que identifica al médico, pero finge ignorar quién es. Hubiera querido callar, pero un cardenal (¿Taleirand?) le incitó a contestar para que no se tomase la modestia por ignorancia (Sen. XV, 3). Contestó pues Petrarca con un escrito, que no se ha perdido, como se afirma, pues no es otro que el libro I de las Invectivas. El médico replicó, también con un librito, perdido al igual que su primera carta, dividido en varias partes y llamado por Petrarca, que cree ver en ella la mano de otro, «artificiosa composición oratoria, más dulce que la miel hiblea». Al poeta, que reaccionó con los tres últimos libros de las Invectivas, no parece que el médico le replicara más. La polémica continuó hasta la muerte de Clemente VI (6 dic. 1352) y el nombramiento de Inocencio VI (Etienne Aubert, elegido el 12 de diciembre), a los cuales se hace alusión en el último libro. A solicitud de un amigo, Petrarca le envía la obrita, ya publicada tiempo antes, con una carta fechada el 9 de junio de 1355. «Te reirás — le dice — entre línea y línea y dirás para ti: mi amigo tiene un arte más de los que me figuraba: ha aprendido a hablar mal. Así hacen las viejecitas en las plazas, los abogados en el tribunal, los alcahuetes borrachos en las tabernas. Pero piensa que he tenido por maestro a aquel que me ha agredido con sus insultos». La singularidad de la obra de Petrarca radica en las agudas y sangrientas burlas que el poeta hace del viejo médico y en el diluvio de insolencias — a menudo vulgares — de que lo cubre, procurando desanimar y avergonzar al adversario con agudezas literarias, como en algún otro de sus pocos escritos polémicos, más que con los silogismos, a veces en broma y a veces en serio, con los cuales dice querer atenerse a la argumentación escolástica del «senex elementarius».
En sustancia, si de sustancia se puede hablar en estas páginas extravagantes, el autor, aceptando el concepto filosófico de la época, según el cual la medicina era un arte mecánico porque se refiere al cuerpo y no al espíritu, Petrarca no le niega el origen divino de todas las demás artes, ni niega que existan, siempre pocos, y en su época poquísimos, médicos excelentes. Además, declara no habérselas con los médicos, a quienes sin embargo se refiere no poco en sus generalizaciones, sino sólo con uno, vergüenza de la medicina, que se ha atrevido a injuriarle. Niega que la filosofía, la lógica, la retórica y la moral, puedan compararse a la medicina o servirla. Defiende la poesía de los ataques del adversario arguyendo la nobleza de los poetas, precisamente porque son innecesarios y pocos, y se defiende de la acusación de hermetismo. Exalta su propia solicitud (por la cual está escribiendo el De los hombres ilustres, v., y un Libellum de yitae meae cursu, que es el escrito apologético a Zanobi y otros amigos por haber elegido estancia junto a los Visconti) y se justifica contra las acusaciones de adulación, envidia, soberbia, desprecio a la vejez y otras semejantes. Pero sobre todo ataca, con una virulencia y una insistencia que sólo quedan atenuadas por lo genérico de sus acusaciones.
M. T. Dazzi