[Rapport sur la philosophie en France en XIX.me siècle]. En 1865 el ministro Duruy encargó a Félix Ravaisson-Mollien (1813-1900) el cometido de informar acerca de los caracteres de la filosofía francesa contemporánea. Éste es el origen del célebre Informe que, editado en 1868, obtuvo un magnífico éxito y señaló el fin de la dictadura de la escuela de Cousin. Ravaisson, con mucha moderación pero con franqueza, pone en evidencia lo insuficiente de la filosofía francesa, la cual, extraviada el significado más profundo de las doctrinas de Descartes y de Maine de Biran, se había refugiado en manos de los teólogos y científicos positivistas y materialistas. Los primeros remiten la explicación del mundo y de la vida a la hipótesis de la existencia de Dios como voluntad libre y omnipotente; los segundos, desdeñando toda trascendencia, se reducen al hecho, a la experiencia, y explican todos los fenómenos según un riguroso determinismo causal. Pero Ravaisson opina que esta doble tendencia pone en peligro el destino de la filosofía. El espíritu — piensa — es el criterio de la realidad, más aún, es la realidad misma. La abstracta entidad trascendente o el hecho en su brutal inmediatez presuponen la conciencia, y no viceversa.
Los positivistas insisten sobre lo relativo imperfecto, sobre el desarrollo mecánico y necesario, sobre lo verosímil; pero ¿son éstos concebibles siquiera, fuera de toda relación con lo absoluto, con lo perfecto, con la libertad, con la verdad? La multiplicidad y variedad de la existencia sólo adquiere valor en las formas universales de la conciencia, de la cual nada es separable, y la realidad se nos revela como el conjunto de los actos espirituales. «Cuando nos recogemos en nuestra intimidad nos hallamos en medio de un mundo de sensaciones, sentimientos, imaginaciones, ideas, deseos, voliciones, recuerdos, móvil océano sin límites y sin fondo, y que a pesar de ello es todo nuestro, y que en realidad no es más que nosotros mismos». Por otra parte no se da nunca el caso de un materialismo o positivismo consecuente; hasta Augusto Comte advirtió enérgicamente la necesidad de llevar la mirada más allá de los datos de la experiencia naturalista para conocer el verdadero destino del hombre. La visión del cambio continuo y el incesante nacer y morir refuerza en nosotros la fe en algo absoluto, porque — concluye Ravaisson — «bajo los desórdenes y las antinomias que agitan la superficie de los fenómenos, en lo íntimo, en la esencial y eterna verdad, todo es perdón, amor, armonía».
Con esta obra, publicada en un momento en que la metafísica estaba en todas partes en decadencia, Ravaisson se convierte en heraldo o, mejor dicho, en renovador de un espiritualismo al que él mismo llama realismo o positivismo espiritualista, distinto del espiritualismo cartesiano por el significado que da a la idea de vida y que «tiene como principio generador la conciencia que el espíritu adquiere en sí mismo de una existencia de la cual reconoce ser derivado y depende toda otra existencia, y que no es otra cosa sino su acción». Tal es el movimiento filosófico al cual se adherirán Boutroux y Bergson.
E. Codignola