[Storia del regno di Napoli]. Obra de Benedetto Croce (1866-1952), publicada en Bari en 1924. Pensar de nuevo la historia del «Reame» después de setenta años de su ocaso, no puede significar otra cosa, cuando quien la piensa se llama Benedetto Croce, que sacar a la luz todo cuanto de la antigua civilización de aquel reino contribuyó a la formación de la nación italiana y es todavía visible en ella como fuerza operante. Una erudición vastísima constituye el fondo de estas reflexiones, con todos los problemas críticos que implica; pero circula por el libro como una sangre generosa, dándole la agilidad juvenil, el íntimo calor persuasivo que tan lejano está de las fáciles complacencias por las cosas del propio país. La historiografía jurídica napolitana con buen derecho había exaltado el reino surgido de la obra de los normandos como la formación política más original y más elevada de todo el Medievo, una admirable creación política que recorrió los siglos y que señaló el camino para el desarrollo de los estados europeos. Pero, aunque se busque y rebusque en sus memorias, no es posible hallar «los rasgos admirables de las poblaciones meridionales», y no se puede dejar de revelar el carácter de extranjerismo de su historia respecto a la historia propia de las poblaciones apulienses y de la Campania, cuyo genio político se expresó siempre en la férvida vida de las repúblicas marineras, que los normandos abrazaron en su impulso vital.
De aquel reino glorioso ha llegado hasta nosotros la unidad territorial que él supo imprimir a las provincias del sur del Tronto y del Garellano, y, cosa más importante aún, aquella unidad civil todavía válida del «estado gobernado desde el centro con iguales instituciones y leyes, magistrados y funcionarios». Si el reino conoció estados alternos de prosperidad y de decadencia, esta forma del estado moderno permaneció intacta durante siglos, y no dejó de tener importancia en la historia de Italia y en la de Europa. Si económicamente el reino declina, si sus ciudades marineras son aventajadas en el Mediterráneo por Venecia y por Génova, si la separación de Sicilia dividió sus fuerzas vitales, su baronía alimentó con sus virtudes guerreras la política de los primeros Anjou en la Península Balcánica y sostuvo valerosamente las aspiraciones de Ladislao sobre Italia central y sobre el reino de Hungría. Sólo después de la desaparición de Ladislao perdió el reino rápidamente su autonomía, abriéndose a las influencias catalanas hasta convertirse en un miembro de la corona de España, antes de decaer al rango de virreinato. Pareció entonces a muchos que Italia acababa en el Garellano y que el reino, entre los siglos XVI y XVIII, no tomaría parte alguna en el proceso de formación de la nación italiana. Pero si es verdad que le precedieron los otros estados de la península en el rápido declinar que de una manera semejante atravesaron todos en el siglo XVI, también es verdad que fue el primero en resurgir en la edad del racionalismo y de las reformas, así como en la de las revoluciones, con sus cartesianos y sus iluministas, con sus jacobinos y con sus patriotas. Por eso puede muy bien decirse que mientras todavía duraba en Italia el entumecimiento, este reino, con Bruno, con Campanella y con Vico, abría para el mundo entero las puertas de la nueva época.
Ellos hicieron que en Italia germinasen nuevos pensamientos y nuevos propósitos, que la cultura se rehiciese sobre nuevos principios, que se airease con nuevos ideales la política, acelerando por este camino la formación de la Italia de hoy. Es tanto más admirable este carácter europeo y de vanguardia de la cultura napolitana, cuando se piensa que el país estaba menos favorecido por la situación geográfica y por las condiciones económicas, admonición para cuantos recurren a los cánones deterministas en la interpretación de la historia. Sin aquel gran impulso ideal no se comprendería el «Risorgimento» italiano, que en las víctimas de la República Partenopea sufrió su primer martirologio.
G. Franceschini