Historia de Santa Isabel de Hungría, Charles Forbes de Tryon

[Histoire de Sainte Elizabeth de Hongrie]. Obra hagiográfica del francés Charles Forbes de Tryon, conde de Montalembert (1810-1870), publicada en 1836. En la vida del católico liberal, ardiente defensor de los derechos de la libertad del clero, de las minorías nacionales y de los pueblos, representa un momento de ingenua fe reli­giosa. Concebida durante una estancia en alemania, después de la condena de Lamennais, con el que había fundado El Por­venir (v.), esta Vida evoca la antigua le­yenda de la santa, ya popular en alemania, donde a finales del siglo XII se escribió una historia anónima en verso, y otra del cronista sajón Johann Rothe a principios del siglo XV. El portugués Juan Matos Fra­goso (1608-1689) llevó a la escena la le­yenda con la comedia religiosa El Job de las mujeres: Santa Isabel, reina de Hun­gría.

Hija de Andrés II de Hungría, la jo­ven princesa tuvo una breve y piadosa exis­tencia (1207-1231); casada muy joven con el landgrave Ludovico IV de Túringia y Hesse, llevó una vida de ardiente piedad cristiana, y el hábito franciscano, que le envió el mismo San Francisco, marcó en ella su purísima ofrenda al ideal de Cristo. Su amor a los pobres fue desaprobado por su suegra, y su caridad llegó a ser verda­deramente heroica, ya que era siempre vigilada y denunciada. La leyenda de la santa se basa en gran parte sobre este anta­gonismo; así en el episodio del leproso que se transforma en Jesús, cuando la suegra quiere enseñar a su hijo el enfermo a quien pusieron en su cama, o bien en el célebre milagro de los panes transforma­dos en rosas. Montalembert, rebuscando en archivos y documentos testimonios de su «querida santa», recoge todas estas leyen­das y hace florecer un aire nuevo alrededor de la pía criatura muerta en Marburgo y pintada con celestial semblante en la cate­dral que a ella está dedicada. La historia se orna con elementos literarios, y la forma aparentemente romántica de la narración se transfigura en mito. Este carácter, a sa­biendas artístico, inspirado por la nostalgia del pasado, contribuyó a hacer apreciar la obra incluso a los que en ella veían de­fectos de pensamiento y de forma (Sainte- Beuve, el primero), y aún hoy en día se puede recordar por la delicadeza de sus páginas mejores. Gracioso y característico es el episodio del milagro de las rosas: mientras Isabel bajaba del monte con la comida para los pobres, su marido, que vuelve de cazar, la encuentra y ve que lleva en las manos, en vez de comida, rosas floridas. Ellas indican al marido la pureza cristiana de su esposa y son un anuncio de su vida de santidad. La obra es fruto de una apasionada juventud, aunque en su candor se resiente de la ausencia de pro­fundos problemas espirituales que pudieran animar su indagación.

C. Cordié

Espíritu brillante, inteligencia fácil y pronta, ingeniosa hasta en la hipótesis, nunca le detuvo, paralizó o empujó hacia adelante esa dialéctica interior, incesante y despótica, que caracteriza al hombre de pensamiento. En la voluntad y en la vida, Montalembert es serio y determinado. En el pensamiento no es mucho más que un dis­tinguido «dilettante». (Fernandez)

* La leyenda inspiró también el oratorio homónimo Die Legende der heiligen Elisabeth, de Franz Liszt (1811-1886), en dos par­tes y seis episodios, según texto de Otto Roquette, compuesto en 1858. Por sus caracte­rísticas narrativas y escénicas, este orato­rio se acerca mucho, especialmente en ciertas partes, al género teatral corriente en el teatro de Weimar. La leyenda de Santa Isabel tuvo, en efecto, en 1862, una realiza­ción escénica en forma de verdadero drama sagrado.

En el primer episodio la joven Isa­bel, princesa de Hungría, se presenta a Wartburg de Eisenach para casarse con Ludovico, hijo del landgrave Hermann. El carácter «teatral» es evidente desde estas primeras páginas: la presentación de Isabel, el en­cuentro de los novios, juegos y coros de muchachos, se suceden como escenas de ópera. De un modo análogo persiste la at­mósfera teatral en el segundo episodio, en la escena del encuentro de Ludovico, de vuelta de caza, con Isabel, que, sola y a escondidas, va a visitar a los pobres en sus chozas. Al reprochárselo su marido, Isabel le enseña los panes que lleva a sus pobres, y he aquí que los panes se han transformado milagrosamente en rosas. El episodio si­guiente se acerca, en cambio, al género «de concierto», formado por unos pasajes corales y una «Marcha de los Cruzados». Con una escena dramática comienza la segunda par­te: Ludovico ha muerto en la Cruzada, y su madre, por ambición de poder, echa a Isabel de Wartburgo. Cercana a su fin, Isabel evoca los recuerdos de su vida y pide a Dios con una plegaria emocionada la bendición para sus hijos.

Los infelices que tantas veces ha­bían recibido su socorro la asisten, la ali­vian y recogen su último suspiro. En el últi­mo episodio, después de un «Interludio fú­nebre», hay la canonización de Isabel en presencia del emperador Federico y de los obispos húngaros y alemanes. Con este ora­torio Liszt realiza una de sus obras más vi­gorosas y complejas; para su construcción utiliza el principio del tematismo, en el sen­tido del «leitmotiv» wagneriano, a fin de alcanzar la cohesión y unidad de los epi­sodios. Los temas principales aparecen, en efecto, con frecuencia, para subrayar perso­najes y acciones, tratados con gran libertad y con distintos aspectos rítmicos y melódi­cos; por ejemplo, la dulzura y bondad de Isabel son caracterizadas desde el principio por el tema, es utilizado para la «Marcha de los Cruza­dos», mientras una sencilla e ingenua me­lodía medieval da el tema del trío de la misma marcha. Sin embargo, el intento de Liszt de dar una música de carácter reli­gioso no se realiza más que de un modo parcial en esta Leyenda de Isabel: en ella las páginas místicas y contemplativas alter­nan con los episodios dramáticos y con tro­zos en que el autor de los poemas sinfónicos se abandona a su complacencia por lo des­criptivo y pintoresco. Es solamente en el Cristo (v), una de sus más significativas obras, donde Liszt concentrará sus aspira­ciones místicas, alejándose del oratorio es­cénico para realizar el oratorio propiamente dicho.

L. Córtese

Isabel tiene la lozanía y la ingenuidad de la leyenda que la creó, y deploramos, escuchándola, que el autor no la escribiera vara la escena… (Saint-Saéns)