Escrita por Tucídides (4719-402? a. de C.), en ocho libros, comprende la narración de la guerra entre el Imperio ateniense y la Confederación espartana del Peloponeso, guerra que generalmente se conoce con el nombre de Guerra del Peloponeso (431-404 a. de C.). La obra termina en el año 508, probablemente incompleta.
El haber sido Tucídides personaje de primer plano en la política de Atenas (aristócrata, fuerte por sus medios y su parentela, magnate de la opulenta Tracia), y el haber participado activamente en la guerra (estratega en el 424, comandante de la expedición naval de Tasos en la primavera de 424-423), y a consecuencia de la derrota condenado a muerte por los partidarios demócratas de Cleón, por ello desterrado en el Peloponeso, Sicilia y Tracia, donde murió, constituye un testimonio seguro por lo bien fundado de sus juicios, sostenidos por un gran sentido histórico y por su competencia de hombre político: la exactitud de las indagaciones y la imparcialidad de los sentimientos hacen de él el mayor de los historiadores de la Antigüedad, y por el vigor de su ingenio es uno de los hombres y de los escritores más grandes del mundo clásico. Su personalidad, inmanente en toda la obra, creó un estilo escultórico y denso de pensamiento, modelo insuperado de «gravedad» (a£{jLvóx’0c) al que deben muchísimo Salustio y Tácito. Supo sustraerse a la visión épica de las cosas humanas, tan común en su tiempo, afirmando que los dioses y la voluntad divina no son nada frente a la actividad y voluntad del hombre, que se manifiesta infinita en la serie de las generaciones. El futuro está en las manos del que clara y enérgicamente disponga su obra: solamente así, aparte de las relaciones entre Dios y hombre, llegará éste a dominar el mundo y sus acontecimientos.
La grandeza moral y política de su patria y de su imperio, el temple fríamente realista de Pericles, la educación positiva recibida de los sofistas, aclararon su mente de tal modo que superó el epicismo de las Historias (v.) de Herodoto, a las que se opuso con la desdeñosa conciencia de su superioridad. Competía a Atenas, como vencedora del rey de Persia, y como gran potencia, una gran misión política: la civilización de la humanidad, a lo que añadía las imperecederas formas de gobierno y formas de vida. El exilio, el derrumbamiento de sus ideales, el mal gobierno de la ciudad una vez desaparecido el genio de Pericles, aclararon y refinaron su sentido crítico, aunque induciéndolo a un rencor apático; esta nueva valoración de los hechos le indujo a tener fe en la Historia, que se convierte para el hombre en maestra de la vida en el más elevado sentido político: el estudio del pasado confiere, a quien vive según la razón, la valoración equitativa del futuro y un juicio preciso respecto del presente. Parece como si hubiera redactado sus apuntes al unísono con el desenvolvimiento de los acontecimientos, a los cuales supo adaptarse y adaptar su juicio (el trabajo de este revivir y rehacerse es evidente en la obra), a pesar de la ruina de Atenas y de la irremediable implantación de la democracia de izquierdas y de la incapacidad de los hombres.
Al ampliarse su horizonte, comprendió que el choque de las dos Ciudades-Estado, era el choque de dos imperios y de dos formas de vida, y que la causa de este choque armado fueron los celos de Esparta, que bajo Lisandro pareció tenazmente decidida a arrebatar a su rival Atenas su imperio político, comercial y moral. Pone de relieve en sus juicios la indignidad y la pusilanimidad de los atenienses, que no estuvieron en condiciones de comprender la altura a que había llegado la patria con un hombre como Pericles; los discursos que pone en boca de los personajes en los momentos más graves son la expresión más viva de su gran desdén. Pericles está representado como el defensor perpetuo de la eternidad del patrimonio ateniense, que los ciudadanos con su insensibilidad política habían disipado, y del que las nuevas generaciones, por horror a la guerra, renegaban junto con la democracia, asegurando que el imperio y la forma única de gobierno era la causa real de la ruina de Atenas. Pero para el historiador, el imperio fue una cosa grande, así como grandes fueron también los hombres que lo crearon y con los que él consolidó su conciencia de ciudadano y de hombre; constituyó la conquista de una civilización política in- superada e insuperable, tan grande como para ser digna de cualquier tributo de sangre, de riqueza, de horror, digna del propio dolor y de la propia quiebra.
Este sentimiento de patria, de civilización humana, de virtud política, de libertad civil y de dignidad histórica, lo defendió con su obra ante sus contemporáneos y ante el porvenir, contra la propaganda espartana de los oligarcas que trataban de sepultar y despreciar la memoria de los que habían creado la gran obra rival. Tucídides defendió, sostuvo, recomendó el patrimonio civil haciéndole intangible para la posteridad; podía declinar la Atenas de Temístocles y Pericles, pero no debían declinar ni Temístocles, ni Pericles, ni la civilización de los hombres futuros.
I. Cazzaniga
Tucídides.. tomó el motivo humano de las actitudes de los hombres, de la naturaleza humana… El propio hombre, con sus dolores y sus errores, es el motivo central de su historia. En esto se contrapone tanto a Herodoto como a Eurípides, a Sófocles y, todavía más, a Esquilo. (Ranke)