Hipólito y Aricia, abate Pellégrin

[Hippolyte et Aricie]. Tragedia lírica en cinco actos y un prólogo, texto del abate Pellégrin, música de Jean-Philippe Rameau (1683-1764), es­trenada en 1733. Cuando llegó a sus cin­cuenta años, después de haber compuesto cantatas y música de clavicémbalo, Rameau vacilaba todavía en enfrentarse con el tea­tro, por el alto concepto que de éste tenía (su farsa Endriague, cuya música se ha perdido, escrita en 1723 para la cantante Petitpas, estrenada en la Foire Saint-Germain, había sido tan sólo una obra ocasional y absolutamente secundaria). La deci­sión de Rameau de emprender una importante obra teatral fue tomada después de conocer la Jejre (v.) de Monteclair, sobre libreto del abate Simón-Joseph Pellegrin, curioso personaje que tenía en París tien­da abierta de epigramas y madrigales. Más que la realización musical de Monteclair, aunque obra llena de dignidad, fueron la nobleza de su argumento y las posibilida­des que se habían presentado al músico, lo que impelió a Rameau a buscar asunto para una ópera.

Por medio de su primer admi­rador y protector, La Poupliniére, Rameau conoció a Voltaire, quien aceptó preparar una tragedia bíblica con el título de San­són. Pero más solícito que él, Pellegrin ofreció a Rameau una reducción de la Fe­dra (v.) de Racine, con el título modificado de Hippolyte et Aricie. El libreto, muy dé­bil y superficial, más que una reducción podía llamarse una deformación de la tra­gedia de Racine; el personaje de Fedra, en lugar de dominar la escena con sus luchas, sus remordimientos y su destino de inocen­cia y culpabilidad a un mismo tiempo, se presenta aquí empequeñecido y limitado, para ceder el puesto a Hipólito (v.) y Aricia, también convencionales y artificiosos en sus amorosas efusiones. No faltaban, sin embargo, las situaciones teatrales, que indujeron a Rameau a aceptar el libreto; Pellegrin, que poseía cierto sentido del tea­tro en cuanto espectáculo y como pretexto, para acciones coreográficas, danzas y efec­tos de escenografía, ofrecía al compositor una notable variedad de episodios, desde los coros de sacerdotisas y de pastores hasta fiestas y danzas, desde el descenso de Te- seo (v.) al Infierno, a la escena de la muerte de Hipólito. La ópera de Rameau, escrita rápidamente, fue representada pri­mero en privado en el teatro particular de La Poupliniére, y después en la ópera de París. Luego de una acogida inicial muy discutida, se dieron de ella muchas repre­sentaciones seguidas, según testimonios de la época, con creciente interés del público.

La sorpresa de los oyentes, en la primera ejecución, no había sido injustificada, por­que si, de un lado, en la parte vocal de la obra se podía encontrar un parentesco con Lulli, especialmente en los recitativos, y con la música italiana en las arias, la par­te sinfónica ofrecía un aspecto y una importancia insólitos. En el teatro no se estaba acostumbrado a una música tan rica, sabia y trabajada, especialmente en su armonía; la línea melódica resultaba menos percep­tible y más difícil de seguir. No sin razón los juicios de los contemporáneos fueron paralelos a los que más de un siglo des­pués fueron emitidos acerca de Wagner. Se habló, en efecto, de Rameau como de un «revolucionario», de un «destilador de extraños acordes» de una música «dema­siado rebuscada y estudiada»; se ironizó acerca de la «excesiva ciencia», acerca de aquella música «triste y larga como la fi­gura de su autor»; se deploró la dificultad de ejecución, el poco reposo que el músico concedía a la orquesta. Pero también hubo quien supo comprender en seguida el valor concreto de la primera obra de Rameau en la evolución del teatro musical francés.

El viejo Campra no vaciló en declarar que en Hipólito y Arida había tanta música que se podían hacer con ella lo menos diez ópe­ras; y, en efecto, por las cualidades in­trínsecas de la substancia musical, Rameau pudo ser considerado como innovador en el campo teatral: él no aportaba ninguna modificación sensible a la estética del dra­ma lullista, ni a la forma de la ópera- danza de Campra y de Destouches; pero imponía en el teatro, con su admirable sen­sibilidad y ciencia armónica, con su maes­tría en asociar y fundir las líneas vocales y las instrumentales, con su capacidad de crear en las arias de forma fija, páginas perfectas, su dominadora personalidad de músico.

L. Córtese

*   Tomasso Traetta (1727-1779) compuso una ópera Ippolito e Arida (Roma, 1759), y otra del mismo título fue escrita por Rudvet Lumsteey (1760-1802).