Tragedia de Eurípides (480-406 a. de C.), representada en 428. Fue conocida con el título de Hipólito coronado motivado por una corona que el protagonista llevaba en escena, para ofrecerla a Artemisa, en su primera aparición, y así se distinguía de otra tragedia euripidiana anterior, hoy perdida, el Hipólito velado de igual argumento.
En la intención más explícita del poema, el argumento del drama es, como el título indica, la suerte de Hipólito (v.), el joven hijo de Teseo (v.) y de la Amazona, que, despreciando a Afrodita (v.) y al amor, dedicado a una ruda vida de caza y devoto de Artemisa (v.), es castigado por aquella diosa. La diosa misma, en el prólogo, insinúa cómo se cumplirá su venganza. Ha encendido en Fedra (v.), hija de Minos (v.) y ahora esposa de Teseo, un terrible amor por su hijastro. La diosa hará que Teseo se entere del asunto, y maldiga a su hijo, que a causa de esta maldición encontrará la muerte. Pero si Hipólito es, en la acción, el protagonista, psicológicamente el interés más profundo del poeta se concentra en Fedra, víctima también, y más digna de compasión, de Afrodita. Después del monólogo inicial de la diosa, aparece en escena Hipólito con un grupo de compañeros, que vuelven de caza. Viene a honrar la imagen de Artemisa, su diosa, con una corona de flores. Sólo quiere seguir a Artemisa y rechaza el consejo de un esclavo suyo de que honre también a Afrodita, cuyo templo está cerca. Y con palabras casi desdeñosas para la diosa del amor, se aleja.
Sale el coro compuesto por mujeres de Trezena (donde se sitúa la acción). Éstas han sabido que su reina Fedra está afligida de un misterioso mal, y, postrada desde hace tres días en su lecho, no prueba alimento ninguno. El coro ruega a Artemisa por ella; pero he aquí que del palacio sale la propia Fedra, sostenida por sus siervas y acompañada por una vieja nodriza, que está apenada por ella y quisiera por lo menos saber la razón de su mal. Pero Fedra delira y no responde a las preguntas, ni parece experimentar consuelo alguno. En su delirio, la infeliz sueña en el refrigerio de aguas frescas y prados; quisiera salir de caza por montes y bosques e invoca a Artemisa, la diosa de los lugares agrestes y de las fieras, la diosa de Hipólito. Vuelta en sí, a las preguntas ansiosas de la nodriza que la exhorta a hablar para salvarse y en bien de sus hijos, se niega primero a contestar, pero luego, cediendo poco a poco a las instancias de la anciana, pero más aún a su tormento, se deja arrancar la confesión de que ama, y por fin, venciendo la última resistencia de su voluntad y creyendo equivocadamente que su secreto ha sido descubierto por otros más que revelado por ella misma, declara el objeto de su amor: Hipólito. Gritos de espanto y de deprecación de la nodriza y el coro acogen su confesión. Calmada ya, Fedra afirma que conoce bien la vergüenza de su amor, pero que está resuelta a no dejarse vencer por él, y puesto que no sabe resistir a su amor y destruirlo, morirá para dejar honrada su casa y sus hijos. Pero la nodriza, que la quiere y no puede pensar en su muerte, ha ido poco a poco cambiando de parecer, mientras Fedra hablaba. Lo que atormenta a Fedra es el amor, que hace sufrir a hombres y dioses y es principio de toda vida. Sólo hay que evitar el deshonor y esto se logrará con el secreto.
Fedra rechaza las tentaciones de la nodriza y se ratifica en su primer propósito de conservar la honestidad y su decisión de morir. Pero cuando la vieja le dice que tiene un filtro que sin daño ni vergüenza la curará de su mal, y le ruega que la deje hacer, Fedra acaba consintiendo. ¿Ha comprendido Fedra que el remedio de que habla la nodriza es, en realidad, el intento de hablar a Hipólito? Seguramente que sí; tanto es así que después que la nodriza le ha hablado del filtro, dice: «temo que digas algo al hijo de Teseo», y se resigna a no preguntar nada más cuando la vieja, sin negárselo, le dice: «déjame hacer». Pero, vencida por su pasión y la insistencia afectuosa de quien la quiere, rehúye la visión clara de la realidad que hasta aquí ha buscado, y se conforma, inconsciente y débil simuladora, con una hábil palabra que salva, formalmente, su inocencia. La nodriza entra en el palacio para hablar a Hipólito: Fedra, que permanece a la escucha, oye los gritos de horror del joven y comprende en seguida que su secreto ha sido revelado en vano. Ahora el deshonor ha venido a sumarse a la muerte, que era su destino inevitable y que ella deseaba ya. Entra Hipólito furioso de fanática indignación, por la abominación que sus oídos han tenido que escuchar. Le sigue la nodriza, suplicándole que se calle y recordándole que ha jurado, antes de que ella hablara, no decir nada de lo que oyere. Hipólito reniega primero de su juramento, pero después de una larga imprecación contra todas las mujeres y contra Fedra (pasaje celebérrimo, pero muy poco poético), afirma que respetará la palabra dada y se callará frente a su padre Teseo, cuando éste, entonces ausente, esté de regreso.
La vergüenza y la desesperación de Fedra se desahogan ahora en vituperios contra sí misma y, más violentos todavía, contra la nodriza, que, dice — y formalmente es verdad —, la ha desobedecido. Un solo remedio podrá — piensa erróneamente — salvar su honor: la muerte. Pero antes de morir quiere castigar a Hipólito, para que no se enorgullezca de su desdicha. Después de un triste canto del coro se sabe que el destino de Fedra se ha cumplido. La nodriza anuncia, desesperada, que Fedra se ha dado la muerte ahorcándose. En este mismo momento llega de su viaje Teseo. Informado., llora su desventura, se acerca al cadáver de su esposa, que ha sido conducido hasta él, y encuentra sobre ella una carta. Ésta contiene la calumniosa acusación de que Hipólito ha osado tocar a la esposa de su padre y que ella muere de vergüenza y desesperación. En el mismo instante, Te- seo pide a Poseidón (que le ha prometido satisfacer tres deseos suyos) que Hipólito no vea el fin de aquel día. Cuando el joven se presenta y le saluda con afecto, Teseo lo acusa de desvergonzada hipocresía y le echa en cara el deshonor y la muerte de su madrastra. Hipólito se disculpa en vano, jurando su inocencia y recordando a su padre cuán lejos está de todo pensamiento de amor, pero no traiciona — a pesar de que con ello se salvaría — el juramento dado a la nodriza. Teseo, que en la aparente castidad de Hipólito ve una razón más para juzgarlo culpable, lo arroja de casa y le manda que salga inmediatamente de la ciudad. Un esclavo de Hipólito llega poco después a contar cómo Poseidón ha escuchado la maldición de Teseo. Es un relato maravilloso y conocidísimo, lleno del sentido vivo del prodigio.
Mientras Hipólito iba en su carro, siguiendo la orilla del mar; de una ola inmensa que de improviso se ha levantado, ha salido un toro de monstruoso tamaño y ferocidad. Los caballos, asustados, en su carrera desenfrenada han derribado del carro al joven, y las ruedas le han pasado por encima. Ahora le llevan, moribundo, ante su padre. Pero la diosa Artemisa quiere que por lo menos el muchacho no muera calumniado. Aparece y revela a Teseo toda la verdad. También ella está dolorida por haber permitido la ruina de su devoto, que le ha sido impuesta por una voluntad más fuerte que la suya. Cuando Hipólito es llevado ante su padre, herido y sangrante su bello cuerpo juvenil, delirante por la visión demasiado vivida de la desdicha que lo ha arrastrado, la diosa lo consuela: «Cipris sola — le dice — es la causa de todo». Todos son víctimas de ella: Fedra, Hipólito, Teseo; es el poeta mismo quien habla en este momento supremo de Hipólito. Con palabras de consuelo para todos se aleja la diosa, e Hipólito expira en los brazos de Teseo, reconciliado con él. Sin duda, esta tragedia, algo desigual y que ha sido muy diversamente entendida y juzgada, es una de las obras maestras de Eurípides y, hay que reconocerlo, de la poesía y del teatro de todos los tiempos. Si es verdad, como dice la tradición, que Eurípides rehízo con ella su tragedia precedente, Hipólito velado, en la que la misma Fedra revelaba su amor a Hipólito (y él, parece, se cubría el rostro por vergüenza, de ahí el título de la obra), y si la refundió para eliminar la osadía demasiado cruda e insólita en su época de semejante confesión, hay que decir que los poetas verdaderos pueden sacar partido de todo, incluso de los escrúpulos de conveniencia y moralidad; porque más sutilmente insidiosa se revela la fuerza de la pasión en esta alma que se resiste a ella, y que sólo cede, cansada y bajo la presión de afectuosos consuelos, por pocos instantes y en actos que parecen inocentes.
Las escenas de Fedra y la nodriza forman así, por su verdad psicológica transformada en poesía, un conjunto único. Más discutible y discutida es la actitud de Fedra después de la revelación, y su calumnia. Pero sea cual fuere la solución de estas dudas, el carácter de Fedra queda como una de las más típicas creaciones de Eurípides: frente a ella, Hipólito no aparece como un verdadero carácter, ni debe serlo. Para el poeta es más bien el instrumento principal de la desventura de Fedra, producida por la pasión. Pero también él es víctima; más aún, tanto en el mito como en las versiones posteriores, es la primera víctima. Y el poeta, que creía en los dioses únicamente como símbolo del misterioso destino de la infelicidad humana, expresó, al crear estas dos figuras de víctimas, su sentido trágico de la vida, con una profundidad y una «necesidad» pocas veces logradas [Trad. de Eduardo Mier y Barbery en Obras dramáticas, tomo I (Madrid, 1909)].
A. Setti
* El mismo título, Hipólito [Hyppolite] dió Robert Garnier (1544-1590) a una tragedia suya aparecida en 1573. Garnier calca casi literalmente la Fedra (v.) de Séneca. La crítica considera, sin embargo, esta tragedia como superior a la anterior del mismo autor, Por cié (1568), y a la siguiente Cornélie (1574). Realmente, por lo menos en la figura de Fedra, hay profundidad en el dibujo psicológico del personaje, que está bien caracterizado en su lucha interior contra el irresistible surgir de su pasión. En conjunto, sin embargo, la obra es floja, muy por debajo, por ejemplo, de las últimas tragedias: Bradamante (v.) y Las Hebreas (v.), únicas que se sostienen en la producción teatral. D. Zerboni
* Del Hipólito de Eurípides derivan las diversas tragedias tituladas Fedra (v.) y Fedra e Hipólito (v.), que enriquecen las distintas literaturas.