[Festegesänge]. Diez poemas escritos entre 1827 y 1835, casi todos en metros pindáricos y sobre molde pindárico también. August von Platen Hallermünde (1796-1835), su autor, dijo muchas veces que estos himnos, de los que sólo tres se imprimieron en vida, eran «lo mejor de su producción». Tras la muerte del poeta, el filósofo Schelling, su madre y sus amigos se preocuparon activamente de que se publicasen: pero el editor Cotta se desentendió del asunto, por lo que no vieron la luz hasta la publicación (en 1839) de las obras completas. Godecke, que cuidó esta primera edición, definió bastante bien sus méritos y sus fallos, diciendo que se inspiran en Pindaro; pero Pindaro, que creó sus himnos para exaltar, estando ellos presentes, a los vencedores de los juegos olímpicos, no podía alabarles demasiado y debía, por tanto, referirse a las genealogías, a los mitos antiguos.
En Platen no existe esta necesidad, por lo que la exposición de la historia del personaje resulta más bien fría. Por otra parte, los poemas del tebano estaban destinados a ser cantados en coro, y estructurados en estrofa, antiestrofa y épodo, y de aquí nacía su unidad. En Platen, no ocurre esto, y en lugar del ardor religioso del tebano, arraigado en un profundo sentido ético de la raza, encontramos a menudo algo fatigoso y forzado, sin contar con que el metro, dificilísimo y complicado, impone al período atormentadas contorsiones y resulta obscuro. Lo mejor de todos estos himnos son las visiones de la Italia que Platen amó y en la que vivió y murió: el Circeo, que se yergue en la campiña pantanosa (III); Taormina, con el mar y el Etna al fondo de su teatro (I); los campos inundados de sol donde Proserpina fue raptada por el violento dios (X); la bahía donde nació Venus (III). También ciertas evocaciones históricas perseguidas a través de los siglos tienen fuerza y grandiosidad. Con trazos rápidos (II y IV), son evocados los reyes longobardos, desde el feroz Alboino hasta Atauri, que planta su lanza en la columna que surge del mar calabrés, desde Rosmunda, pagana e inexorable, a Teodolinda, la cristiana que perdona.
El himno a la muerte de Francisco I (VI), le da ocasión para un recorrido a través de la historia de Austria, en el que desfilan las figuras de Rodolfo de Habsburgo, de Catalina de Rusia, de Napoleón; y Leipzig y Waterloo crean en torno al pálido césar de los carbonarios y de Mis prisiones (v.) una inmerecida apoteosis. El Himno a Sicilia (X), sin duda el más cálido y espontáneo, asocia a la visión de los normandos conquistadores la de la gran catedral de Palermo, donde duerme el emperador Federico II. Pero en el centro de todos los himnos aparece siempre él, Pla- ten, con la embriaguez de sí mismo y de su elevada misión poética, que le coloca, junto al héroe y al hombre de Estado, a la cabeza de la humanidad que avanza, trágica pero incesantemente, hacia sus destinos.
B. Allason