Drama en cinco actos del dramaturgo alemán Frank Wedekind (1864- 1918), estrenado en 1904. La trama está fundada, como casi siempre ocurre con las obras de este autor, en el problema sexual, que a principios de siglo había pasado a primer término. Wedekind suele retratar figuras — hombres y mujeres — que van hacia un destino trágico, no con la conciencia de los antiguos héroes, sino como arrastrados por un primitivo impulso irresistible. El protagonista, Hetmann, se presenta al principio como «secretario de la sociedad internacional para la procreación de hombres de raza», para desarrollar luego una «teoría sobre la belleza», que provoca las más extrañas reacciones. Hetmann proclama, haciéndose involuntariamente portavoz de los principios decadentes, que mientras antes se fijaba la atención en el «bienestar», ahora hay que ponerla sobre la «belleza».
Y combate en la mujer tres formas de barbarie: la prostitución, la soltería y la virginidad. Con estos principios cree que se podrá formar una nueva sociedad «más alta». Wedekind quiere presentarnos a este teorizador como un profeta no escuchado, que fatalmente debe precipitarse a la muerte. En efecto, pasa de desilusión en desilusión: la primera vez lo encarcelan en el preciso momento en que espera entusiasmar a un congreso internacional. La segunda vez, traicionado por sus mismos maestros, mientras está arengando a la multitud lo toman por loco y lo encierran en un manicomio. La tercera vez, por fin, un director de circo le propone que se aliste como payaso, y ante esta última afrenta del destino, Hetmann se ahorca. Hidalla es el título de la obra que escribe en la cárcel y que desarrolla el tema de la belleza como moral. Pero al lado de este ser tan poco humano, Wedekind reúne a todo un mundo de figuras menores, en el que, juntamente con la figura humana y viva de una mujer que intenta hacerle volver a la realidad, se encuentran otros numerosos personajes dibujados con un violento sarcasmo. Y con un último rasgo sarcástico, que pretende ser terriblemente trágico, el drama se termina: «Un malvado vivo es más soportable… que el mayor profeta muerto».
R. Paoli