[Hermann und Dorothea]. Poema idílico de Wolfgang Goethe (1749-1832), compuesto entre 1796 y 1797, publicado el mismo año en Berlín por el editor Vieweg, con unos honorarios de seis mil táleros de oro, lo cual en aquel tiempo conmovió a toda la alemania literaria. Fue siempre una de las obras predilectas del poeta, que todavía en 1825 se conmovía como se había conmovido en septiembre de 1796, cuando leyó por primera vez el cuarto canto a Schiller «entre lágrimas, sintiéndose fundir sobre los propios carbones».
El fondo de la trama lo constituye la Revolución francesa — «que hizo latir más libres los corazones / cuando se oyó hablar de los derechos del hombre que a todos nos son comunes» —; pero en primer plano está el sufrimiento humano que el desarrollo de la Revolución provocó, y está el amor humano, «la palpitación del corazón» que representa para Goethe un valor mayor que las mayores «contingencias de la historia». La acción — que transporta a 1795 un episodio real ocurrido en Altmichl en 1732, durante la emigración forzosa de los protestantes de Salzburgo — se desarrolla en un país fronterizo donde las poblaciones alemanas que viven más allá del reino se unen alocadas, huyendo ante las tropas revolucionarias francesas que les pisan los talones. Entre la multitud de evacuados figura una muchacha, Dorothea, que «camina con paso firme junto a una sólida carreta tirada por dos bueyes poderosos»; y se enamora de ella, con «súbita llama que le arderá para siempre en el corazón», Hermann, el «fogoso y bien plantado hijo del rico propietario de la posada. El León de Oro».
Y la descripción de su primer encuentro, de su idilio y, por fin, del noviazgo que corona la victoria de sus corazones fieles sobre todas las adversidades y dificultades externas, constituye la trama del poema. Tiene nueve cantos, a cada uno de los cuales el poeta le ha asignado como «subtítulo» el nombre de una de las nueve Musas. El primero — consagrado a Calíope, musa de la poesía épica — es un delicioso cuadro de vida provinciana, con la atmósfera de paz que reina habitualmente y con la descripción «miniada» del estado de excitación en que de pronto se sume la población al paso del interminable cortejo de los pobres evacuados que, a la salida del pueblo, avanzan pisándose los talones, unos detrás de otros, desordenadamente, con carros y enseres, a través del campo, de colina en colina, a lo largo del camino real.
El segundo canto — dedicado a Terpsícore — representa a Hermann que, tras haber puesto, en un arranque enamorado, a los pies de la bella Dorothea todos los donativos y socorros que había de distribuir, vuelve con aspecto eufórico y con los ojos brillantes; pero el padre le habla, en cambio, de las hijas casaderas del rico vecino, el mercader que tiene palacio y tienda frente al «León de Oro», en la misma plaza del Mercado; y también la madre, aunque se enternece con el recuerdo de sus «bodas de amor», ocurridas en tiempos igualmente tristes, tras un terrible incendio, no oculta sus simpatías por una de ellas al menos, la graciosa Minchen; de modo que al pobre Hermann, después de haber intentado en vano reaccionar u oponerse, no le queda más remedio que marcharse silenciosamente, mientras el padre, airado, grita a sus espaldas: «¡Sí! ¡Vete! ¡Te conozco, testarudo!» El tercer canto — puesto bajo la protección de Talía — tiene solamente 110 versos, que sirven para que se desvanezca un tanto la cólera del padre, en un diálogo con el boticario, que, por su parte, está también disgustado; sobre todo, porque, debido al gran encarecimiento de la vida, ¡ni siquiera puede permitirse mandar dorar el ángel de la enseña de la farmacia! Pero, entre tanto, la madre se ha alejado, preocupada por aquel hijo tan huraño e impetuoso; y el cuarto canto — que se adorna con el dulce nombre de la musa de la música, Euterpe — la describe mientras anda buscándolo, primero en el jardín, bajo el emparrado de madreselva, y luego, saliendo por el portillo que ha quedado abierto, en la viña, de jardín en jardín, de hilera en hilera, por la colina, hasta allá arriba sobre la cumbre; helo aquí: su corazón de madre no la había engañado, pues allí lo encuentra, bajo el peral añoso, sentado sobre un rústico banco, con la mirada perdida a lo lejos más allá de los montes y con lágrimas en los ojos: le atormenta — dice — el pensamiento de la gran miseria que con sus ojos ha visto, de la grave amenaza que pesa sobre la patria: también él quiere marchar, tomar las armas, combatir; pero la madre ha comprendido: «esa muchacha es la fugitiva que tú has escogido».
El quinto y sexto cantos — bajo el patrocinio de Polimnia y de Clío — están destinados a la obra de persuasión que la madre, el pastor y el boticario desarrollan para que el padre consienta en las bodas; el pastor .y el boticario, para vencer todas las resistencias, incluso se personan entre los prófugos en busca de informes; pero en cuanto han oído de boca del juez el elogio del valor de Dorothea, y en cuanto la han visto — «alta de estatura, con el rostro ovalado y las trenzas ordenadas y anudadas en torno a los zarcillos de plata, con el seno colmado, estrechamente ceñido por el negro justillo alsaciano y con los finos tobillos que asoman por debajo de la falda azul» — no pueden dejar de aprobar la elección— «¡Magnífica muchacha!» [«Herrliches Mädchen!»]. Con los cantos séptimo y octavo— bajo los auspicios de la suavísima Erato y de la severa Melpòmene — el poema alcanza su más intenso y delicado lirismo. En el séptimo está la célebre escena de amor junto a la fuente, cuando Dorothea se dirige a buscar agua y Hermann se sienta a su lado en el poyo, y ambos, al sumergir los cántaros en la fuente, contemplan reflejados sus rostros que «amigablemente se saludan» y, luego de haber hablado parcamente, vuelven a lanzar una mirada fugitiva a la fuente, mientras «un dulce deseo les vence». En el octavo canto está la no menos célebre escena de amor, cuando Dorothea se ha despedido de sus compañeros de desgracia, para seguir a Hermann hacia su casa; y Hermann, mientras juntos recorren el camino «entre las altas mieses ondulantes», le habla de su padre y de su madre y fatalmente la conduce bajo el «añoso peral», testimonio ya de tantas lágrimas nostálgicas.
Y allí ambos se sientan y contemplan ante sus ojos la ciudad, y la casa, el jardín y la finca, y entretanto el sol se ha puesto y ha surgido la noche, y entonces ambos empiezan a descender juntos por la viña, a la luz de la luna, de gradería en gradería, y Donothea, de repente, pone el pie en falso y está a punto de caer, pero Hermann la ayuda en seguida, y ella se apoya ligeramente sobre su hombro, y así se encuentran próximos — «pecho contra pecho, mejilla contra mejilla» — y él «no la oprime más fuertemente contra sí» y se domina, pero sin embargo «siente sobre él el dulce peso» y siente «el bálsamo del aliento y el calor del corazón». Sólo falta la «declaración oficial»; y a ella está reservado — con el favor de Urania, última y suprema de las nueve musas — el noveno canto : ambos jóvenes llegan; el padre — bonachón y ruidoso — provoca con sus palabras de saludo una pequeña tormenta; pero todo se aclara: Hermann «se explica», Dorothea «se rinde», y confiesa que en su interior, en su corazón, ya se había rendido desde el primer momento; el padre oculta unas lágrimas; le madre no las disimula; el párroco cambia entre ambos jóvenes los anillos de esponsales. Todo es sencillo, patriarcal y solemne.
Los personajes, pese a sus debilidades y aun con sus pequeñas manías, son gentes francas, directas, todas de una pieza. En medio de una sociedad que parece vacilar hasta sus cimientos, el poema presenta un grupo de hombres que se mueven, en cambio, todos ellos, dentro de un orden que es eterno porque apela a sentimientos que — en su sencillez — son eternos, inmutables. Es la poesía de la vida como naturaleza, seguridad operante dentro de la armonía de sus leyes, inocencia de los sentidos, pureza primordial y potencia de los sentimientos. Y leyéndola hoy, ¡cuán lejana en el tiempo puede parecer! Incluso desde el punto de vista formal hay algo que acentúa dicha lejanía; cuando Goethe compuso su poema, estaba demasiado empeñado con Schiller en discusiones teóricas sobre el arte, para que la inspiración pudiese salvarse siempre de los peligros propios de toda «estética aplicada»; y efectivamente, en la soldadura entre la materia realista burguesa y el tono heroico, ya homérico, ya bíblico, de la poesía, se encuentran, aquí y allá, alguna insistencia innecesaria, más de una estilización que sabe a rebuscada. Pero sólo se trata de detalles sueltos. Son los pequeños tributos pagados por el poeta a las tendencias estéticas que él mismo imprimiera a su época. Y más que molestar, parecen añadir algo parecido a una gracia un tanto «demodée» a la poesía, que casi en todas partes es rica y viva: como si precisamente la pátina del tiempo añadiese nueva y aún más sugestiva belleza a un edificio antiguo. [Trad. española de J. M. Ballester (Barcelona, 1905); de L. Fernández Ardavín (Madrid, 1919); de A. Gallart (Barcelona, 1941), y de R. Cansinos Assens (Madrid, 1948)].
G. Gabetti
En Hermann und Dorothea no hay que buscar el Goethe grande, aunque sea sin duda un grande que se divierte con lo pequeño y minucioso y se manifiesta grande incluso en esta diversión (B. Croce)
Semejante profusión de lenguaje homérico aplicada a relaciones tan sencillas es ridícula. (Doudan)