Libro del «Nuevo Testamento» (v. Biblia) atribuido al evangelista San Lucas, autor- del tercer Evangelio (v.) y algo posterior a él. Fue escrito con toda probabilidad en Roma, como lo atestigua San Jerónimo, en lengua griega, entre el 58 y el 64 d. de C.
Este libro aparece con títulos diversos en los manuscritos y por parte de los escritores eclesiásticos. San Juan Crisòstomo es el primero que atribuye al autor la indicación frontal de Hechos de los Apóstoles; según parece, San Lucas debió titular sus recuerdos «Segundo escrito», puesto que en sus primeras líneas alude a un «primer escrito». Jesús ha subido al cielo y los Apóstoles están solos, profundamente impresionados por el vacío que ha dejado en sus almas la partida del Maestro. Han transcurrido ya diez días desde el momento de la dolorosa separación, y la ayuda prometida no se ha manifestado aún. Pero la palabra de Dios no se desmiente: he aquí que desciende sobre el pequeño y débil grupo el Espíritu Santo para revelar las lenguas de los pueblos, para iluminar las inteligencias, reanimar los corazones y dar vigor a las palabras de Cristo: «Estaré con vosotros hasta el fin del mundo»; y he aquí a aquellos míseros, transformados en poderosos conquistadores; helos aquí anunciando también ellos, como su Maestro, la buena nueva. Los primeros fastos de aquel grande acontecimiento están contenidos en este libro, el quinto y último libro histórico del «Nuevo Testamento». Su autor no escribió nunca su propio nombre, pero desde el primer párrafo se da a conocer como evangelista. Es un discípulo y compañero de San Pablo (XVI, 10; XX, 5-15; XXI, 1-18; XXVII, 1; XXVIII, 16). La tradición lo identifica; ya en tiempos de San Ireneo (202) se atribuye la totalidad del libro a San Lucas; su estudio crítico demuestra resueltamente que este escrito pertenece al evangelista, y su unidad de composición, caracterizada por la misma doctrina, indica firmemente que el autor de los Hechos es uno solo.
Cierto que San Lucas no fue testigo de todos los hechos referidos por él: nacido en Antioquía y fiel discípulo de San Pablo, estaba al corriente de cuanto concernía a la comunidad cristiana de aquella ciudad. La vida de San Pablo, además, con su conversión, con sus viajes, con sus persecuciones, con sus conquistas, pudo conocerla por boca del gran Apóstol; por boca de San Pedro o de Santiago o de los ancianos, junto con los cuales se detuvo en Jerusalén con San Pablo y hasta de San Marcos, con el cual vivió en Roma, durante la prisión de San Pablo, pudo saber las noticias relativas a los primeros tiempos de la Iglesia de Jerusalén y a lo que los apóstoles obraron allí. Los Hechos se pueden dividir en tres partes distintas; en la primera parte, constituida por los siete primeros capítulos, se habla de la Ascensión, del descendimiento del Espíritu Santo, de la vocación de San Matías al puesto de Judas, de la predicación de San Pedro y de sus milagros, y de la unión de los primeros cristianos: se alude además a las primeras oposiciones de la Sinagoga, a las persecuciones, y al primer mártir, San Esteban. En la segunda y tercera partes se resume la vida de la primera gran familia cristiana que se ama, que comparte sus bienes, y pone en práctica la humildad, la dulzura, la paciencia, y los gozos en las pruebas; y se recuerda también el trabajo infatigable de los Apóstoles, los cuales, terminada la predicación en Judea, se reparten por el mundo. Particular relieve adquiere la obra de Pablo, que fue verdaderamente uno de aquellos espíritus agitadores y audaces, nacidos para cambiar la faz del mundo. Santiago se queda en Judea, es venerado como santo, muere como mártir.
El autor de los Hechos no habla de las gestas de todos los apóstoles, como parece indicar el título, sino que se ocupa, casi exclusivamente, de San Pablo, cuya vida agitada e inquieta refiere difusamente, y de San Pedro, amado y venerado como Vicario del Divino Maestro, con una referencia a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor, sin darnos una historia completa de ninguno de ellos. Aunque dedicado a Teófilo, el libro va dirigido a los cristianos de Roma y de Italia, a los mismos para los cuales había sido escrito el tercer Evangelio. La influencia de San Pablo es evidente en él por su discreción en no decir nada ofensivo contra los gentiles, por su respeto para las ceremonias judaicas, y por su insistencia en destacar la necesidad de renunciar a los bienes terrenos. Estilísticamente, los Hechos superan al Evangelio. La pureza de su lengua sorprende, especialmente a quien lee el discurso de San Pablo en Atenas. Los hebraísmos que aquí y allá se encuentran no perjudican a este hálito griego lleno de belleza y de gracia. Son singulares la sencillez estilística de este libro y su naturalidad, que le da facilidad de expresión y claridad de exposición. San Lucas procede siempre con llaneza, con regularidad y, al mismo tiempo, sin monotonía, porque tiene una vivacidad y un movimiento llenos de hechizo y de interés. Sobresalió en el arte de reproducir exactamente el carácter de los personajes a quienes hace hablar, y da claro relieve y colorido a las escenas. «Todos los orígenes y toda la elocuencia del Cristianismo — dice Lacordaire — se hallan en aquellas breves páginas, en las cuales San Pablo, que en realidad nunca había visto a Jesús, se alza junto a San Lucas, ya inseparable de él para siempre, menos grande en autoridad, más espléndido en la palabra, iguales ambos en tres cosas: en el amor, en el suplicio y en la tumba».
En estos Hechos, observa después Ferrero, entre esos dos hombres se desarrollan todas las espléndidas escenas de la antigüedad cristiana. Se conservan de este libro dos redacciones griegas, ambas aceptadas por la Iglesia Católica. Ésta no ha definido todavía si tal o cual versículo de la versión más larga — occidental — no pueda ser tenido por una glosa, una adición o una modificación del texto primitivo. El cotejo de algunos versículos (XV, 28 y sig. y XV, 19- 21), hace suponer que la redacción oriental es la primitiva.
G. Boson