[Harold en Italie). Sinfonía en cuatro partes con solos de viola, op. 16, de Héctor Berlioz (1803-1869). Anunciado por el autor en la «Gazette musicale» del 26 de enero de 1834, como solicitado especialmente por Paganini, este poema sinfónico había surgido en su origen con el título de últimos instantes de María Stuardo. Luego la participación de Paganini desapareció y el nuevo asunto byroniano (v. Peregrinación de Childe-Harold) despertó los recuerdos del Berlioz «prix de Rome». El estreno tuvo lugar en París en el mismo 1834. A diferencia de la Sinfonía fantástica (v.), esta pieza no constituye una verdadera narración continuada, sino que se limita a ofrecer varios apuntes descriptivos para los cuatro tiempos de la sinfonía, en la cual la viola solista con su timbre patético representa al romántico Harold (v.), personalidad melancólica y soñadora ante la cual pasan los dispares cuadros de vida que compone la orquesta. Un tema de la viola solista se repite en los cuatro tiempos y trata de asegurar, con sólo el artificio externo, la unidad de la obra.
El primer tiempo («Harold en la montaña. Escenas de melancolía, de felicidad, de alegría»), consta de un «Adagio» introductivo y de un «Allegro» de sonata. El «Adagio», aunque provenga enteramente, como el segundo tema del «Allegro», de la obertura del Rob-Roy (1833), es la pieza que mejor responde a! personaje byroniano, sumido en la apasionada contemplación de los montes, de la solemne y misteriosa naturaleza. El «Allegro» es una expresión de alegría vivísima, casi rossiniana; la extraordinaria maestría de la escritura orquestal difunde sus beneficios sobre todos los demás elementos, aportando claridad a la estructura formal, a la armonía y al contrapunto. Con la segunda parte, «Allegretto» («Marcha de los peregrinos»), empieza el declive hacia lo «pintoresco». Una bella frase de coral, de la cuerda, es seguida por una especie de letanía del viento; a mitad de la composición, asciende del pianísimo hacia el fortísimo, luego declina de nuevo imperceptiblemente y desaparece. El pío cortejo avanza, se aproxima al meditativo Harold, luego se aleja y desaparece. En la asidua busca de la novedad, en el esfuerzo de captar la vida en este «género instrumental expresivo», le sucedía a Berlioz lo mismo que al contemporáneo pintor Delacroix, que estaba inclinado, en los grandes cuadros históricos, a repetir en la retórica de los «gestos» teatrales las intuiciones verdaderamente pictóricas de sus bocetos menores.
También el tercer tiempo es un «efecto», «Allegro assai-Allegretto» («Serenata de un montañés de los Abruzos a su amada»): fresco ritornello popular sobre un característico acompañamiento que imita el sonido de pífanos y cornamusas. El último tiempo, «Allegro frenético» («Orgía de los bandoleros»), empieza por una recapitulación de las escenas precedentes imitada claramente de la Novena sinfonía (v.) de Beethoven, pero no justificada, como allí, por intrínsecas necesidades orgánicas. Luego, Berlioz desencadena todos los recursos de su prodigiosa orquesta y se entrega a una orgía de sonoridades insólitas en aquellos tiempos, de cromatismos, de choques de acordes y de ritmos. La viola de Harold es la única que flota e inserta una de sus meditaciones hacia el final, cuando la orgía calla inesperadamente y se distinguen, lejanos, los acentos de los peregrinos. Pero pronto la indómita alegría de los bandoleros reaparece y fluye torrencial hasta el final de la sinfonía.
M. Mila