Grandeza y Decadencia de Roma, Guglielmo Ferrero

[Grandezza e decadenza di Roma]. Es la obra principal de Guglielmo Ferrero (1871- 1942), publicada en Milán del 1901 al 1907, en cinco volúmenes: I, La conquista del Imperio (hasta el 58 a. de C.); II, Julio César (58-44 a. de C.); III, De César a Augusto (44-27 a. de C.); IV, La república de Augusto; V, El gran Imperio.

El impulso principal para la expansión romana, no provino tanto de la aristocracia territorial como de los nuevos elementos cosmopolitas y demagógicos, con una considerable con­tribución de las finanzas. Poco a poco Ita­lia se transformó, de una aristocracia agrí­cola y guerrera, en una democracia bur­guesa y mercantil, en la que la mayor par­te de los ciudadanos se desentendía de los problemas públicos. Así, los cargos oficiales cayeron en manos de politicastros y dema­gogos. El mayor de ellos fue César. Éste concibió primeramente la conquista de las Galias tan sólo como una maniobra elec­toral. Emprendió la guerra civil a disgusto y la condujo con gran moderación. Su ad­versario, Pompeyo, era un hombre de in­genio flexible, pero carente de pasiones in­tensas y sin la actividad y rapidez de con­cepción de César. Sólo después de la vic­toria, César se hizo irascible y arrogante, amante de las empresas grandiosas y con tendencia a las formas monárquicas de Oriente. La conjura que lo eliminó repre­senta «la república latina y conservadora de los ricos, contra la monarquía asiática y revolucionaria de los harapientos». Augusto sólo en apariencia fue el continuador de César; más bien llevó a la práctica las ideas de Cicerón, y se propuso restaurar la república.

El verdadero heredero de César fué en realidad Marco Antonio, quien con­tinuó la tendencia orientalizante, y sucum­bió ante su adversario por lo contradictorio de su política, egipcia de hecho y romana en apariencia. Augusto, más inteligente que hombre de voluntad, no era un soldado; era un calculador frío y medroso. La causa principal de su éxito fue el temor que le inspiraban los catastróficos destinos de Pompeyó, de César y de Marco Antonio. Pre­firió retirarse a la penumbra, y desde ella ejercer un gobierno flexible. La tendencia restauradora de sus tiempos es profunda­mente contradictoria: Italia comprendía la necesidad de preservar el antiguo culto del deber, para conservar el imperio; pero que­ría conservarlo para gozar. La sencillez de la vida de los antiguos romanos degenera en egoísmo y falta de interés por la po­lítica. El representante de esta contradicción es Horacio. El gobierno de Augusto, aunque débil, fue, sin embargo, beneficioso: con él se inició la prosperidad material, funda­da en el libre cambio, que llevó a la uni­dad del imperio. Dos fueron los aspectos vi­tales de su política: la tendencia republi­cana, que garantizó la indivisibilidad del imperio, y la política filogálica, que con­virtió a las Galias en el contrapeso de Orien­te y permitió que durante tres siglos man­tuviera Italia la soberanía. Ferrero, dis­cípulo de Lombroso, tiende a rebajar las grandes personalidades y a poner de ma­nifiesto los factores económicos del desen­volvimiento histórico.

Como periodista, ani­ma el relato con perspectivas y valoraciones fundadas en un indiscutible conocimiento de las fuentes, aunque menos cautas que brillantes. La obra, combatida por muchos, entre otros G. de Sanctis y B. Croce, al­canzó una difusión mundial. Su éxito be­nefició también a los tres volúmenes sobre Roma antigua, que más sumariamente com­prenden toda la historia romana y que fueron compuestos con la colaboración de C. Barbagallo. [Trad. por M. Ciges Apa­ricio (Madrid, 1908-1909)].

F. Meregalli