Diálogo de Platón (427-347 a. de C.). Pertenece al grupo de los diálogos juveniles, y la figura de Sócrates domina en él casi con la aureola de mártir predestinado de la justicia. Comúnmente se le añade el subtítulo De la retórica, pero la refutación de la retórica conduce a la delineación de un concepto ético, que constituye el núcleo más vivo del diálogo.
Participan en la discusión Gorgias, asistido por sus discípulos Polo y Calicles, y Sócrates apoyado por Querofonte, el cual, sin embargo, desempeña un papel casi de simple espectador. Interrogado por Sócrates, Gorgias define la retórica como arte de persuadir, en sentido judicial y político, sobre lo justo y lo injusto. Objeta Sócrates que el orador, si no quiere contentarse con la mera apariencia, debe penetrar en la esencia del bien y de lo justo, pues de otro modo puede darse el caso de que sostenga causas injustas. Gorgias admite que el orador debe valerse de su arte según justicia, pero por otra parte sostiene que, aunque haya oradores dispuestos a servirse de la retórica para hacer triunfar la injusticia, esto no puede constituir una acusación válida contra la retórica misma. A propósito de esta última afirmación, Sócrates destaca la contradicción fundamental del gran sofista, ya que no es lícito exculpar la retórica como arte y cargar toda la responsabilidad a los individuos que la ejercen, desde el momento que la retórica enseña a adquirir una apariencia de saber, gracias a la cual los oradores, a pesar de su incompetencia, logran a los ojos del pueblo triunfar sobre los competentes. En defensa de Gorgias interviene Polo, que amplía la cuestión observando que los oradores, gracias al arte de persuadir, alcanzan el poder como tiranos, y que, por consiguiente, oradores y tiranos, teniendo en las manos el poder, no tienen por qué preocuparse del criterio de lo justo y lo injusto: por ejemplo, Arquelao, el nuevo rey de Macedonia, es feliz a pesar de ser injusto.
Polo suscita así el problema de las relaciones entre el bien y la felicidad. Y a este propósito Sócrates plantea contra él su principio de que la injusticia es el mal del alma, y que quien comete injusticia es más infeliz, especialmente si queda impune, que quien la sufre; por tanto, si el poder fundado en la injusticia es fuente de infelicidad, no representa un verdadero bien para quien lo detenta. De esto resulta, en lo que a la retórica se refiere, que ésta debería ponerse exclusivamente al servicio del bien, denunciando las injusticias. Toma ahora la palabra Calicles, el cual, distinguiendo netamente la ley natural de las convenciones humanas, declara cosa torpe el sufrir las ofensas; por naturaleza, el más fuerte tiene derecho a satisfacer sus propias pasiones, mientras que el débil está destinado a sucumbir; por lo tanto la sabiduría socrática, que tiende a nivelar al fuerte con el débil, corrompe al primero. Es implícito que el bien del más fuerte consiste en su placer, y sobre este punto Sócrates reprende a Calicles, demostrándole que no siempre el placer es un bien. Calicles mismo se ve obligado a reconocer que algunos placeres conducen al bien, mientras otros engendran el mal: por consiguiente, concluye Sócrates, hay que renunciar a identificar el bien con el placer, y éste debe ser considerado no como fin en sí mismo, sino como medio para el logro del bien.
Como Calicles no está dispuesto a continuar la discusión, Sócrates presenta en forma conclusiva su ideal: el alma virtuosa debe ser ordenada para ser feliz, esto es, dominar sus pasiones, y si peca, debe someterse al castigo: no importa morir, a condición de no mancharse con la injusticia. Y concluye con el mito del Hades, donde las almas son juzgadas por Radamante, Eaco y Minos; las de los justos van a la isla de los Bienaventurados y las de los réprobos al Tártaro a sufrir penas más o menos duras. Sócrates quiere pertenecer a los primeros, y por lo tanto quiere vivir y morir practicando la justicia. A toda teoría inmoralista se opone aquí la severa moral del justo que mira derechamente a su fin ultraterreno, y se enuncia ya el pensamiento, que animará el Fedón (v.) de que el sabio debe ser como muerto para la vida, porque la verdadera vida empieza para él después de la muerte. El fervor de Sócrates tiene un hálito religioso que desarma a sus adversarios, demasiado terrenales para seguirle por el arduo camino de una fe que conduce al sacrificio. [Trad. de Patricio de Azcárate en Obras completas (Madrid, 1871, tomo V, y Buenos Aires, 1946, tomo II) y de Emeterio Mazorriaga en Diálogos platónicos (Madrid, 1931)].
G. Alliney