Génesis, Moisés

[Béresit]. Es el primer libro del Antiguo Testamento (v. Biblia), que narra los orígenes del mun­do, la prehistoria y la historia del pueblo hebreo hasta la muerte de Jacob (alrede­dor de 1400 a. de C.). Lo mismo que los otros cuatro libros siguientes, fue escrito por Moisés (XIII a. de C.?), el cual se valió de varias fuentes (v. Pentateuco). Dos na­rraciones paralelas hablan de la creación del mundo. Algunos autores suponen que el primer relato es un fragmento poético; des­pués de un preludio tenemos una serie de estrofas, distinguidas entre sí por medio de un estribillo: «Y fue tarde y fue mañana, día primero, segundo, etc.». He aquí el re­sumen de las estrofas:

1) Creación de la luz;

2) Creación del firmamento;

3) Crea­ción del mar, de la tierra, de su vegetación;

4) Creación de los luminares celestes;

5) Creación de los pájaros y de los animales acuáticos;

6) Creación de los animales te­rrestres y del hombre;

dos estrofas finales:

1)  El reposo divino;

2) La institución del sábado.

De este elemental relato se destacan algunas verdades esenciales:

1) El mono­teísmo: un Dios único es presentado por el relato bíblico como creador del universo;

2) La creación: antes de Dios no hay nada; Él es eterno y «en el principio», antes que toda criatura, produjo de la nada, con su sola voluntad omnipotente, todas las cosas: el cielo, la tierra, y todo lo que se encuen­tra en ella; los astros, las plantas, los ani­males, y ordenó todas las cosas de manera sapientísima;

3) La dignidad del hombre: Dios creó al hombre «a su imagen y seme­janza», es decir, un ser dotado de inteli­gencia y de voluntad que imita a Dios en la perfección que Él tiene, por manera in­finita;

4) El fin del hombre: el cual está puesto por encima de todas las demás cria­turas y es creado macho y hembra, desti­nado por lo tanto a la propagación del gé­nero humano;

5) La unidad del género hu­mano: Dios crea al hombre, no a muchos hombres, «varón y hembra los creó».

Estas verdades están expuestas en un esquema artificial. La obra divina está dividida en seis días. Los seis días pueden interpretarse como períodos, no correspondientes a los establecidos por la paleontología y la cos­mología, sino como tal eran concebidos po­pularmente en la época del autor. Los pe­ríodos científicos y los días-períodos mo­saicos tienen una cosa en común: que en ambos se procede de la creación de cosas menos perfectas a las más perfectas, si­guiendo una línea ascendente. En el segun­do relato, que se puede considerar como segunda fuente recogida por Moisés, apa­recen nuevos elementos:

1) La creación del hombre es descrita con mayor riqueza de detalles: «El Señor Dios formó al hombre de polvo del suelo, y sopló en su nariz un hálito de vida, y con esto fue el hombre un alma viviente». Lo que viene después de esta amplificación de la creación de Adán, único primer padre de la humanidad, se refiere a la localización del Paraíso Terre­nal (Edén, es decir, jardín, según su eti­mología sumeria).

2) La creación de Eva de una costilla de Adán, significando que el matrimonio y la prolificación hace de ellos una sola carne y un solo cuerpo.

 3) La orden dada a los primeros padres para pro­bar su obediencia: «De todos los árboles del paraíso podéis comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis, porque el día en que de él comiereis, ciertamente moriréis». Esta prohibición fue que­brantada, y tuvo consecuencias terribles para el género humano; pero también tuvo excelentes compensaciones en la promesa del Mesías-Redentor.

4) La desobediencia de los primeros padres, elevados primero a un orden sobrenatural y condenados a la pérdida de la gracia. El relato bíblico ex­pone extensamente esta desobediencia y su castigo, tanto el impuesto al demonio bajo la forma de serpiente, como el señalado a Eva y Adán.

5) Consecuencias de ello fue que los primeros padres fueron privados de la felicidad, en la cual no conocían la concupiscencia, y fueron condenados a la muerte del cuerpo. Otra consecuencia fue que su culpa se transmitiera como pecado original a todos sus descendientes.

6) La promesa de un Redentor futuro; se halla por primera vez en el capítulo III del Gen. 15: «Pondré perpetua enemistad entre tú (serpiente, adversario) y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la ca­beza y tú le morderás en el calcañar». Se­gún las interpretaciones constantes de los Santos Padres resulta que esta perícope es mesiánica y difícilmente se podría explicar de otra manera.

El drama de los hijos de Adán, de los cuales Caín odia a su hermano Abel porque sus holocaustos son más gra­tos a Dios, y lo mata después a traición, precede a la historia de la descendencia de Adán, por línea de Set (substituto de Abel) y depositario de las promesas mesiánicas. Antes y después del diluvio, el Génesis nos presenta un esquema de diez patriarcas. Los antediluvianos vivían diez veces más que nosotros. La genealogía de los postdiluvianos asigna a las personas de que nos habla una longevidad mucho menor, y que va decreciendo desde Sem (600 años) hasta el padre de Abraham, Térah (250 años según el texto hebreo, pero 145 según el samaritano). Extraordinaria longevidad que pue­de ser debida a la juventud de la raza hu­mana; o bien el hagiógrafo omitió nombres intermedios entre uno y otro patriarca, y dispone su serie de nombres de modo es­quemático, asignando a cada uno un núme­ro de años que, además, no conocemos con exactitud debido a que hay diversidad entre las cifras del texto masorético, el de los Setenta y el del Pentateuco samaritano.

Una disposición esquemática de diez monarcas antediluvianos se encuentra en la tradición babilónica. Tradiciones que hablan de un diluvio se pueden hallar en muchos pueblos, el primero de los cuales es el babilonio. Los griegos hablaron del Diluvio de Deucalión; los numerosos relatos de la América pre­colombina, de Australia, de la Polinesia, de la India, del Tibet y de Lituania, vivos aún hoy, aluden a un acontecimiento catastró­fico semejante. El Génesis atribuyó la razón del decreto divino de destruir a los hom­bres a la maldad de ellos y a la depravación de sus costumbres. Sólo Noé y su familia — ocho en total — y animales de todo gé­nero sobrevivieron al gran cataclismo gra­cias al arca. El diluvio parece haber ocu­rrido en los primeros tiempos o al final del período paleolítico, en una época en que la Tierra estaba habitada sólo en parte. Por lo tanto, debía de localizarse en la porción del globo habitado (diluvio antropológico completamente universal). Hasta el capí­tulo XII el Génesis resume la historia de la humanidad; de ahí en adelante, cuenta, sobre todo, aunque no exclusivamente, la historia de un pueblo, el pueblo elegido, te­niendo en cuenta su vocación de deposita­rio de las bendiciones celestes y las espe­ranzas mesiánicas. La primera formación de Israel ocurre en el círculo de una sola fami­lia, la de Abraham (Gén. 12-49). La segun­da formación de Israel, apenas rozada por la Biblia, porque no interesa a la historia de la salvación, es aquella en que el pueblo de Dios se multiplica, desde la muerte de Jacob a Moisés (Gén. y Ex. II).

El patriarca Abraham nació en Ur, ciudad de Sumeria, sede de varias dinastías sumerias, antes del año 2000; en medio de los idólatras, con­servó siempre el culto de la verdadera re­ligión. Dios le mandó que saliese de su pro­pio país y que marchase a la tierra de Canaán. Obediente al mandato divino partió con su mujer, Sara, y con Lot, su sobrino, llevando consigo criados y rebaños. Para recompensar a Abraham del sacrificio re­querido, Dios le prometió dar a sus des­cendientes el país de Canaán, hacerle padre de un pueblo numeroso y bendecir por me­dio de él y de su descendencia a todas las naciones de la tierra. La descendencia de Abraham comprende también al Mesías, el Salvador del mundo. Sobrevino una cares­tía, y Abraham pasó a Egipto, donde el favor del Faraón, que se granjeó por medio de una simulación nada encomiable, lo hizo dueño de grandes riquezas. Enriquecido de esta manera fue a habitar en Palestina, des­pués que Lot se hubo separado de él a causa de ciertas disputas. Abraham es advertido por Dios de su voluntad de destruir Sodoma y Gomorra a causa del vicio de la impureza que asolaba la ciudad. En vano Abraham intercede: el comportamiento de los sodomi­tas es demasiado nefando. Las dos ciudades desaparecieron. Abraham dió extremadas pruebas de fe y obediencia al Señor con el sacrificio de Isaac, impedido luego, y murió (a la edad de 175 años) «en buena senectud, anciano y lleno de días» (Gén. 25, 8). Des­pués de la muerte de Abraham, Dios ben­dijo a Isaac. Tuvo dos hijos: Esaú, el pri­mogénito, y Jacob.

La primogenitura era una condición de privilegio entre los des­cendientes de Abraham, tanto en el aspecto económico como en el religioso. Jacob con­sigue comprar el derecho de primogenitura, y arrebatar la bendición paterna a la cual estaba unido el derecho de primogenitura. Isaac murió a la edad de 180 años (según las inciertas cifras de las versiones bíblicas). Jacob es un creyente, pero su fe es a veces inquieta y militante. A pesar de sus pasio­nes y de su debilidad de ánimo, que llega incluso a tolerar la idolatría en su propia casa, Dios se sirve de él como de un ins­trumento ‘de su Providencia y lo bendice con promesas ya antes hechas a Abraham y a Isaac (Gén. 28, 10-15). Esta bendición y4 la profecía que Jacob hizo antes de morir sobre «el cetro de Judá», han sido siempre entendidas en sentido mesiánico por la exégesis cristiana. La historia de José figura entre las más bellas de toda la literatura humana: su finura y potencia inspiraron a poetas y narradores de todos los tiempos y países. Hijo de la vejez de Jacob y de Ra­quel, es el benjamín de su padre, y por esto le odian sus hermanos, que un día le arrojan a una cisterna. Unos mercaderes lo recogen y lo venden en Egipto; allí llega a ser el favorito de Putifar, jefe de la guar­dia del Faraón, pero la mujer de su amo se enamora de él y, al ser rechazada, lo acusa. Así, es encarcelado José; al cabo de dos años descifra al Faraón el sueño de las siete vacas flacas y de las siete vacas gordas, de las siete espigas llenas y de las siete secas: habrá siete años de abundancia y siete de carestía.

El Faraón se prepara para la carestía y, agradecido, nombra a José primer ministro suyo. Llegan a Egipto los hermanos de José, que no es reconocido por ellos, pero él sí los reconoce y los pone a prueba tratándolos de ladrones. Después se da a conocer, los acoge y hace venir a Egipto a Jacob con todos los suyos, obte­niendo para ellos la fértil tierra de Gosen. El colorido de esta narración es totalmente egipcio con un acuerdo minucioso de usos y costumbres del país de los Faraones con las figuras de la historia hebrea. «Murió José a la edad de ciento diez años, y lo embalsamaron y lo pusieron en el féretro en Egipto» (Gén. 50, 26). El pueblo hebreo gracias a él se había instalado gloriosamente en la civilización faraónica.

G. Boson