[Fragments d’un journal intime]. Famosa obra del escritor suizo Henri-Frédéric Amiel (1821-1888), publicada — pero no íntegramente — en 1883-84, con un ensayo de Edmond Schérér. El profesor y filósofo ginebrino, durante su vida sencilla y monótona, fue escribiendo un diario, comenzado en Berlín en 1847, a los 27 años y cerrado pocos días antes de su muerte. Del enorme conjunto de cerca de 17.000 páginas se hizo esta selección al cuidado de una de sus amigas sentimentales, Famy Meriner, y de Schérer, que hasta ahora representa el principal título a la fama de este escritor. El meditabundo Amiel se nos manifiesta en una confesión púdica y delicada, con abundantes indicaciones referentes a su vida interior, y acerca del culto de las amistades, especialmente femeninas, cultivadas con mucha sutileza y discreción. La complacencia con que parece mostrarse a los demás no extraña a quien conoce la extremada timidez que fue el dolor y la razón de su existencia, o mejor, de su construirse una existencia. En realidad, el secreto de tantas abstracciones e inspecciones, en que se expresaba la obsesión por la feminidad de un «tímido superior», se manifiesta en su realidad humana fuera de la pura atmósfera literaria en que parecía envuelto.
Considerado por la época que le sucedió, o como tema de estudios psicoanalíticos, o como un típico modelo literario, Amiel es, sobre todo, un poeta cuyo mal interior se dirige hacia una desilusionada y torturadora busca de lo ideal. Profundos y substanciales son los temas artísticos de este libro: el anhelo amoroso, los ensueños fustigados por la realidad, la delicadeza de sus confesiones, sus finísimas impresiones de paisaje, todo ello impregnado de un sentimiento elegiaco. («El paisaje es un estado de espíritu»; esta famosa expresión, se£ cual fuere su origen, tuvo para Amiel el valor de una fe en la belleza y en la armonía ideal del mundo). Día por día el moralista siente como el latir de su propia alma; encerrado en una gentileza púdica y casi sombría, ve en él reflejado el mundo, en idilio o en tragedia, siempre en una deformación propia de las ilusiones convertidas en anhelos y certidumbre sólo dentro de nosotros. En esta sinuosidad capilar de notaciones escritas durante años y años (y parece que el autor haya renunciado a vivir entre pasiones y luchas para verse reflejado en un espejo en la tranquilidad de un salón, o ante un pedazo de cielo) está, sin embargo, siempre presente el propósito de gozar en sí mismo de la luz tan deseada, de anotar su propia debilidad ante lo creado, y al mismo tiempo su infelicidad ante el inconsiderado mundo exterior. Pero en esta experiencia dolorosa hay también una señal de decadencia: tantas aspiraciones y tantos sueños encierra la sutil complacencia en la propia vida, entre sutilísimas variaciones espirituales en notación a veces ambigua, ya que no desde luego culpable. El apasionado interés que aun entre contrastes y negaciones inspira siempre la figura de Amiel, queda ahora mejor satisfecho con la edición de los Fragmentos dada por Bernard Bouvier (1929), aumentada con muchos trozos inéditos. Otros de carácter íntimo han sido publicados aparte por Bouvier: Philine (1927).
C. Cordié
No el hombre que ha perdido su sombra, sino una sombra que ha perdido su cuerpo; un hombre cuyo cuerpo se ha refugiado en esta sombra vaga y tácita, cuya persona se ha evaporado en su esencia interior y en los espíritus de la filosofía y de la música… Constituye probablemente el más sutil análisis que un ser humano haya podido hacer de sí mismo. (Thibaudet)
El valor de Amiel no entra en juego. El lugar que él ocupa es de los que se hallan naturalmente a resguardo de fluctuaciones; en cada generación hallará lectores fieles entre los que practican el «conócete a ti mismo». (Du Bos)