Obra en ocho libros de Aristóteles (383-322 a. de C.), escrita entre 335 y 323 a. de C. Forma parte de los escritos llamados «acroamáticos», o sea, destinados al público restringido de los alumnos y frecuentadores habituales del Perípato y no limados y elaborados con destino a un vasto círculo de lectores. Este hecho bastaría por sí solo para explicar ante todo la incertidumbre acerca del título, que aparece en el mismo Aristóteles, ora como Física ora como Libros acerca de la naturaleza y en segundo lugar la escasa cohesión del libro VII con los siete restantes; probablemente este libro fue compuesto después del octavo para reforzar y desarrollar sus argumentos, y luego el autor no tuvo tiempo de restablecer el nexo con los libros anterior y posterior. Constituye una de las obras teoréticas fundamentales del gran filósofo. El primer libro, que sirve de introducción, pone como postulado sin el cual ninguna física es concebible, la afirmación de que no existe en la naturaleza ningún ser privado de movimiento; de donde la física, ciencia de la naturaleza, es tratada por Aristóteles como la ciencia del movimiento por excelencia.
De ahí se explica que critique ampliamente entre las doctrinas presocráticas la eleática, que negaba el movimiento y afirmaba la existencia de un Ser único, eterno e inmóvil. No menos equivocadas son las teorías de los que buscaban el principio del universo en el agua, el fuego o el aire, e imaginaban que del elemento generador se originaba por condensación o por rarefacción la pluralidad de los seres (Tales, Anaximandro, Anaximenes, etc.) y las de aquellos, como Empédocles, Anaxágoras y otros, que hacían derivar todas las cosas del caos por división, yendo así a dar con las dificultades de tener que dividir hasta el infinito las partículas originarias que componen la materia. En cambio, Aristóteles propone que se consideren los movimientos del ser natural, que es forma unida a la materia, y se le someta a examen: en seguida se verá que el ser natural está dotado de movimiento y se reconocerá la necesidad de profundizar el conocimiento del movimiento en sus formas y especies. Y, en efecto, después de haber establecido en el segundo libro la definición de la naturaleza, los principios de la ciencia que de ésta se puede tener, las relaciones entre la física y las demás ciencias, la teoría de las causas y el determinismo de la naturaleza, Aristóteles analiza en los otros libros el movimiento y todas las realidades que de él dependen: infinito, vacío, lugar y tiempo.
Es interesante cuanto se dice a propósito del infinito, que para él se resuelve en una negación de lo que es entero y perfecto que, como tal, no merece la importancia que le había atribuido Anaximandro al hacer de él el elemento generador de todas las cosas. Dignos de particular mención parecen dos puntos: la crítica sutil que formula contra los famosos argumentos de Zenón de Elea, que tendían a demostrar la inexistencia del movimiento con los sofismas de la flecha y de Aquiles y la tortuga (libro VI) y el estudio de las relaciones entre motor y móvil (libro VIII). A este propósito, Aristóteles observa que todos los cuerpos en movimiento deben ser movidos por un motor, o sea, para decirlo en sus propios términos, cada móvil presupone un motor; pero es necesario, añade en seguida, admitir la existencia inicial de un motor no movido por nada, único, indivisible y eterno, en el cual tienen su origen primero toda la serie de los movimientos. De otro modo habría que concluir que la cadena que une el móvil al motor y el motor al móvil se prolonga hasta el infinito, lo cual es absurdo. La afirmación de un motor movido, inmóvil y eterno, causa primera y última a un tiempo del universo, constituye el punto fundamental no sólo de la física, sino también de la teología y de la metafísica aristotélicas. Este motor no movido coincide con Dios, vértice del universo, perfección absoluta a la que tienden todas las cosas, que precisamente por esto mismo se mueven, porque son imperfectas y atraídas por lo inmóvil y perfecto. Dios mueve el mundo, no en el sentido de que lo haya creado, sacándolo de la nada, sino en cuanto lo atrae hacia él a través de una serie de movimientos concatenados, que atestiguan precisamente el ansia de lo imperfecto por la perfección de lo absoluto.
Alrededor de este centro, constituido por el motor inmóvil, gira el universo entero, la naturaleza en su totalidad, reino del movimiento, concebida como una esfera perfecta, en la cual se distinguen dos mundos contrapuestos entre sí: el celeste y el terrestre o sublunar. El primero está constituido por el cielo de las estrellas fijas en contacto directo con el primer motor y llamado por esta razón primer móvil, y por el cielo de los siete planetas, todos ellos esferas transparentes y concéntricas. Debajo del mundo celeste está la tierra con sus cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Así se concluye la vasta construcción de la física aristotélica, que con la introducción del concepto de forma como causa formal y causa final, anima la naturaleza con un dinamismo finalista que es completamente distinto de aquél, por completo materialista, de los físicos presocráticos, en el cual parece que se complacen las audaces especulaciones eleáticas y platónicas. Nadie ignora cuán fecunda ha sido esta teoría teleológica en la historia de la filosofía y de la teología.
A. Mattioli