Es el título que a su Retórica dió don Antonio de Capmany y de Montpalau (1742- 1813). Fundamentalmente se trata de una exposición y análisis de las formas oratorias. La obra está llena de aforismos y observaciones semejantes a las de Hutcheson y de los tratadistas de la escuela escocesa. Esta obra constituye una muestra importante de la llamada «escuela catalana». El psicologismo es la base de la exposición del autor: «El alma debe considerar en lo que la deleita o sorprende la razón y causa de lo que siente, y entonces los progresos de este examen acrisolan y perfeccionan lo que llamamos gusto». La perfección no proviene de la imitación de un solo modelo, sino de varios, cada uno de los cuales tendrá una posible perfección. Los fundamentos o principios de la obra de arte están en su «grandeza» y en su «verdad» (en esto coincide con Luzán y Muratori). Por lo tanto, el orador deberá elegir asuntos nobles, dignos y grandes, como objeto de su parlamento. Pasa luego a considerar el autor las facultades estéticas, que son tres: sabiduría, imaginación y gusto. Sabiduría es el «discernimiento para elegir lo mejor, el recto sentido». Imaginación es la «combinación o reunión nueva de imágenes que correspondan o se conformen con el efecto que queremos excitar en los demás». Toda idea, incluso la más abstracta, debe ser expresada en imágenes.
Las posibilidades de la imaginación y de la expresión no están aún agotadas; en esto coincide con el Padre Feijóo en la idea de que los antiguos no lo agotaron todo. La tercera facultad, el gusto, es el «recto juicio de lo perfecto o imperfecto en todas las artes». Dice que el gusto es como un «tacto intelectual», que, perfeccionado y educado, puede convertirse en «buen gusto». Tanto en la exposición de la facultad de la imaginación como en esta del gusto, aparece manifiesta una tendencia a la plasticidad. Contra las doctrinas que privaban en su época, Capmany no cree que exista una norma general reguladora del buen gusto y aplicable a todas las artes, sino sólo algunos principios generales dictados por la recta razón. Y no sólo en esto se separa de las corrientes de su tiempo, sino también al admitir que en la esencia del arte hay algo misterioso, algo que escapa a los límites y normas, pero que se manifiesta en los hombres de «alto ingenio». A este algo misterioso, incontrolable, que existe por encima de las tres facultades enunciadas, lo llama él el «numen» o «ingenio»: «Ingenio significa aquella virtud del ánimo y natural disposición nacida con nosotros mismos, y no adquirida por arte o industria, la cual nos hace hábiles para empresas extraordinarias y para el descubrimiento de cosas altas y secretas». El que no posea este don, esta «lumbre celeste», será siempre un imitador.
Es interesante señalar cuánto insiste Capmany en la importancia de esta facultad y don en un momento en que imperan los principios limitadores del neoclasicismo. Capmany llega a hablar de este «ingenio» con fervor casi místico, lo llama «espíritu agente», «demonio socrático», «luz misteriosa y oculta», algo divino, en fin, que domina y arrebata al artista más allá de lo que hace prever el uso normal de las facultades. Pese a su valor y significación, este tratado de Capmany a veces es algo vago e impreciso y no distingue suficientemente — como advierte Menéndez Pelayo — lo que sea el sentimiento de lo que sea el gusto, la sabiduría o el juicio. Capmany publicó su obra en 1787 y la volvió a editar en Londres en 1812, con importantes correcciones y variaciones, que, con todo, no afectan a la substancia de la obra.