Diálogo filosófico de Platón (427- 347 a. de C.), perteneciente al tercer grupo de los diálogos platónicos, o sea, los llamados constructivos (v. Fedón, El banquete, La República), que contienen el núcleo de la filosofía del maestro. Son sus interlocutores Sócrates y Fedro. Exteriormente considerado, el diálogo se divide en dos partes, la primera de las cuales trata de la Belleza y del Amor, y la segunda de la retórica y la dialéctica; es fácil de notar la falta de cohesión entre ambas. En realidad, la obra está perfectamente unida por la sutil infiltración de los motivos de una parte a la otra y por la perfecta continuidad de los ritmos y del clima, que han hecho de ella uno de los diálogos más perfectos, incluso artísticamente, del filósofo griego. Sócrates encuentra a Fedro entusiasmado con un discurso de Lisias sobre el amor, paseando a lo largo de las Murallas para meditar a solas sobre aquella bella pieza oratoria. El anciano se une al joven, y a lo largo de las riberas del Iliso, en el lugar donde, según la leyenda, Bóreas raptó a la ninfa Oreitia, van dialogando, en un clima de belleza natural y mítica, a pleno sol. Fedro encuentra maravilloso el arte de Lisias, que al hablar del amor, ha demostrado sutilmente una paradoja: que hay que creer antes en las palabras de quien no nos ama que en las de un verdadero amante. Éste, en efecto, arrebatado por su pasión, no sentirá gratitud alguna por su amado y le abandonará cuando su ardor se haya extinguido; no le importarán las conveniencias sociales, será celoso, alejándole así de otras amistades, y sólo pensará en su cuerpo y en someterlo a sus propios deseos.
En cambio, quien no ama, es decir, el amante no apasionado, equilibrará hábilmente sus demandas con sus ofertas, será prudente y conducirá todo el asunto del modo más útil para él y para el amado. Las características de este discurso son las propias de la sofística: por un lado, el fin utilitario, por el otro, la estructura constituida por partes separadas, cada una sutilmente trabajada de por sí, pero sin enlace lógico con la precedente ni con la sucesiva. Sócrates admira, con visible ironía, este refinado análisis de la forma, pero en cuanto al contenido, piensa que el mismo Lisias no le ha dado importancia: hubieran podido decirse muchas cosas que el orador ha callado. A ruegos de Fedro, Sócrates improvisa entonces un discurso sobre el mismo tema. Ante todo da una definición del amor, que Lisias suponía conocida desde el principio de su discurso: el amor es esencialmente deseo. Pero hay dos formas de deseo: la que tiende confusamente al placer y la que tiende intelectualmente al bien. El amor apasionado se aproxima a la primera, es deseo irresistible e insensato de la belleza. Quien ame así no intentará hacer mejor a su amado, sino someterle a su placer, rebajando su inteligencia para que no se le escape, y afeminando su cuerpo para alejarlo de aquellos que quisieran su bien; además, mientras dure la pasión, se pondrá totalmente a su servicio, para abandonarlo y traicionarlo en cuanto la pasión se extinga. Aquí Sócrates se interrumpe: las ventajas del amor no apasionado resultan de que es lo contrario del primero; es inútil enumerarlas.
Su discurso se opone así al de Lisias en su estructura: en lugar de una serie de argumentos sueltos, está constituido por un proceso único que, partiendo de una definición del argumento tratado, desarrolla sus consecuencias. Pero Sócrates debe oponerse al sofista también en la esencia de lo que ha dicho: una voz interior le obliga a hacerlo; he aquí su segundo discurso sobre el amor, verdadera palinodia del primero. No es verdad que la pasión propia del amor tenga únicamente carácter negativo: las actividades superiores del hombre participan todas de un delirio que indica su origen divino; tales son el delirio profético, el religioso, el poético y, por fin, el delirio amoroso. Mas para comprender el valor y el alcance de este delirio, hay que conocer la naturaleza del alma humana y, ante todo, dejar bien sentada su inmortalidad. El alma es inmortal como lo es todo aquello que tiene en sí mismo el principio de su movimiento; sólo aquello que es movido desde fuera perecerá en cuanto se extinga este manantial exterior de vida. Y, como principio, el alma no es engendrada ni puede corromperse. En cuanto a su verdadera naturaleza, sólo una ciencia divina podría revelárnosla; sin embargo, nos es posible conocerla recurriendo a imágenes y representándola según una forma mítica. Podemos imaginar el alma como un coche alado, guiado por un cochero asimismo alado y tirado por dos caballos; pero mientras en el alma de los dioses no hay imperfección alguna, en la del hombre los dos caballos son de naturaleza distinta: el uno, blanco y noble, tiende al cielo, mientras el otro, negro y corpulento, tiende a la tierra; y el cochero queda a la merced de las dos tendencias.
Ahora bien, a cada revolución astronómica se forma un cortejo de dioses que, guiados por Zeus, remontan los confines del universo hasta asomarse al umbral del otro mundo, superior a éste, donde se hallan los valores eternos, las Ideas, el Saber, el Pensamiento, la Belleza, la Templanza, etc. Las almas de los hombres se unen al cortejo divino, pero su ascensión se ve dificultada por la discordia entre los dos caballos, y una vez han llegado al nivel del mundo eterno, no logran mantenerse en él: las hay que logran ver algunas de las Ideas, mientras otras se ven arrastradas por la multitud incierta y ansiosa de las demás almas, y todas, sea como sea, se precipitan, porque el poder de sus alas es insuficiente para mantenerlas en lo alto. Una vez vueltas a la esfera de nuestro universo, las almas que han visto por lo menos una parte de los valores absolutos, pueden continuar su existencia celeste hasta la próxima revolución y, si no degeneran, se quedan para siempre en este estado; mientras que si degeneran, olvidan lo que han visto en el mundo de la eternidad y, juntamente con aquellas que no han podido ver ninguna Idea, se vuelven pesadas y caen en la tierra, donde deberán encarnarse. De ello resultan nueve grados jerárquicos de tipos humanos correspondientes a nueve grados de menor a mayor imperfección de las almas:
1) filósofos;
2) reyes y caudillos;
3) hombres políticos y financieros;
4) médicos e higienistas;
5) falsos profetas y exorcistas;
6) pintores y poetas;
7) operarios y artesanos;
8) sofistas y demagogos;
9) tiranos.
Después de una primera encarnación, las almas son juzgadas, las pecadoras son castigadas a pasar mil años bajo tierra, y las justas son premiadas, también por mil años, en el cielo; al término de este milenio vuelven a encarnarse unas y otras y, esta vez, pueden elegir incluso el cuerpo de un animal. Y así, sucesivamente, durante diez mil años, después de los cuales volverán a su lugar de origen. Pero si un alma ha llevado una vida terrena injusta por tres veces consecutivas, este regreso ocurrirá en el tercer milenio. He aquí, pues, el origen de las cuatro formas de delirio: el hombre recuerda los valores eternos que su alma ha visto al seguir los cortejos de los dioses y continuamente busca, en esta vida, las imágenes de aquéllos: el amante intenta acercarse a la idea absoluta de Belleza a través de la belleza de la persona amada, y en su pasión hay algo de divino. Si sólo busca esta pura idea, su amor es un continuo esfuerzo de superación, contemplación que eleva al amante y al amado hacia lo eterno; pero si lo que se impone es la imagen corpórea de la idea, el amor se convierte en pasión de los sentidos, y el amante y el amado son castigados después de la muerte en los reinos subterráneos.
Un examen de los tres discursos lleva luego a Sócrates, en la segunda parte del diálogo, a fijar el objeto y los modos de la verdadera retórica: ésta no es, como querían los sofistas que entonces dominaban, una ciencia de reglas formales para persuadir a los demás de la bondad de nuestra opinión, sino más bien una guía del alma hacia la Belleza y la Justicia. Implica, pues, por un lado, el conocimiento de la Verdad, y por otro el del alma, y, sobre todo, supone en quien habla el Amor por aquellos a quienes dirige la palabra para conducirlos hacia la verdad. Así la primera parte del diálogo es el fundamento de la segunda: la retórica es la expresión viva de aquel pensamiento filosófico que está ordenado a lo absoluto y es propio de las almas elegidas. Y a la representación mítica de la preexistencia celeste, le sirve de equilibrio la exaltación de una actividad humana totalmente ordenada a volver a aquel mundo; mientras la sofística queda relegada a este mundo corpóreo de aquí abajo, dejándose engañar por sus sugestiones y encantos para lanzarse a la caza de sus vanas sutilezas. El motivo del Amor como elemento necesario de toda exposición de nuestro pensamiento da a la palabra hablada un valor esencialmente superior al de la palabra escrita; lo escrito, más que ayudar a la memoria, dirá Sócrates al final del diálogo, se adapta a la pereza humana, tiende a substituir en el hombre la ciencia viva y aumenta su capacidad; pero siempre queda como algo mecánico y apagado. Y surge así la visión paradójica y magnífica de una cultura totalmente asimilada en nosotros, totalmente actual en nuestra alma, que el hombre se comunica mediante la viva voz y el ejemplo vivo, único modo de constituir una humanidad superior. [Trad. de Antonio Zoza- ya en Diálogos socráticos (Madrid, 1880) y de Patricio de Azcárate en Obras completas (Madrid, 1871, tomo II, y Buenos Aires, 1946, tomo I)].
U. Déttore