Fedón o del alma, Platón

Diálogo filosófico de Platón (427-347 a. de C.) perteneciente al grupo de los diá­logos platónicos llamados constructivos (v. el Banquete, Fedro, La República), en los cuales Platón desarrolla, siempre por boca de Sócrates, las líneas fundamentales de su doctrina. Son los principales interlocutores Sócrates, Fedón, Simias y Cebes. Nos ha­llamos en la celda donde Sócrates, conde­nado a muerte como corruptor de la ju­ventud, víctima de la reacción suscitada por aquella misma sofística que combatía, está aguardando que el carcelero le traiga la cicuta. A su alrededor están sus discípu­los y amigos; Jantipa, su esposa, aparece un momento, pero la sabiduría griega, toda ella de carácter masculino, se apresura a alejar a las mujeres. Sócrates encarga a los presentes que saluden a los ausentes, entre los cuales está Eveno, el poeta: ruega a Ce­bes que le salude de su parte y le diga que le aguarda cuánto antes en el lugar a que se dirige. Extraña salutación, sin duda; pero Eveno, ¿no es acaso un sabio? ¿Y los sabios no viven acaso en la continua búsqueda de los valores absolutos? Muchas cosas buenas y bellas podemos ver en este mundo con nuestros ojos corporales, pero no aquéllas que el filósofo busca, como son lo Bello y lo Bueno en sí mismos, valores eternos que no son de este mundo, Sino de otro, en el que reinan los dioses; la vida del filósofo, ¿no es, pues, una continua tendencia a la muerte? Y, sin embargo, objeta Cebes, ¿quién nos garantiza que el alma sobreviva al cuerpo y alcance verdaderamente este reino eterno? Sócrates es así invitado a de­mostrar la inmortalidad del alma: el diá­logo consiste, esencialmente, en la serie de sus demostraciones.

La primera es la llama­da «de los contrarios»: en el continuo de­venir de las cosas, cada elemento parece nacer de su contrario; el sueño existe en cuanto le precede un estado de vigilia, y viceversa; el frío, en cuanto le precede el calor, y viceversa: las expresiones «des­pertar» y «dormirse», «calentarse» y «enfriarse» indican precisamente el paso de un contrario al otro. La muerte y la vida son igualmente contrarias y, así como «mo­rir» indica el paso de la vida a la muerte, «renacer» indicará el paso de la muerte a la vida. Y, si el alma renace, esto significa que no se aniquila con la muerte del cuer­po, sino que, como querían las teorías orientales de la metempsícosis, sobrevive pasando a través de una serie de vidas y muertes. La segunda demostración es la lla­mada «del recuerdo». Sucede que, viendo la lira de un músico, nos acordamos de quién habitualmente la toca, o que, viendo el retrato de alguien, nos acordamos del original: se puede, por lo tanto, definir el recuerdo como el conocimiento de un ob­jeto que, sin embargo, no se halla dentro del campo de nuestros sentidos, a través del conocimiento de otro objeto, distinto del primero y conocido por nosotros sensible­mente. Ahora bien, nosotros tenemos cono­cimiento de los valores absolutos, como la Belleza, la Bondad, la Igualdad, la Des­igualdad, etc.; estos valores no caen jamás bajo la acción de nuestros sentidos, sino que vemos cosas bellas, pero no Belleza; cosas iguales, pero no Igualdad, etc.

Y, sin embargo, no podríamos tener conocimiento de la Belleza si no hubiéramos visto jamás cosas bellas, ni de la Igualdad si no hubié­ramos visto jamás cosas iguales: en otras palabras, conociendo con nuestros sentidos cosas u objetos bellos e iguales, llegamos al mismo tiempo al conocimiento de la idea de Belleza o de Igualdad, conocimiento que no es de carácter sensible, sino inteligible. Si enlazamos esta constatación con la de­finición del recuerdo, debemos admitir que el conocimiento inteligible no es otra cosa que un recuerdo, esto es, conocimiento de lo que no cae -bajo nuestros sentidos, lo­grado a través del conocimiento de aquello que nos es conocido por vía sensible. Este recuerdo no puede referirse a un momento de nuestra vida terrena, porque nunca, en esta vida, hemos conocido directamente va­lores absolutos; por consiguiente, deberá referirse a un momento de la vida preterrena, cuando el alma estaba en contacto con la eternidad. El alma, pues, tiene una exis­tencia independiente del cuerpo, existiendo antes que él. La «semejanza» sugiere una tercera demostración; todo cuanto es, pue­de dividirse en dos grandes categorías: lo que es compuesto, y por lo tanto descom­ponible, y lo que es simple, y por lo tanto indescomponible. Compuesto y descomponi­ble es todo lo que participa de la materia; simple e indescomponible todo lo que es puramente inteligible. El cuerpo, siendo se­mejante a lo material, se descompondrá y morirá; en cambio el alma, que es seme­jante a lo inteligible, ya que ni se ve ni se toca, será indescomponible e inmortal.

A esta última prueba, Simias objeta que tam­bién el acorde dado por una lira es seme­jante a lo inteligible, ya que ni se ve ni se toca, y, sin embargo, si la lira se rompe el acorde se acaba. El alma podría, por consiguiente, ser como el acorde dado por el cuerpo. A su vez, Cebes, refiriéndose a la primera de las dos pruebas, hace obser­var que no demuestran que el alma es in­mortal, sino únicamente que puede pasar a través de varios cuerpos, a la manera como un hombre puede ponerse varios ves­tidos; pero nada nos prueba que, al fin, el alma no muera. La respuesta de Sócrates a Simias es fácil: puesto que se ha demostra­do que el alma existe antes que el cuerpo, no puede considerarse como un acorde de él, ya que el acorde no existe antes que la lira. Además, el acorde depende de las cualidades de la lira y no puede mandarlas, mientras que el alma manda al cuerpo, como lo demuestra Ulises, en la Odisea, mandando a su corazón que soporte el do­lor: «Sufre, corazón mío: otros dolores más agudos soportaste antes». Más complicada es, en cambio, la respuesta a Cebes, la cual implica el desarrollo de la teoría platónica de las ideas. Durante largo tiempo, observa Sócrates, la filosofía griega ha buscado un principio del ser, inútilmente, porque lo buscaba en elementos materiales. Pero la causa primera de todas las cosas no está en la materia, sino en un principio eterno e inmutable: la Idea. Lo que nosotros lla­mamos bello, es tal porque participa de la idea eterna de lo Bello, e igualmente lo que es mayor o menor es tal porque par­ticipa de la idea de Mayoridad o de Mino­ridad. Así, cuando decimos que Simias es más alto que Sócrates, pero más bajo que Fedón, no queremos entender que Simias reúna en sí los dos contrarios, siendo a un mismo tiempo más alto y más bajo, sino que, en relación a Sócrates, participa de la idea de Mayoridad, y en relación a Fedón, de la de Minoridad.

Los objetos pueden, pues, participar también de ideas contra­rias, pero sólo en tiempos sucesivos. Pero hay objetos que no pueden participar de ideas contrarias, ni siquiera en tiempos su­cesivos, a menos que cambien de natura­leza: por ejemplo, la nieve participa de la idea del Frío, y no puede participar de la de Calor, a menos que se vuelva agua. El alma es uno de estos objetos: participa necesariamente de la idea de Inmortalidad (no sería posible pensar en un alma muer­ta); pero en la idea de Inmortalidad va implícita la de incorruptibilidad: el alma no puede, pues, cambiar de naturaleza (como hace la nieve al acercarse al calor), por­que, al hacerlo, moriría como alma para convertirse en otra cosa. De ahí que, al acercarse al alma la idea de Mortalidad, el alma no puede transformarse en algo dis­tinto de sí misma para participar de ella, sino que se aleja y permanece inmortal. Las últimas palabras de Sócrates trazan un fas­cinador cuadro del más allá y del destino de las almas que, después de la muerte del cuerpo, se elevan, si son perfectas, hacia un mundo superior, o, si son imperfectas y culpables, se quedan a expiar en las re­giones subterráneas. Se abre en este punto una visión de nuestro globo en el universo, brillante hipótesis cósmica en la que se funden en un significado único la estruc­tura física y la metafísica de la Tierra. Ésta es una enorme esfera inmóvil en el centro del cosmos, mucho mayor de lo que a nos­otros nos parece; en efecto, por encima y alrededor de nuestro mundo hay otro cuya materia es el aire, donde los colores son purísimos y fulgurantes, el oro y las piedras preciosas aparecen en abundancia, y los hombres, mucho más perfectos que nos­otros, hablan directamente con los dioses.

Esta zona superior de la tierra confina con el puro éter en el cual giran los astros, y el brillo de éstos aparece en toda su pureza a los habitantes de este mundo superior. La tierra aérea comunica con la nuestra a tra­vés de hendiduras que se abren en su masa y en las que se condensan vapores mez­clados con agua: nuestros mares constitu­yen el fondo de estas profundas hendidu­ras. Por debajo de nosotros, finalmente, hay un tercer mundo subterráneo que, a su vez, comunica con el nuestro mediante otras hendiduras: aquellas en que se hunden los ríos que a veces vemos desaparecer entre las rocas, o aquellas en que se vacían los mares más profundos. Casi en su centro está el Tártaro, el más interior de todos los abismos, simple punto al cual convergen las aguas de nuestra superficie y del cual vuel­ven a fluir al exterior a través de los ma­nantiales, como en un continuo palpitar de humores vitales. Cuatro grandes ríos par­ten del Tártaro: el mayor es el Océano, que es también el más exterior, el que tiene la mayor parte de su curso en la su­perficie; los mares menores, y el mismo Mediterráneo, no son más que simples re­mansos de ese inmenso Océano. En sentido contrario al Océano y opuesto a éste corre el Aqueronte, que es el río más interior, de curso casi completamente subterráneo, que sólo aflora a la superficie en lugares desiertos; su remanso es el lago Aquerusia. El Periflegetonte es el río ardiente que, co­rriendo entre el Océano y el Aqueronte, a través de zonas subterráneas incendiadas, arrastra consigo materias en fusión, que luego son arrojadas afuera por los volcanes.

Opuesto a él está el Cocito, el río helado que corre en regiones frías entre paisajes espectrales y sin luz. Las almas, después de la muerte, se reúnen en el mundo subte­rráneo para ser juzgadas; después de lo cual las de los justos, que han vivido se­gún la filosofía, se elevan a la esfera aérea donde viven una existencia incorpórea y fe­liz; las de aquellos que se han mantenido entre el bien y el mal, llegan siguiendo el Aqueronte al lago Aquerusia, donde se pu­rifican antes de ser arrojadas de nuevo a la vida terrena; las de los pecadores más graves, y particularmente de los violentos y de los homicidas, son transportadas por el Periflegetonte y el Cocito, y cada vez que pasan junto a la laguna Aquerusia imploran el perdón de sus víctimas: cuando lo han obtenido, se detienen allí para purificarse y reanudar el curso de las genera­ciones. Por fin, los grandes pecadores, para los cuales no hay posibilidad de salvación, son precipitados al Tártaro, de donde no han de salir jamás. Este mito es el último y magnífico don dejado por Sócrates a sus discípulos; la hora se acerca, y el maestro se sienta para lavar su cuerpo; llega el car­celero con el veneno, Sócrates lo bebe se­renamente y muere. Sus últimas palabras son: «Sacrificad por mí un gallo a Esculapio»; éste era el sacrificio que se hacía para dar las gracias de una curación, y el filósofo, al morir, se consideraba curado de la enfermedad de la vida. [Trad. del griego por Anacleto Longué y Molpeceres en Cin­co diálogos (Madrid, 1880) y de Patricio de Azcárate en Obras completas (Madrid, 1871, tomo IV, y Buenos Aires, 1946. tomo II)].

U. Déttore

Una pintura ideal del verdadero filósofo. (Schleiermacher)

La tesis del Fedón no es más que una sutileza. Prefiero con mucho el sistema judeocristiano de la resurrección. (Renán)

Obra de filosofía y de alta filosofía; pero también de alta, grande y conmovedora poesía, y de humana poesía. (Valgimigli)