Fausto, Wolfgang Goethe

Pero hasta llegar al poema dramático de Wolfgang Goethe (1749-1832), la figura de Fausto, rápidamente erigido por consenso universal en símbolo del alma moderna, no alcanzó la suficiente profundidad para en­carnar verdaderamente en sí, en su más viva esencia, el ansia del espíritu nuevo. Fue, por lo demás, para Goethe mismo, la obra no de un momento, sino de la vida entera. Ya muchos motivos de la leyenda ocupaban la fantasía del poeta en su mo­cedad; y todavía dos meses antes de su muerte, transcurridos más de sesenta años, la mano cansada del anciano se entretenía, con tenaz inquietud, en tentativas cada vez renovadas de retoque del texto definitivo, entregado ya a la imprenta. Un primer gru­po de escenas — el primer monólogo de Fausto y el diálogo que sigue con Wagner, la escena entre Mefistófeles y el estudiante, la escena de la taberna de Auerbach y el episodio de Margarita (v.) (sin la «Muerte de Valentín», sin la «Noche de Walpurgis», con la escena de la cárcel redactada toda­vía en prosa y con el final: «Sie ist gerichtet!» [«¡Está juzgada!»])—había sido ya escrito antes de 1775, en su mayor parte entre 1773 y 1774. Es el llamado Urfaust (Fausto originario) descubierto en una trans­cripción de la señorita von Goechhausen y publicado por Erich Schmidt en 1887: ex­presión trágica del juvenil «Sturm und Drang» del poeta, afirmación impetuosa de las aspiraciones y de las fuerzas creadoras de la humanidad, y, al propio tiempo, reco­nocimiento del límite que, en la realidad, se impone al hombre.

Desde el punto de vista de la poesía, el grupo de escenas con­tiene, quizá, las páginas de acento pasional más cálido y de mayor potencia emotiva de todo el poema. Sin embargo, hasta doce años más tarde no se reanudó su composi­ción, con la reelaboración rítmico-formal de determinados pasajes y la añadidura de cuatro nuevas escenas, escritas en Italia — fragmento de la escena del pacto, desde las palabras «Y lo que está asignado en suerte a la humanidad» hasta el final; la cocina de las brujas; invocación al «subli­me espíritu» en la escena del «bosque y la caverna»; y muerte de Valentín en el epi­sodio de Margarita —; es el texto, interrum­pido en la escena de la catedral, que Goethe insertó en el séptimo volumen de la edi­ción Goeschen de sus Obras, con el cono­cido grabado faustiano de Rembrandt en el frontispicio y el título: Fausto. Un fragmento, 1790 [Faust, Ein Fragment]. El drama de Fausto está considerado en un nuevo pla­no espiritual: las experiencias tumultuosas de la juventud están lejos; el poeta ha en­contrado dentro de sí, en la íntima armonía de su espíritu, una nueva seguridad y sere­nidad; y el arranque inicial de la poesía ya no es desde lo más bajo hacia lo más alto, con una alternativa sucesión de impulsos y desalientos, sino que el tono se pone desde el primer momento en lo alto, y la poesía se desarrolla en zonas de espiritua­lidad que, por su conciencia de sí mismas, se hallan ya por encima de todas las tem­pestades. El «Titán» ya no protesta, no pretende ya «ampliar el respiro de su al­ma» de modo que ésta no sólo refleje, sino que «comprenda en sí el Universo»; sabe que al hombre — cualesquiera que sean sus aspiraciones — no le ha sido dado nada más, en realidad, que «ser hombre» — en la ale­gría y en el dolor, en el bien como en el mal — al igual que todos los hombres.

Y, por otra parte, también el Espíritu del Mal — Mefistófeles — se ha hecho, a su vez, más «humano», no sólo en sus despojos ex­ternos que, ya en el Urfaust, engañaron a Martha, sino en su substancia real: ya no es únicamente el Burlón, el Maligno, el Cínico, el Seductor, como en el diálogo con el estudiante o en el episodio con Mar­garita, sino que es «el emisario del Espíritu de la Tierra» en cuyos reinos el hombre tiene su natural esfera de existencia; es el «Compañero» [«der Gefáhrte»] que el hom­bre encuentra siempre a su lado y del que no puede prescindir, porque lleva en él a una parte inalienable de sí mismo. Entre Fausto y Mefistófeles se han anulado las distancias, y Fausto está maduro para el pacto con «su» demonio. Es toda una in­flexión nueva — menos pasional y más con­templativa — que toma el drama, con pro­blemas de orden general que afloran a la conciencia y se imponen al pensamiento; con perspectivas en profundidad que, de problema en problema, se van prolongando indefinidamente. Y, sin embargo, una vez más, transcurrieron casi dos nuevos decenios antes de que el nuevo planteamiento se precisara y aclarase, con toda su com­plejidad, en concreta poesía. Hasta entre 1797 y 1801, después de la composición de los Años de aprendizaje de Wilhelm Meister (v.), y bajo la directa sugestión de las instigaciones y las consideraciones críticas de Schiller, no nacieron la «Dedicatoria», el «Prólogo en el Teatro», el «Prólogo en el cielo», el segundo monólogo con los co­ros de Pascua, el paseo hasta la primera aparición de Mefistófeles, y la «Noche de Walpurgis romántica» y los primeros 265 versos de el «Regreso de Elena». Y hasta después de 1804, bajo el estímulo de la continua insistencia de Cotta para la nueva edición en proyecto de las Obras, no tomó su forma actual — después de tantas incertidumbres y de tan variadas tentativas de convertirla en el resultado final de una «disputa académica» — la escena de la es­tipulación del pacto.

Y hasta el 13 de abril de 1806 no quedó terminada, con los reto­ques definitivos de estilo y las últimas co­rrecciones de forma, la «Primera Parte» en­tera, con el título Faust. Eine Tragódie, que apareció en el octavo volumen de las Obras, en 1808. Pero las palabras «desde lo alto» con que termina — «iEstá salvada!» [«Sie ist gerette!»]—muestran, con el solemne anuncio místico de la redención de Marga­rita, el largo camino que el poeta había recorrido desde la redacción del Fragmento. Ante todo, la «bendición de la vida» ya in­cluida por Goethe en la «invocación de Fausto al Espíritu de la Tierra» — «Me has dado todo, me has dado todo cuanto te im­ploré» (vv. 917-18)—se ha convertido en el clima espiritual en que el drama entero se desarrolla. Juntamente con la melanco­lía propia de todas las nostalgias que reca­yendo sobre sí mismas, se aceptan con re­signación, hay una dulzura sin límites de entrega en las palabras con que Fausto toma conciencia del destino terrestre del hombre: «De esta tierra surgen mis goces, y este sol brilla sobre mis dolores» (vv. 1663-64). Sin duda el hombre «anda erran­te mientras busca» (v. 317), y la vida, que es error, es posibilidad de culpa y de pe­cado, es sufrimiento y drama, pero «el hombre bueno, en su obscuro instinto», es siempre «consciente de que aquél es el rec­to camino» (vv. 328-29), y la vida, purifi­cada en la llama del continuo trabajo inte­rior, es, en el sentimiento en que el poema se inspira, toda santa. Las dos almas que se albergan en el pecho de Fausto — la que tiende a liberarse en vuelo «hacia las playas altas y lejanas» adonde con la muer­te han subido los nobles «espíritus de los abuelos», y la que, por el contrario, «se aferra a la tierra y al mundo» con todas sus fuerzas, «en ávido abrazo de amor» (vv. 1114-1117)—están luchando sin tregua una con otra; pero en aquella misma ince­sante lucha hay un esfuerzo de elevación que, impidiendo al hombre apagarse en «el disfrute de bienes pasajeros», confiere a la vida su intrínseco valor supremo.

La vida del hombre aparece así como una armonía que se deshace para volverse a formar con propias fuerzas a través de la experiencia de la realidad; y el hecho de que Fausto, según los términos de su trato con Mefis­tófeles, no pueda decir jamás al «momento que huye»: «¡Detente! ¡Eres tan bello!» [«Verweile doch! Du bist so schon!»] es el signo cierto de la armonía final en que el drama está destinado a fundirse y resolverse nuevamente. Así, por encima de la tierra sobre la cual Fausto fatigosamente avanza de continuo con sus cada vez re­novadas ansias de vida y con sus caídas cada vez nuevas, aparece desde lo alto — entre coros angélicos que cantan hosan­na— el rostro mismo de Dios; y el «dra­ma del hombre y su destino» desemboca, por medio de su «Prólogo en el cielo», en la forma más vasta de un «misterio cós­mico». Pero todo esto hizo inevitable — en la composición de la «Segunda Parte» — una verdadera subversión del planteamien­to de la obra. Ya del tono marcadamente individual y de la riqueza de color del Urfaust, el acento de la composición se había ido poco a poco desplazando hacia un re­lieve cada vez más fuerte de aquello que en la experiencia de Fausto es universal­mente humano; y el Fragmento, y más to­davía, las nuevas escenas de la «Primera Parte» le debían su estilo particular: pero ahora — sobre un fondo cósmico, entre nue­vos horizontes ilimitados — todo esto ya no bastaba: ahora era la totalidad de la vida, que por todos lados — libre de los vínculos de espacio y tiempo — irrumpía directa­mente en la poesía agitándose en derredor de Fausto como las ondas se agitan en torno a un escollo que las domina. Y toda la estructura interna del poema debía adaptarse y responder a estas exigencias: no ya a través de un realista análisis de las ex­periencias personales de Fausto, sino sólo objetivamente, en amplias visiones de sín­tesis, podía representarse la multiplicidad inagotablemente varia de los aspectos de la vida en la naturaleza y en los hombres, y sólo por medio de relaciones alusivas y simbólicas podía converger en la figura de Fausto de tal modo que apareciera como una expresión comprensiva y ejemplar de aquélla.

No eran problemas de fácil solu­ción; todavía en el esbozo de la obra en­tera dictado por Goethe en 1816 para Poesía y Verdad (v.), el esquema de la «Segunda Parte» es no sólo incierto, sino que obede­ce, en muchos aspectos, a la vieja impos­tación. Hasta 1826, cuando hubo práctica­mente iniciado el trabajo de redacción de la «Segunda Parte», Goethe no tuvo con­ciencia clara y definitiva de la necesidad de «llevar la poesía a un nuevo plano». «Fausto debe considerarse paralizado y co­mo anulado — dice textualmente en una conversación con Eckermann, a propósito del «Canto de Ariel» — y renace a la vida desde un estado de muerte». Para rehacer esta «nueva vida» se necesitaron, sin em­bargo, otros cinco años, durante los cua­les el Fausto pasó a menudo a ser «la ocu­pación principal» y el «principal quehacer» (Hauptgescháft) de las laboriosas jornadas del gran viejo solitario; en 1827 apareció el episodio de Elena en el cuarto volumen de las Obras, con el título Elena. Fantas­magoría clasicorromántica [Helena. Klassisch-romantische Phantasmagorie]; en el año 1828, en el volumen doce, la primera parte del primer acto: el primer grupo de escenas en la corte del Emperador. La «No­che de Walpurgis clásica», junto con el fi­nal del primer acto, fue, en gran parte, obra de los primeros meses de 1830, como el quinto acto, iniciado ya en el otoño precedente y acabado en enero, excepto las escenas de la muerte de Fausto, que en una primera redacción remontan a 1800; el má­ximo esfuerzo fue dedicado, en 1827 y 1830- 1831, a la redacción del acto cuarto. Los re­toques y los nuevos desarrollos proyecta­dos todavía en enero de 1832 no llega­ron a cumplirse: el 2 de marzo el poe­ta moría, y en otoño aparecía el primer volumen de las Obras Póstumas [Nachgelassene Werke]—cuadragésimo primero de las Obras Completas — con el título: Fausto. Segunda Parte de la Tragedia en cinco ac­tos [Faust. Der Tragódie zweiter Teil in fünf Akten].

Pero todo aquel que se aven­tura en el Vasto mundo que la obra presen­ta, comprende el sentimiento de solemne, casi religiosa paz interior que invadió el alma del poeta cuando, en el verano de 1831, aun cuando faltasen todavía «algunas pequeñeces», pudo juzgar que la obra esta­ba «substancialmente terminada». «Mi vida ulterior — dijo por aquellos días a Ecker­mann— puede ahora considerarse como un puro regalo; el que yo haga todavía algo, sea ello lo que fuere, es ahora, en el fondo, indiferente». En realidad, por directa re­presentación o por figuración simbólica, en «modo extenso» o por insinuación, en pri­mer plano o en el fondo, en serena luz clara o por súbitos relampagueos, Goethe vertió en el poema todo aquello que, en el curso de su larga existencia, se le «había ido acumulando en el corazón y abriendo en la mente»: el desarrollo poético de los grandes temas en torno a los cuales la obra se coordina — el problema del hombre en sí y en sus relaciones con Dios, el proble­ma de la función del hombre en la natu­raleza, el problema del individuo en sus relaciones con la sociedad, el problema del alma moderna en sus relaciones con el mundo antiguo, el problema de los límites de todo poder humano, y por fin, la so­lución de todos los problemas de la vida por medio de una actividad concreta, que se apaga en sí misma y en la conciencia del «orden general», de que participa — ofreció al poeta innumerables puntos de partida, y a través de éstos, toda su ri­quísima experiencia espiritual refluyó, des­de las profundidades, a su poesía, avivándola, a cada paso, con luces impensadas y nuevas inspiraciones siempre imprevisi­bles, hasta que — con la ascensión del alma de Fausto al cielo — la poesía pudo encon­trar su coherente conclusión en las mismas esferas altísimas de donde, con el «Prólogo en el cielo», había partido, en el mundo de las «eternas armonías» en que «lo humano se une a lo divino» por virtud de la más alta de nuestras fuerzas, «el amor que nos ensalza y redime», «el Eterno Femenino que nos lleva a lo alto» [«Das Ewig-Weibliche zieht uns hinan»].

De este modo nació una obra a la que, como a pocas otras, conviene incluso materialmente el atributo que Goethe solía asignar a toda «gran poe­sía»: el de ser «inconmensurable». Y es evidente que su unidad no debe buscarse directamente en «el desarrollo seguido de una unidad de acción, lineal, psicológica­mente bien concatenada» — de cuya ausen­cia Goethe mismo se sonrió tantas veces, como cuando hablaba de la «gótica bar­barie» de su extravagante «tragélafo» —, ni, menos todavía, en una esquemática uni­dad conceptual — contra la cual Goethe tantas veces protestó vigorosamente, inclu­so en específica relación con el Fausto. Co­mo cuando se sube al bosque por los mon­tes, y alrededor corren las aguas, susu­rran los árboles y aletean los cantos, de tal modo que de cualquier parte que uno se vuelva, oye una nueva voz, y, sin em­bargo, todo es una sola música — la música del bosque—, también en el Fausto la poe­sía sale al encuentro del lector por todos lados, con un solo ímpetu, y cada melodía es una melodía nueva, y, sin embargo, uno percibe que en todos los «acentos, modos y tonos» de la poesía hay algo común, como una «melodía interna» que transmite su propia inflexión a todas las melodías sin­gulares o como el fluir subterráneo de una linfa común, tal que llega a todos los deta­lles.

Es esencialmente una unidad interior, lírica, que se manifiesta en un cierto sello constante, que el modo de sentir y de poe­tizar de Goethe, a pesar de sus ricos y va­riados matices, mantiene constantemente, y que se» manifiesta por todas partes en mil signos diversos y concordes: en el tono de clara conciencia interna que siempre acompaña incluso a los momentos de más exal­tada pasión; en la pensativa serenidad su­perior en que aun las más agitadas imáge­nes de la vida se hallan como instintiva­mente englobadas; en las transparencias espirituales en que todas las masas de som­bra y obscuridad tienden siempre a deshacerse; en la natural, y por así decirlo, congénita adecuación con que, como por un proceso simple d£ necesidad interna, la inspiración se resuelve en poesía; en el sentido de soberana facilidad que siempre domina en la poesía, aun cuando se eleve a las más altas esferas o se tienda en un último esfuerzo; en la imperturbable liber­tad de movimientos y espontaneidad de aliento con que la poesía se desata y des­arrolla, pareciendo «haberse hecho por sí misma»; en la fluida levedad de las modu­laciones y la límpida pureza de las formas en que el espíritu del poeta — aun ante la visión de una vida que es perenne anhelo y drama continuamente renovado — se pre­senta aplacado, como si dentro de sí, an­teriormente, ya hubiese superado todo su peso. Es como si desde un centro de obser­vación profundo y con vasta visualidad, un ojo abierto y lleno de una propia y quieta luz interna contemplara la realidad huma­na y la vida entera; y todas las cosas, reflejándose en él, reposaran dentro de aquella luz. Precisamente en esta «forma interna» — variada de apariencias pero siempre cohe­rente consigo misma — la obra tiene su viviente unidad.

Y sólo en segundo plano con respecto a ella, y por así decirlo, su­bordinadamente, aparece la trama exterior unitaria de desarrollo a lo largo de la cual los sucesivos momentos de la poesía se disponen: irregular y desigual en sus des­envolvimientos, inestable y en muchos pun­tos discontinua, ésta — si bien da al poema su indispensable urdimbre — es poco más que un hilo conductor que nos lleva a tra­vés del multivago laberinto de la poesía. Por este motivo, el mismo Goethe, en una carta a Schiller, compara una vez, bromean­do, su poema a una familia de hongos [«eine grosse Schwammfamilie» ], los cua­les «pertenecen a un único conjunto» por­que nacieron todos en un mismo suelo de una misma semilla, pero tienen cada uno su propia existencia autónoma; su gusto clá­sico se preocupaba por ello, pero aquella obra suya había nacido y continuaba na­ciendo así, y él no podía hacer nada para evitarlo. Pero aquello que Goethe, escri­biendo, quizá no pensó, es que, por otra parte, precisamente por esta su particular estructura interna, se abrieron al Fausto algunas de sus mayores posibilidades crea­doras. Ante todo, sólo de esta manera — por las profundas pausas que necesaria­mente debieron mediar entre uno y otro de sus momentos sucesivos — el poema pudo acoger en sí, sin que ello le causara una excesiva perturbación, tantos diversos acen­tos y tantas diversas visiones de la vida; y han podido coexistir en un mismo mundo de fantasía, «sin incurrir en incompatibili­dad de caracteres», Mefistófeles y Margari­ta, Marta y Elena, Wagner y Euforión, las brujas de la noche de Walpurgis y los án­geles del Paraíso, Fausto encerrado entre las estrechas paredes de su estudio y Dios, Señor de los espacios infinitos.

En segundo lugar y, sobre todo, sólo así — por el conti­nuo abrirse de directas perspectivas en profundidad detrás de cada situación par­ticular, más que detrás del conjunto de la obra exclusivamente — ha podido producirse el hecho de que circule a través de todo el poema, entre escena y escena, entre ima­gen e imagen, a modo de una atmósfera natural, aquel «sentimiento inmediato y constante de las cosas eternas», cuya omnipresencia constituye quizá la peculiaridad más específica y de más vasta resonancia que el Fausto posee. Nos sentimos traspor­tados a un mundo en el que el misterio último de la vida es sentido como algo tan presente y cercano, tan inmediatamente perceptible, que todas las habituales rela­ciones de valor resultan subvertidas, y to­das las cosas, aun conservando su propio aspecto, quedan sumergidas en luces im­pensadas y nuevas, como de magia. El más humilde detalle — el suspiro de Margarita por su madre, siempre «tan cuidadosa» [«so akkurat!»]—puede lograr de golpe, como revelación de un alma, un valor de rea­lidad espiritual tan grande que no es ma­yor el de Elena, que vuelve por breves horas a la vida con su alma antigua: la más «real» de las situaciones — Fausto que deja caer de sus labios la copa del veneno cuan­do llega a sus oídos el tañido de las cam­panas de Pascua — puede aparecer, en su simplicidad, por el modo como acontece, un milagro tan grande, que no es mayor el de Fausto que baja las Madres en el mun­do de las cosas no nacidas, fuera del es­pacio y del tiempo. Entre la realidad y el mito la línea de demarcación se desvanece; también la realidad, • como tal, con todas sus notas, se transfigura internamente de tal modo que el paso al mundo de los mi­tos, cuanto se produce, es apenas sensible. De episodio en episodio — en variaciones cada vez nuevas —, la poesía del Fausto re­nueva cada vez, en experiencias continua­mente diversas y en último término siem­pre convergentes, este proceso espiritual.

La «Dedicatoria», a la que debía corres­ponder, al final del poema, otro poema lírico, ya compuesto y luego suprimido, ti­tulado «Despedida» [«Abschied»] presenta su reflejo dentro del alma del poeta mismo, evocando directamente el proceso creador de que nace la poesía: la superación de todo cuanto hay de subjetivo en las expe­riencias personales («mi dolor resuena por las locuras desconocidas»), el desvanecerse de toda realidad inmediata y contingente y el surgir de una nueva y más verdadera realidad interior («lo que poseo me parece lejano, y lo que se desvanece se hace ver­dad para mí»). El «Prólogo en el teatro» — a través de la contraposición de los pun­tos de vista del poeta, del director-empre­sario y del actor – – plantea nuevamente el mismo problema con referencia a las rela­ciones entre la poesía pura y las exigencias del teatro, entre la poesía pura y «la ale­gría de la ilusión escénica», entre la poesía pura y la totalidad de la vida. Y luego, de un salto, una vez establecidas de este mo­do las oportunas visuales y creada espiri­tualmente una atmósfera adecuada, empie­za el poema propiamente dicho, con uno de los momentos de más alto vuelo que la poesía de Goethe haya alcanzado jamás: el «Prólogo en el cielo». En el himno que los arcángeles entonan en alabanza a la po­tencia de Dios y a la magnificencia de lo creado, palpita verdaderamente la poesía de los espacios infinitos «a la vista del Eterno»; y ante esta inmensidad de fondos, en el remoto y arcano rincón del mundo en que se desarrolla, ¡qué intenso relieve no alcanza — con su cálido acento de simpatía humana — el diálogo entre el Señor y Me­fistófeles acerca del «problemático» Fausto, «cuyo agitado corazón no puede hallar la paz en ninguna cosa, ni vecina ni lejana»!

El diálogo fue sugerido a Goethe por el libro de Job (v.); pero una profunda revo­lución de la conciencia moderna se anun­cia en él como «un hecho consumado»: los cielos abstractos de la teología se han alejado definitivamente y entre la benigni­dad serena y sonriente del Señor y la iro­nía socarrona y llena de malicia — pero más aguda que corrosiva — de Mefistófeles, hay toda una indirecta reivindicación de los valores humanos. El propio Mefistófe­les se halla ahora, como persona admitida, entre los «fámulos» del Señor; y el reto que lanza — de «hacer desviar a Fausto y conducirlo a su perdición» — tiene ya se­llado su resultado desde el momento en que nace: pues por frágil de fuerzas, inquieto y discorde que sea, el hombre lleva directa­mente en sí, «en su obscuro impulso», jun­tamente con las razones de su drama, la «luz de conciencia» que le guía a su sal­vación. Desde el cielo, de donde arranca, como individual disonancia transeúnte en la divina armonía, el drama de Fausto es así proyectado sobre la tierra. Y las tres primeras escenas de la Primera Parte — des­de el monólogo de Fausto en su estudio hasta la conversación con Wagner — ponen al descubierto sus términos con una ele­mental potencia explosiva. No se trata úni­camente del «fracaso de la ciencia», de la «insuficiencia de nuestra capacidad de co­nocer y saber» — como a menudo se inter­preta—: nada se alejaría más del espíritu de Goethe, para el cual, por el contrario, como para Leonardo, «el hombre debe in­dagar lo que es investigable e inclinar la cabeza con reverencia ante lo que no se puede explorar».

Lo que Fausto pide al estudio no es, en realidad, únicamente «ciencia» — «ciencia objeto de sí misma» — sino una «nueva dimensión» de la vida, un «dilatarse los horizontes humanos hasta abarcar el universo». Por esto deja tan re­sueltamente los libros y se vuelve hacia la magia. El tono realista del «Knittelverse» en el primer monólogo — «He estudiado, ¡ay de mí!, Filosofía» — no debe engañarnos: el planteamiento de la escena no es realista, sino mágica o, por lo menos, in­cluye en sí a la magia como primera exi­gencia. Cuando Fausto ha abierto el libro mágico de Nostradamus, y, a través del signo del macrocosmos, ha podido mirar, más allá de las apariencias, al infinito obrar armonioso de la naturaleza, ¿cuál es el gri­to en que prorrumpe su alma «luminosa de felicidad»? — «Bin ich ein Gott?» [«¿Soy, pues, un Dios?»], exclama. Pues esta es, en rigor, la verdadera substancia de su as­piración: algo que sólo en Dios puede ser realidad. El hombre puede hallarse ante el más extraordinario de los espectáculos, pero siempre es, «¡ ay, sólo un . espectáculo!» Y no hay fuerza mágica que pueda ayudarle a franquear el límite prohibido. Por el con­trario, ni siquiera las fuerzas de la natura­leza que actúan sobre la tierra — y por ello las más próximas de todas al hombre — pueden identificarse, unificarse con su vida. El hombre puede indagarlas y reconocerlas porque pertenecen al mundo de su expe­riencia; y por esto Fausto puede, con su palabra mágica, obligar al espíritu de la Tierra, que es la encarnación de aquéllas, a comparecer ante él; pero cuando éste, coaccionado por su llamamiento, aparece en la llama, Fausto no soporta su vista: «Schreckliches Gesicht!» [«¡Terrible vi­sión!»].

También el Espíritu de la Tierra, aun en su limitado mundo, encarna en sí fuerzas cósmicas: presente en todas partes, operante en todo tiempo, crea — no sufre — la vida y la muerte. ¿Qué cosa puede ser el hombre, con sus frágiles fuerzas indivi­duales, frente a aquél, frente a un Espíritu que «en el rumoroso telar del Tiempo teje eternamente el vestido viviente de la divi­nidad»? «¡Te pareces al espíritu que com­prendes, pero no a mí!», dice el Espíritu de la Tierra a Fausto, despectivamente, an­tes de desaparecer. Así, las profundas olas que había levantado el impulso del alma de Fausto hacia una vida sin límites, vuelven a caer sobre sí mismas; y la poesía vuelve a los tonos realistas en que se había ini­ciado, vuelve entre las cuatro paredes del estudio-laboratorio, donde ahora es subra­yada humorísticamente por el diálogo que Fausto sostiene con Wagner, el «famulus» de buen corazón y corta inteligencia, el excelente discípulo y asistente y futuro profesor, para quien aquellas cuatro pa­redes constituyen el mundo entero. En su vehemencia de tensión dramática, el grupo de escenas es de una potencia grandiosa: el problema fáustico — el tender sin tregua a la más alta, vasta e intensa existencia — toma cuerpo en su forma absoluta, en re­lación no a este o aquel aspecto de la vida, sino a su totalidad. Y una posición análoga se revela en cierto modo también en la escena siguiente, el llamado «segundo mo­nólogo», pero ahora en una nueva tonali­dad.

Fausto no está ya dominado por los impulsos instintivos y las emociones inme­diatas; toda su vida es llevada por el poeta a un plano de conciencia reflexiva: Fausto «sabe» la vanidad de todas sus aspiraciones más profundas; y cuanto más «sabe» más se abisma en aquel pensamiento; y en aquel pensamiento todo su sentimiento de la vida se apoya, lenta pero inexorablemente, hasta que las fuerzas interiores de resistencia ceden y no queda más que una salida, la muerte. Todo el «monólogo», que repite uno por uno los motivos, y a menudo in­cluso las imágenes, de las escenas prece­dentes, transponiéndolas a un apaciguado tono meditativo, no es otra cosa que este proceso puramente interior de un alma que se hunde, hasta su extremo naufragio, den­tro de sí misma; de modo que, cuando Fausto, presa de su certeza desolada y sin esperanza, va a llevarse a los labios la copa de veneno, su gesto, no ligado a ninguna causa específica, parece subir, extrañamente sereno y lento, desde las profundidades de su naturaleza, como algo necesario y fatal.

Y por la misma razón adquiere tan extra­ordinaria verdad poética el milagro de Faus­to que, de improviso, al oír en la mañana primaveral el gozoso repique de campanas y los coros litúrgicos de Pascua, experimenta una subversión total en su estado de áni­mo y se siente devuelto a la vida. No un motivo personal, sino el sentimiento des­consolado del destino común de los hom­bres, lo había conducido hasta el umbral de la muerte; y ahora no es tampoco un motivo personal, sino el dulce sentimiento de una íntima alegría común a todos los hombres, el que libera de todo peso a su alma: antiguos recuerdos que vuelven a su memoria, imágenes de inocencia, de alegría, de serenidad: también esto existe en el mundo de los hombres. Y Fausto se rinde: de sus párpados brota «una lágrima y la tierra vuelve a poseerlo» [«Die Tráne quillt, die Erde hat mich wieder!»]. Y «Fausto, hombre entre los hombres», es el tema de la escena siguiente, en la tarde de Pascua, fuera de las puertas de la ciudad. Es un cuadro de vida popular, a la manera de los pintores .flamencos. La multitud en fies­ta que pulula por los caminos en todas di­recciones, gente de todo género y de toda edad; unos bromean, otros cantan, otros bailan; se bebe en el mesón, se habla, se va en barca; dondequiera que se mire, se ven hombres libres de sus preocupaciones habituales, que se divierten cada uno a su modo, según su naturaleza.

Y por encima de todos y de todas las cosas brilla la luz de la primavera; por encima de todos y de todas las cosas, la embriaguez de la prima­vera vibra. En las líneas del paisaje am­plio, espacioso, pero encerrado en sí mis­mo, en la distribución de las notas de color que avivan la visión de todo aquel gentío en libertad y en disperso movimiento, el cuadro es de una infalible seguridad de composición. Precisamente por esto, es tan­to mayor la impresión causada por la figura aislada de Fausto, con su andar lento y cansado: «Nur wenig Schritte noch hinauf zu jenem Stein» [«Sólo faltan unos pocos pasos hasta aquella piedra»], parece un ver­so interminable; tan grande es el cansancio, que retarda y hace pesado el respirar. «Li­berados del hielo están ríos y arroyos»: también Fausto, por un momento, ha sido presa del hechizo, y la descripción que hace del despertar de la vida en la naturaleza y en los hombres es un fragmento de serena y altísima lírica. Pero en vano repite a su vez: «¡Aquí soy un hombre, aquí puedo serlo!»; en realidad, se siente íntimamente separado de aquella multitud que se reúne a su alrededor para manifestarle su respe­to; se siente separado, y quizá diferente: él también es sensible a la belleza del mun­do y a los goces de la vida; pero «otra alma» dentro de él tiende incesantemente hacia lo Inefable, lo Inalcanzable. Y, en el «contraste entre las dos almas», se debate perennemente su existencia. Fausto no sabe desprenderse de la tierra, pero es incapaz de hallar la paz en ella. El pacto con Me­fistófeles, que conducirá a Fausto a arrojarse de lleno al torbellino de los placeres, se acerca: Fausto está maduro para la de­cisión.

Muchas veces se ha planteado el problema de por qué razón Goethe — des­pués del regreso de Fausto a su casa — con­sideró necesario dividir la discusión del pacto en dos escenas sucesivas, que se des­arrollan en el mismo ambiente y entre los mismos interlocutores: ¿no podía resolverla en una sola? En realidad se trata de dos escenas bien distintas, de inspiración dife­rente. La primera, que deriva directamente del Volksbuch de Pfitzer, está destinada propiamente, no a la discusión del pacto — que apenas está insinuado — sino a la presentación del «diablo Mefistófeles», y está escrita en un estilo particular, adaptado a su carácter fantasticogrotesco. Este diablo turbulento, que se transforma en perro y estudiante, es, sin duda, demoníaco, pero con rasgos cómicos y burlescos, en los que el poeta ha dado libre curso a su fantasía. ¡Cuán distinto es, en cambio, el tono de la escena siguiente, que tiene verdaderamente por objeto la estipulación del pacto! Todo es serio y grave. Mefistófeles aparece en su definitivo atuendo de caballero español — traje encarnado, bordado, con guarnicio­nes de oro, capa de seda rígida, pluma en el sombrero y espada al cinto —, pero bromea poco y con discreción, por lo me­nos hasta que está seguro de sí y tiene en sus manos el contrato debidamente firmado. Quien domina la escena es Fausto. «Dema­siado viejo para poderse. contentar de ilu­siones, demasiado joven para no tener de­seos», se halla en un estado de ánimo que oscila entre la postración — en la que ya no le interesa nada — y una desesperación que le induce a maldecirlo todo.

Mefistófeles se brinda a unirse a él y hacer en todo su voluntad en este mundo, a condición de que para el otro Fausto esté dispuesto a cederle su alma. ¿Por qué no? «De esta tierra surgen sus alegrías y este sol resplandece sobre sus dolores», y el más allá es lejano y desconocido. ¡Mientras pueda vivir en esta tierra «su» vida! No es que espere de Mefistófeles lo que éste no podrá darle ja­más: su alma; en este sentido, no se hace ilusiones. Fausto siente que no alcanzará jamás — según los términos del convenio — el momento al cual su alma pueda decir «¡detente!», completamente saciada. Pero durante todo el diálogo la dinámica de los estados de alma de Fausto se determina y precisa en un continuo «crescendo»; y la decisión de firmar el pacto es el resultado natural de esta lógica interna del senti­miento. Sea el que fuere el porvenir que le espera al lado de Mefistófeles, sea el que fuere el destino que le aguarda a la hora de cumplirse lo convenido, lo que importa a Fausto es hacer callar a su propia inquie­tud; y la voluntad de los sentidos y las mismas vicisitudes de las cosas contingentes en su vertiginoso devenir sin tregua, le atraen por. esto mismo en sí y por sí, como una embriaguez que lo domina, como un hechizo abismal. Y por esto firma, aunque sea sin entusiasmo ni grandes esperanzas. Firma con su sangre. Pero Mefistófeles, que durante toda la escena ha permanecido en segundo plano, antes de que empiece para Fausto la nueva vida, toma su desquite y, por un instante, es él quien domina la es­cena, en el «Diálogo con el estudiante».

Y, así como en su primera aparición se ha­bía mostrado a Fausto en su fantástica na­turaleza de demonio, ahora, poniéndose la toga de Fausto, se muestra en su- calidad de «compañero del hombre»: humano de aspecto y de inteligencia, hasta el punto que el Estudiante no duda de nada; pero al mismo tiempo insidioso, irónico, con mu­chos dobleces en su ironía, y siempre, en todo cuanto dice, a medio camino entre la verdad y la mentira, lo serio y lo jocoso: «maestro del doble juego», siempre inge­nioso y a menudo equívoco. La áurea sen­tencia que da como viático al Estudiante es: «¡Gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida!», y la divisa que escribe en su Diario, al despedirse: «Eritis sicut Deus, scientes bonum et malum». Y luego, arrojando su capa sobre los hombros de Fausto, se lo lleva consigo. Ha empezado el gran viaje. Y la primera etapa es la ta­berna de Auerbach, bien conocida en la leyenda faustiana y bien conocida personal­mente de Goethe, de cuando era estudiante en Leipzig. Cuatro estudiantes están senta­dos a la mesa, representantes de los cuatro «grados académicos» habituales en la so­ciedad estudiantil: beben, ríen, disputan, cantan y alborotan. Una vez más, nos ha­llamos ante un «cuadro a la manera fla­menca», pero esta vez en la atmósfera en­rarecida de una hostería. Es la vida de los goces materiales: campechana y jocunda, pero sin idealidad ni luz. ¡Verdaderamente, no es por esto que Fausto se ha jugado la salvación eterna de su alma! El propio Me­fistófeles parece tomar parte en el regocijo — hasta el punto de que a la canción de Balder sobre «el gato que revienta por ha­ber comido veneno» la acompaña con otra sobre «la pulga en la corte» —, pero lo hace para burlarse de los cuatro compadres, y al final, con un sortilegio, les deja, a cada uno de ellos, con la nariz de su vecino en la mano.

Qué es lo que ocurre aun en tan bajas esferas, para interesar a Mefistófeles, puede empezar a verse en la segunda etapa del gran viaje, la Cocina de las Brujas. En el canto del Gato sobre «el mundo, que es redondo y gira continuamente», en los gritos de la bruja cuando llega: «¡Arre! ¡Arre! ¡Arre! ¡Maldita bestia! ¡Puerca maldita!» [«Au! Au! Au! Verdammtes Tier! Verfiuchte Sau!»], en la intervención de Mefistófeles que, aullando, arroja por los aires todo lo que hay encima de la mesa y todo lo que está en el fuego, se desenca­dena «en proporciones de cocina» un pe­queño aquelarre orgiástico, frente al cual, el «rejuvenecimiento» de Fausto, que, en vistas a los fines generales de la acción, es el objeto de la escena, pasa casi sin relieve. Más que del rejuvenecimiento — que el poe­ta evidentemente sintió poco porque la si­tuación era demasiado distinta de aquella de la «renovación y rejuvenecimiento» pro­pios en que pensaba mientras escribía, en Italia—, el elemento fáustico de la escena está representado por el estado de éxtasis en que cae Fausto, ante la imagen de una «mujer desnuda bellísima» que — muelle­mente tendida como en los cuadros de Giorgione y Tiziano — se le aparece en el es­pejo mágico. Mientras alrededor triunfa sin reparos la orgía de las vulgaridades en gro­tesco griterío, la visión de belleza encadena los sentidos de Fausto al mismo tiempo que arrebata su alma. Es el preludio al «episo­dio de Margarita», con el cual Fausto entra de lleno en la realidad de la vida, y la poesía, en su cándida simplicidad, inerme, desciende hasta tocar las raíces mismas del ser.

Margarita es, a un tiempo, «la infinita adorabilidad de la vida» y «la infinita pie­dad por la vida», tal como Goethe las siente. Basta leer la primera escena — y en sí y por sí más insignificante — del episodio: Margarita que sale de la iglesia; una mu­chacha modesta, recatada, y, si llega la ocasión, dispuesta a replicar: nada más que eso; pero la figura está tratada, en todas las palabras, con una delicadeza de tacto cauta, cuidadosa, atenta: se siente que Goethe, lo mismo que Fausto, está en ado­ración ante aquella joven. Esta actitud del poeta se renueva a cada escena. Por ello todas ellas son, por una parte, eslabones de una cadena; pero más aún, y sobre todo, un pequeño mundo que se sostiene y se concluye en sí mismo, detrás del cual pa­rece vislumbrarse el rostro del poeta como, en ciertos cuadros medievales, la figura del «orante» arrodillado. El ritmo de la com­posición del poema entero — con sus dis­continuidades y su absoluta libertad de des­arrollo— entra así de lleno en el episodio mismo, ampliando desmesuradamente su aliento. Ya no se trata únicamente de una historia de amor: es — a través de la his­toria de amor — un ahondar general en todo el problema de la vida, tan ahincadamente que en él se consumió, agotada, toda la inspiración de Goethe joven, hasta el punto de que, durante quince años, no volvió a su poema, como si, en relación con Fausto, su alma hubiese «quedado vacía» y sin nada más que decir. Detrás de cada pormenor, por humilde que sea, está el alma entera del poeta. Una escena como la titulada «Abend» [«La tarde»]—cuando Fausto po­ne por primera vez el pie en casa de Mar­garita— se diría «hecha de nada», como la escena precedente: no ocurre nada; el úni­co que «hace algo» es Mefistófeles, que deposita en el armario el cofrecito de las joyas.

Pero ¡qué milagro de complejas pers­pectivas y «luces internas en las almas» no abre el juego de los sentimientos! Es «la poesía de la vida como inocencia» — cuando la vida es todavía ingenua, clara, confia­da — y crea a su alrededor, con su inocencia, un hechizo por cuya virtud todo cuanto a ella se acerca se vuelve límpido y puro. Ante la cama en que Margarita fue engen­drada, en la habitación donde con tanta impaciencia la ha imaginado,. de lejos, su ávido deseo, Fausto no tiene ni un pensa­miento que no sea casto, no experimenta un sentimiento que no sea de respeto y re­verencia: le acoge entre sus brazos el sillón que fue en otro tiempo «del abuelo trému­lo», a cuyo alrededor «un día se reunía un ejército de niños» — y es como si tam­bién él acogiera en su seno la seriedad eter­na y la santidad de la vida. Luego, apenas Fausto se ha alejado, llega Margarita y, en la habitación en que ha estado también Me­fistófeles, advierte inmediatamente la pre­sencia de algo extraño, turbio, en el aire, y abre la ventana, invocando el regreso de su madre, y sólo en el canto encuentra la liberación. La vida es para ella completa­mente sencilla, lineal, definitiva, incluso la canción que canta es la del amor que forma una sola cosa con la vida: la balada del Rey de Thule (v.), «que bebe por última vez en la copa de oro que le dió su amada, arroja la copa a las olas del mar, la ve caer, hundirse, y cierra los ojos y muere». Luego, de golpe, al abrir el armario para guardar sus vestidos, Margarita descubre el cofrecito, mira lo que hay dentro y se que­da estupefacta y admirada, y no puede evi­tar tomar las alhajas y «probarlas en su propia persona» ante el espejo. Pero no son suyas, y pronto las devuelve al cofre, y al hacerlo suspira: «¿De qué sirve ser hermo­sa, ser joven?…

¡Todo tiende al oro, todo depende de él! ¡Ay! ¡Pobres de nosotras!». En la sucesión de estados de ánimo, lo mis­mo que en la figuración final con que se cierra, la escena constituye un bloque de poesía completo en sí mismo y perfecto: la nostalgia de idilio del alma del siglo XVIII quizá no ha encontrado jamás otra imagen de tan pura y espontánea gracia para expresarse. Naturalmente, no todas las esce­nas alcanzan esta intimidad de acentos; pero, en las variaciones de tono, cada una de ellas provoca efectos igualmente sor­prendentes en su propio estilo. Cuando se lee el extraño interludio «Paseo» [«Spaziergang»] — que viene inmediatamente des­pués—, parece que por la poesía atraviesa un vendaval que se lleva consigo todo va­por romántico sentimental: ¡tan alegre es la situación en que se encuentra Mefistófe­les! A pesar de su sencillez, la madre de Margarita ha logrado burlar al mismísimo diablo: «ha olido que en el cofrecito debía de haber algo poco devoto» y se lo ha lle­vado al señor cura; y «¡Mefistófeles se mor­dería de rabia la cola, si al revestir aspecto humano la hubiera conservado!». Con su tono burlesco, la sátira contra «el robusto estómago de nuestra santa madre Iglesia» — con que Mefistófeles desahoga su bilis — sirve también, en cierto modo, de puente hacia el «realismo a la manera flamenca» de las dos escenas que siguen: «La casa de la vecina» [«Der Nachbarin Haus»] y «Jar­dín» [«Garten»], divididas por un diálogo entre Mefistófeles y Fausto (cfr. «En la calle» [«Auf der Strasse»]). Para los fines de la acción, el objeto es sencillamente ha­cer que Fausto y Margarita se encuentren a solas en un lugar apartado; pero el gusto que el poeta ha encontrado en retratarla, ha dado también a la figura de la «señora Marta Schwerdtlein» un relieve propio, de una deliciosa comicidad popular.

Alcahueta por buen corazón, porque «¿cómo se puede decir que no, cuando se trata de hacer feliz a una muchacha?»; esposa que tiene a su marido lejos — y hace tanto tiempo que está sola, ¡ tan sola, Dios mío! —, Marta, con su «corazón disponible», es la que siem­pre está dispuesta, dispuesta a todo: a char­lar, a conmoverse, a llorar y a reír y, na­turalmente, también a prestar su propia casa para los amoríos de una amiguita, e incluso a volverse a casar a su vez — aun­que sea en seguida, ¿por qué no? — si es verdad que su marido murió, como Mefis­tófeles le está contando. Mefistófeles^ «jue­ga con ella» como el gato con el ratón. En la «casita con jardín» del arrabal, la es­cena se presenta verdaderamente como un «cuadrito de género», al estilo de Brouwer o Teniers, que podría titularse «el diablo y la mujercita». Y, sin embargo, la decla­ración de amor de Fausto no puede ni si­quiera concebirse fuera de este embrollo grotesco humorístico en que se inserta, en­tre el alterno «pasar y volver a pasar de las dos parejas por la escena» que le sirve de sugestivo marco. Y precisamente porque Mefistófeles está presente y se ríe de an­temano, escépticamente, del lenguaje ar­diente de los enamorados, parecen tan «vi­vidas» y desnudas de todo énfasis las pa­labras de Fausto, que «busca un nombre a su sentimiento y no lo encuentra», y por esto llama, con expresión asimismo inade­cuada, «infinita, eterna, la llama en que arde»: precisamente porque hay, con recur­sos paralelos, la contra escena en que Mefis­tófeles tiende a Marta, «para tenerla con­tenta», peligrosas trampas de triviales cum­plidos, por esto mismo llegan hasta el co­razón los acentos de inerme sinceridad con que Margarita, en un estado de felicidad virginal y casi infantil, confía a Fausto to­dos los pormenores de su humilde vida de «mujercita de su casa», siempre atareada, o le habla de su pasado, de los tiempos en que tenía una hermanita y la cuidaba, la acunaba en sus brazos, se la llevaba a su cama y le hacía de madre.

Es como si sintiera la necesidad de «entregarse toda, espiritualmente», al hombre a quien ama; y ya presagia la pasión de él, e interroga, pétalo por pétalo, la flor cuyo nombre lleva. Fausto la coge de la mano, protesta de la eternidad de su amor; ella huye y él la persigue, la alcanza en el pabellón donde se ha escondido y la besa (cfr. «Un pabe­llón en el jardín» [«Ein Gartenháuschen» ]). Mientras tanto, ha caído la tarde, y ha llegado la hora de la separación. Pero los dos enamorados están ya en manos del des­tino. Y uno de los «hallazgos» de Goethe fue colocar, en la definitiva ordenación del poema, precisamente en este lugar — antes del «pecado» y no después — la escena «Bos­que y caverna» [«Wald und Hóhle»]. En el Ur faust, el motivo de la inquietud de Faus­to — descontento de sí mismo y del mundo y decidido a no volver a ver a Margarita — se incluía después del monólogo de Valentín y constituía, con sus pinceladas de remordi­miento, una variación moralista y desilu­sionada del bíblico «post peccatum animal triste». La nueva colocación confiere, en cambio, a la escena un tono mucho más alto. En el momento mismo en que el des­tino empieza a cumplirse, Fausto tiene, en un relampagueante «momento lúcido», la percepción neta de la realidad a cuyo encuentro se dirige: precisamente en la más intensa de sus experiencias — la del amor—, el drama de su alma atraída por dos fuerzas opuestas — en lugar de conciliarse en una superior armonía — se exalta hasta su más trágico choque: y no sólo la vida se aniquila a sí misma en su propio impulso, sino que esparce a su alrededor dolor y ruina: el hombre «quiere y por esto mismo es causa de desdichas y males».

En­cerrada en su «pequeño mundo», como en la quieta soledad de «una casita en los Al­pes», Margarita vivía serena «entre sus to­davía imprecisos pensamientos», casi como una niña; y ha llegado él, Fausto, y con la vehemencia incontenible de su pasión la está arrastrando — a ella y a todo su mun­do— hacia el abismo, juntamente con él. Por esto Fausto quisiera alejarse, huir. Na­turalmente, son propósitos falaces, porque nadie huye de sí mismo; pero la escena es como un súbito relámpago que se refleja en profundidad en todas las escenas ulte­riores. Los términos mismos de la tragedia, por toda la duración del episodio, quedan desplazados: el centro ya no es Fausto — fuerza impulsiva inagotable que avasalla y lo arrastra todo, y, atravesándolo, se sal­va—, sino Margarita. De Fausto es la res­ponsabilidad y la culpa; pero únicamente en el destino de Margarita, Fausto, en rea­lidad, «vive hasta el fondo su tragedia» y cumple hasta el fin su expiación. La figura de ella, tan delicada y frágil, llena la poe­sía y la domina. He aquí, en efecto, inme­diatamente después, a «Margarita en la rue­ca» [«Gretchen am Spinrade»]. La joven está sola en su cuarto y Fausto está lejos; pero ella no ve, ni piensa, ni espera ni re­cuerda más que a él; la llama inquieta de sus sentidos inocentes tiende hacia él, y hacia él tiende su «felicidad sin paz»; el mundo entero ha desaparecido a su alre­dedor. Mientras gira la rueca, Margarita canta: «Se me acabó la paz, mi corazón está oprimido», y el canto, en su ritmo breve y su cansada cadencia, tiene la sencilla dul­zura de un Lamento antiguo: antigua y eterna como el amor y como la vida. In­cluso en la escena siguiente, en el «Jardín de Marta» [«Marthens Garten»] —la llama­da «escena de la profesión de fe», o, mefistofélicamente, de la «catequesis» — es Margarita quien en realidad da el tono al diálogo.

Es cierto que Fausto prorrumpe en un himno religioso panteísta de ímpetu tan conmovido y de tan alto vuelo que es fácil reconocer en él una directa efusión del al­ma misma de Goethe; pero quien lleva las palabras al tema religioso, porque tiene el corazón lleno de él, no es Fausto: es ella, Margarita, cuyo corazón rebosa ansia y pena porque «cuando está cerca de su Dios, precisamente entonces siente que su amigo no está con ella». Por esto le pregunta si no frecuenta los santos sacramentos, ni va a misa, ni a confesarse: «¿Cree todavía en Dios?». En vano Fausto la sumerge bajo la oleada lírica de su místico arrebato pánico: «¿A quién es lícito darle nombre?… Miste­rio eterno, visible, invisible, junto a ti… Llena de él tu corazón, y cuando seas ente­ramente feliz en este sentimiento, llámalo como quieras; llámalo felicidad, corazón, amor, ¡Dios! Ignoro el nombre de todo esto. El sentimiento lo es todo; el nombre es rumor y humo». Margarita, naturalmente, no puede discutir con él, pero sostiene la acometida con su indefensa sencillez: «Tam­bién el señor cura dice algo así, pero con palabras un poco diferentes». En realidad, hay en su religiosidad humilde un valor que se mantiene incluso frente a la más alta embriaguez estática: el candor del sen­timiento. En sus plegarias, en sus «prácti­cas piadosas», su alma es toda humildad de oferta y devoción. Su Dios no se llama «corazón, amor, felicidad»: se llama Dios, únicamente Dios, ante el cual ella cae de hinojos. Su religiosidad es «pura» — donde sí sencillo y confiado —, como su amor.

Y por esto en la femenil profundidad de su instinto, con obscura pero infalible intui­ción, su pensamiento asocia al ansia y a las dudas religiosas de Fausto la inquie­tante imagen de su «compañero» — Mefistó­feles, el «impuro, frío, de mirada llena de escarnio» —, cuya sola presencia «le hace rebullir la sangre en las venas», porque «se le lee en la frente que es malo, nunca toma parte con su corazón en nada, y no es ca­paz de amar a un alma viviente». «Cuando lo ve — dice a Fausto — es como si no pu­diera amarle ni siquiera a él, como si ya no pudiera rezar». Pero Fausto no lleva «a su Mefistófeles» únicamente al lado; lo lleva también dentro de sí; y cuando más crece Margarita en pureza y gracia ante sus ojos, tanto más se enciende en el fondo de sus sentidos ávidos el deseo que está en acecho. La conclusión de sus místicos arrebatos — de su «hohe Intuition» — es que, en el momento del adiós, pone en manos de Mar­garita un frasco de somnífero para su ma­dre, a fin de que ésta no les estorbe en su proyectada entrevista nocturna. Margarita ama, no tiene ya resistencia ni voluntad: «¿Qué no haría por él?» Y Margarita «cae». Con la caída, la acción se precipita rápida­mente. Mientras el amor había sido una pura felicidad o inquietud interior, Fausto y Margarita habían vivido el uno para el otro como en una isla «fuera del mundo»; pero en cuanto el amor ha entrado en la plenitud de la realidad, ésta hace valer irremisiblemente sus leyes. Un sugestivo tríptico, con tres idílicos ángulos de peque­ña ciudad medieval en el fondo, presenta a Margarita en su nueva condición. En el primer cuadro, realista, pero todo en tonos incisivos y colores ligeros, Margarita está «en la fuente», junto con Liseta, de su misma edad [«am Brunnen»]: han dejado sus cántaros en el suelo y conversan.

Lise­ta habla de Barberina que — «con todas sus ínfulas» — «ha tenido un desliz y va a tener que pagarlo». Margarita piensa en los tiem­pos en que también a ella le parecía no «ver nunca bastante negro», y ahora tam­bién ella es «presa del pecado». En el se­gundo cuadro, la escena es en las afueras de la ciudad, entre las últimas casas y la mu­ralla [«Zwinger»]; en una hornacina, en el muro, hay una imagen de la Dolor osa; ante ella, algunos vasos donde Margarita pone flores frescas. Margarita reza; y su súplica sube dentro de ella desde remotas profundidades, dentro de las cuales se asus­ta su mirada; se inicia con una lenta me­lodía plañidera, sobre el motivo del Stabat Mater (v.); luego el ritmo, a pesar de que sigue el movimiento del «Quae moerebat et dolebat et tremebat» del canto sacro, amplía y extiende casi desmesuradamente su propio aliento para recoger el ímpetu de los sufrimientos personales y el martilleo desesperado de su congoja — «Wie weh, wie weh, wie wehe… Ich wein’, ich wein’, ich weine!»—, hasta que termina súbitamente en un sollozo: «¡Ayúdame, sálvame de la vergüenza y de la muerte!», y al mismo tiempo se aplaca, en virtud del alivio que toda plegaria lleva siempre consigo, y vuel­ve a su tono de súplica inicial. El tercer cuadro es un pintoresco y agitado «noctur­no» [«Nacht»]: en lo alto brillan las estre­llas, pero las estrechas callejuelas tortuo­sas de la ciudad están en las tinieblas. Sólo «de la ventana de la sacristía sale el reflejo de la sacra lámpara» esparciendo a su al­rededor una débil luz. Ante la puerta de Margarita está Valentín, sombrío, abismado en ponzoñosos pensamientos a causa del deshonor de su hermana.

Mefistófeles, que llega entonces con Fausto, entona una bur­lesca serenata; Valentín desenvaina la es­pada y, en el encuentro, cae atravesado. Acude gente, baja también Margarita, y Valentín le arroja a la cara su vergüenza, y después de maldecirla, muere — muere «ais Soldat und brav» —. Es como si todas las «fuerzas enemigas» que hay en el mun­do se cebaran en la «muchacha caída». Con todo, todavía se trata únicamente de ul­trajes, ofensas, dolores y congojas perso­nales. La cumbre de la tragedia no se al­canza hasta la escena siguiente, «en la ca­tedral» [«Dom»]. En el Urfaust, la escena iba ligada con el entierro de la madre de Margarita, muerta a consecuencia del so­porífero que se le había administrado: aho­ra, en el texto definitivo, la escena sigue a la muerte de Valentín, pero nada indica que se trate de su entierro. El poeta ha suprimido acertadamente toda alusión a he­chos concretos y específicos; ha dejado que dominase únicamente el «acontecimiento in­terior», la «revelación del mal» en una conciencia humana. Quizá, desde la Edad Media, no había vuelto a ocurrir que el problema del mal se hubiera sentido en una obra poética con tanta absolutez, y un te­rror tan agobiante. El Dies irae (v.) que resonando desde la altura con atronador acompañamiento de órgano lanza sobre la temerosa, cansada y trémula alma de la pecadora sus implacables imágenes de con­denación y sus obsesionantes rimas, no es un elemento adjetivo, una nota de color: a seis siglos de la época en que el antiguo himno fue compuesto, la inspiración re­nace, en la aterrorizada conciencia, con el mismo carácter de tremenda certeza. Las palabras que el «Maligno Espíritu» susurra al oído de Margarita, invisible dentro de ella, son «la voz misma de su conciencia» y tienen el mismo terrible carácter del «día del Juicio». Margarita no es ya sólo «la que sufre, la dolorida»: es «la culpable» ante su juez, ante Dios, que no deja nada por castigar. Y todas las llamas del Infierno parecen ya envolverla, en las palabras del «Maligno Espíritu»; las palabras del coro sa­grado resuenan encima de ella con los acen­tos de la «sentencia eterna». ¿Qué puede decir ella, mísera criatura? — «Quid sum miser tune dicturus?»—. Es como si todo cayera indefectiblemente sobre ella, como si la bóveda se hundiera y las grandes pilastras cedieran. Le falta aire, se le nubla la vista, y ni una mano se tiende hacia ella, para llevarle socorro.

«Los Elegidos, los Puros» — susurra el Espíritu — apartan de ella su mirada: ¡no quieren tratos con una «con­taminada»! Le faltan las fuerzas y se des­vanece. Entre todas las visiones de arte que el Dies irae ha suscitado, especialmente en la Edad Moderna, no hay ninguna de más sufrida humanidad ni más elemental po­tencia. Y precisamente — o por lo menos, también — por esto, el poeta ha hecho que a esta escena la siguiera la de la «Noche de Walpurgis» [ «Walpurgisnacht» ]: después de la vehemencia extrema de la tensión dramática, era necesaria, para el ritmo de la composición, una pausa. Por otra parte, también era necesario, a los fines de la poesía, relevar a Mefistófeles, por una vez al menos, de las exclusivas, aunque brillan­tísimas, funciones de «campechano compa­ñero y compadre» que asume en todo este episodio, para ser «él», enteramente «él», en plena realidad corpórea y en su propio mundo. La «Noche de Walpurgis» es, pre­cisamente, «Mefistófeles en su reino», en el Blocksberg, entre diablos y brujas en aque­larre, en la noche del primero de mayo, alucinante de deseos. Originariamente, se­gún un viejo proyecto, también Fausto de­bía «desencadenarse», naufragando en la vulgaridad de los sentidos; pero de esta obscena urdimbre sólo han quedado esbozos y fragmentos en los «Paralipómenos». Me­fistófeles sólo, en la redacción actual, se solaza y harta a su modo, entre inmundos chascarrillos y gestos lascivos; o, mejor, quien se solaza es también el poeta — Goe­the en persona —, que aprovecha aquella algazara para atacar a diestro y siniestro a sus adversarios y, no contento con haber enviado a la eternidad al ilustrado Nicolai [«Proktophantasmist»], en el hecho de curarse las sombras de la vista con sanguijue­las en la nalga, incluye en la fiesta todo un «Intermedio escénico» (cfr. «Sueño de la Noche de Walpurgis» [«Walpurgisnacht- straum»]), con las «Bodas de oro de Oberón y Titania» y con un «cortejo-baile», en el que los adversarios, uno a uno, desfilan y son objeto de sus acerbas sátiras.

Es un ca­pricho, y no se puede decir que mejore el poema; pero a Goethe le gustaba concederse estas «libertades». De todos modos, Fausto participa poco en la «noche embru­jada»; sobre todo recoge su aspecto fantas­magórico y describe en un bellísimo pasaje el mágico brillo del oro del palacio de Mammón en las minas de la montaña, pero no se siente nunca, ni realmente está, en su sitio, y en un determinado punto, cuando acaba de bailar con una joven bruja a la que, bailando, «se le escapa de la boca un ratón», ve surgir ante él, como a través de un velo, a lo lejos, la aparición de una «muchacha pálida y bella» que «se mueve lentamente», como si resbalase «a pies jun­tos» y «tiene los ojos de una muerta a quien ninguna mano amiga se los ha cerrado», i Margarita! La emoción es violenta y Faus­to queda como obsesionado. Y el desarro­llo fatal del drama se reanuda de golpe. Dos breves escenas: «Día sombrío, campiña» [«Trüber Tag. Feld»], en la que Fausto arremete contra Mefistófeles en una prosa declamada de tan explosiva violencia vol­cánica, que el propio Goethe renunció a retocarla para ponerla en verso; y la otra: «De noche, en campo abierto» [«Nacht. Offenes Feld»], con la visión relampaguean­te de Fausto y Mefistófeles qué pasan a galope tendido, en caballos negros, ante un patíbulo a cuyo alrededor una asam­blea de brujas fluctúa y ondea, inclinándose y encorvándose, esparciendo por el suelo algo misterioso, con gestos de consagración. Es el patíbulo en el que va a cumplirse la ejecución de Margarita, condenada por infanticidio. Y en la próxima escena está la catástrofe, «En la cárcel» [«Kerker»]. En la prosa del Urfaust la palabra estaba tan «entrecortada por la emoción», como un sollozo — no palabra, ya, sino casi única­mente un grito —, que en la poesía del Fausto definitivo no había lugar para ella: la traslación en verso la «diluye» en tonos más continuos y fluidos. Pero la desgarra­dora tragicidad persiste, a pesar del nuevo lenguaje.

Es la poesía de una vida interior que se desmorona. Ya la grotesca canción de cuna — «La ramera de mi madre / que me destrozó» — es atroz: ciertas palabras, en boca de Margarita, no pueden ni si­quiera imaginarse. Tan vasto es el derrum­bamiento de su alma, que todo su inte­rior es una ruina. Y sólo, disgregadamente, emergen de ella imágenes sueltas — en tonalidades visionarias de pesadilla—: la de «la madre sentada sobre un peñasco, con la cabeza que oscila pesada e incesan­temente», la del «niño / más allá del puentecito / dentro del bosque / a la izquier­da / en el estanque»; la del «amigo que está lejos y la dejó sola». Sólo estas visio­nes pasan una y otra vez por su interior, reaparecen y desaparecen. Los otros pensa­mientos «no ligan». El presente, la reali­dad, la prisión misma, es como si no exis­tieran. Es como si Margarita fuera insensi­ble a ello. Ni siquiera reconoce a Fausto, cuando éste llega y se arroja a sus pies. Solamente cuando la llama por su nombre: «¡ Gretchen! ¡ Gretchen!» desesperadamente, le reconoce en el acento de amor, que es el mismo de otro tiempo. Y le tiende los brazos y se queda sorprendida de que no la bese: «¿Ya no sabes besar?». Su amor, dentro de ella, es la única realidad viva, inmutable y eterna; y ¡él, en cambio, le habla de huir! ¿Para qué? En este mundo Margarita no tiene más que un deseo: «Ya­cer con su madre y su hermano en una misma tumba, / algo apartada, con su hijo en el regazo». Además, ella «no debe» huir. Su conciencia moral reacciona: «Ich darf nicht!». Y en vano Fausto insiste e intenta llevársela; ella sólo habla de su expiación y de su muerte. Confía en el «juicio de Dios», y cuando ve aparecer ante ella a Mefistófeles, no sólo es nuevamente presa de su antiguo terror, sino que se rebela:

«¡Échalo! ¿Qué quiere éste aquí, en un lu­gar sagrado?», e incluso se apodera de ella un sentido de terror ante su amigo: «Heinrich! Heinrich! Mich graut’s vor dir!», e implora la asistencia de Dios y ruega a las milicias celestiales que se pongan a su lado. «¡Está juzgada!», grita Mefistófeles. «¡Está salvada!», anuncia una Voz desde la altura.

Y el anuncio, después de tanta de­vastación de las almas, suena como una liberación. En verdad, si el sentimiento común alguna vez — demasiadas veces — ha identificado el drama de Fausto con el epi­sodio de Margarita, la perspectiva es real­mente falsa, pero el equívoco no carece de razones. Ciertamente, se trata sólo de un episodio. Pero ¡qué episodio! Se plantean en él todos los grandes problemas: junta­mente con el amor, la moral y la religión. La vida es vivida en relación con un par­ticular aspecto, pero — por las fuerzas que en ella convergen y alternadamente domi­nan — se encuentra empeñada la substan­cia más profunda de la vida, con una in­tensidad que anula a su alrededor toda po­sibilidad de compromiso y confiere a cada momento algo de cumplido, decisivo e irre­vocable. Es una de aquellas experiencias en las que la vida «se quema» a sí misma. Cuando Fausto desaparece de la cárcel jun­to con Mefistófeles — mientras el grito de amor y de advertencia de Margarita le si­guen todavía, perdiéndose en lontananza — no es únicamente el hombre dentro del cual se cierra — de un modo irrevocable, sin posibilidad de retorno — todo un mundo, del cual él ya ha agotado dentro de sí, has­ta consumirse en él, todo el bien y todo el mal, todos los goces y todas las amar­guras. Y cuando «renace» — en la «Segunda Parte» del drama —, todo un mundo poético se abre al mismo tiempo a su alrededor, condicionando e imprimiendo su sello a las nuevas experiencias.

La cesura entre las dos «Partes» es tan profunda que sólo en una estructura móvil y libre «de melodía infinita», como es el Fausto, puede ser pen­sada sin que resulte destruida la solidez interna de la obra. No se trata únicamente del hecho de que el «goce de la vida visto desde fuera» — como dice Goethe en un fa­moso esbozo de 1800 — es substituido por la alegría de «una vida activa que se ex­tiende hacia el exterior», y la «pasión en una atmósfera todavía sofocada e incierta» [«in der Dumpfheit Leidenschaft»] es re­emplazada por «el goce consciente», la po­sesión espiritual de la belleza. Todo esto ha brindado a la poesía algunos de sus nue­vos grandes temas; pero no es este único problema, por muy esencial que sea, sino todo el tono de la inspiración entera lo que ha cambiado. Mientras en la «Primera Parte» la vida era tomada en la realidad inmediata «cálida y palpitante» — o en un mundo de magia en el que ésta misma se prolonga, como una vibración sonora en una caja armónica, con más vastas reso­nancias —, ahora, en cambio, en la «Segunda Parte», la vida está toda vista, revivida, constantemente, en los «coloridos reflejos» [«farbiger Abglanz»] (v. 4727) con que se presenta en el plano del pensamiento, en la «destacada y serenada» claridad de la conciencia. Por esto se cierne sobre la com­posición la «apaciguada luz espiritual» pro­pia de la poesía del «viejo Goethe»; y de­rivaron todavía de ello otras dos conse­cuencias, de importancia decisiva para el planteamiento del drama. Ante todo, la ra­pidez de los escorzos y la síntesis del pen­samiento hicieron posible una radical sub­versión de posiciones, por la que no ya el mundo entero apareció exclusivamente en función de la experiencia interior de Faus­to, sino que éste, por el contrario, «ocupó su puesto» a su vez en el mundo, como individualidad representativa, y, sin em­bargo, singular.

Y fue como si se abriera un dique: las ondas de la vida, por todas partes, se precipitaron directamente en la poesía. Goethe, cuando emprendió su nue­va obra, iba por los ochenta años y tenía detrás de sí una existencia que — conside­rada en su conjunto, a distancia — no pue­de dejarse de ver como algo casi legendario. Lo había sido «todo» en la vida: «hombre salvaje» y maestro de ceremonias en la Corte, ministro y director teatral, poeta y «superintendente de reclutamiento», super­intendente de la Universidad y «régisseur» de fiestas de baile, restaurador de palacios, constructor de carreteras, arquitecto de jar­dines, anatomista, físico, geólogo, minera­logista. Había visto cómo a su alrededor se derrumbaban imperios, regímenes, organi­zaciones sociales, y se producían cambios grandiosos en todos los órdenes, la política, la filosofía, la poesía, el arte; y frente a cada acontecimiento había precisado su pen­samiento, ora asintiendo, ora rechazando, más a menudo «distinguiendo» con sencillez y claridad, según su naturaleza. Su cultura no había conocido límites, ni en el espacio ni en el tiempo; y del mismo modo que había discutido de filosofía con Schiller y Schelling, y de ciencia con Alejandro von Humboldt, había vivido — con la fan­tasía, en su obra poética — en la Persia de Hafiz y en la Grecia de Sófocles, en la Ro­ma de Augusto y en la Inglaterra de Sha­kespeare y en la Italia de Palladio. Y por su parte no había dejado nunca de ser «na­tural» y vital. Había pasado de juventud en juventud, renaciendo siempre, inagota­blemente. Ahora toda esta experiencia cum­plida resurgió en él y refluyó en chorro continuo, de cerca y de lejos, en su poesía.

Dueño absoluto de todas las formas poé­ticas antiguas y modernas, clásicas y ro­mánticas, acostumbrado a moverse en los «reinos de la palabra» con la misma na­turalidad con que otro hombre respira, le bastó dar curso a su «vigilado estro». Y ahora es una extraordinaria efusión lírica la que le sale del corazón, ora una aérea y alegre sucesión de imágenes, ora la punta aguda de un epigrama, ora la solemnidad de una sentencia, ora un arrebato de ira, ora una luminosa palabra de «sabiduría vi­vida», ora una arcana revelación de miste­rios o un brillar de enigmáticas sonrisas. Naturalmente hay también las zonas plúm­beas, en que la materia es pesada y opaca. Pero por la poesía corre el aire de los grandes horizontes. Y verdaderamente, en algún momento se tiene la impresión como de un mar — expuesto a todos los soplos del viento y abierto en todas direcciones — siempre igual a sí mismo y nunca idéntico, infinitamente cambiante en su juego de on­das, luces, centelleos, colores y sombras. En tales condiciones — y ésta es la consecuen­cia de su cambio de tono — era inevitable que también el desarrollo de la acción no pudiese ya consistir — como en la «Primera Parte» — en un fragmentario sucederse de momentos singulares, cada uno de los cua­les tiene para Fausto el valor de una re­velación de un aspecto de la vida. Todo planteamiento naturalista cae. La relación de Fausto con el mundo que le rodea es de índole esencialmente simbólica, y esen­cialmente simbólica es también su repre­sentación. Goethe mismo insiste explícita­mente en ello en la escena bellísima del «Ameno País» [«Anmutige Gegend»] con que se abre la «Segunda Parte». Transpor­tado por Mefistófeles a través de los espacios, Fausto yace en tierra «tendido sobre la hierba en flor, agitado, inquieto y bus­cando el sueño»; pero éste es el único de­talle en que repercute la terrible crisis que ha sufrido.

La poesía no entra en ningún análisis de las «fuerzas internas» que ope­ran en el proceso de su curación; ésta se produce — como siempre para Goethe — en el contacto con la naturaleza; pero las fuer­zas de la naturaleza se expresan — por en­cima de Fausto — en el canto de Ariel y en el laborioso trabajo de los Elfos. La cu­ración es «un don». Además, Fausto no se limita a curarse, sino que «renace». Los fluidos y armoniosos tercetos, henchidos de imágenes y movimientos al estilo de Dante con que, al despertar, saluda al día que nace, al sol que surge de más allá de los montes, tienen el timbre seguro, el ritmo sereno y amplio de una fuerza poderosa e intacta. Así, Fausto es restituido «a sí mis­mo» y recomienza el camino, según su ley, que es «tender a cuanto hay más alto» [«Zum hóchsten Dasein inmerfort zu streben»]. Pero — con los nuevos modos y rit­mos de la composición — ya no es un viaje que se desarrolla en los reinos de lo des­conocido e imprevisto. El poeta que lo re­fiere, lo ha «descontado» de antemano en anticipo de su propia conciencia y lo con­sidera e interpreta en perspectivas miradas de conjunto, y lo ofrece ordenado y clari­ficado en orgánicas visiones de síntesis. En sólo cuatro simbólicas etapas Fausto lleva a término su ascensión. La primera es al «gran mundo», anunciado ya a Fausto por Mefistófeles (v. 2052), antes de llevárselo en vuelo con su capa mágica. Es Fausto encarándose, por primera vez en el poema, con el problema de la sociedad, del Estado — llevado de golpe a los pies del trono, donde confluye y de donde parte toda au­toridad y poder—, introducido, entre áuli­cos personajes, en la Corte Imperial, donde la vida social se manifiesta en su máximo fausto y esplendor.

Llamado a sus veinti­séis años al lado del duque Carlos Augusto, Goethe había pasado en aquellas condicio­nes «medio siglo de su existencia»; y tenía muchas cosas que «deseaba quitarse de encima del corazón». La inspiración del am­plio ciclo escénico es, en realidad, extre­madamente compleja. El fondo es gnómico- satírico, con acusada tendencia al epi­grama; y docenas de agudas sentencias se han convertido en proverbios — «geflügelte Worte» —. Enteramente satírica y burlesca es sólo, sin embargo, la entonación de la primera escena, en el «Palacio Imperial» [ «Kaiserliche Pfalz»], en la «Sala del Tro­no», donde Mefistófeles conquista de golpe su prestigio de «hombre de estado» indi­cando «los tesoros escondidos en el seno de la tierra» como garantía imperial para una emisión de papel moneda. Luego se suscitan otros motivos poéticos, y la gran «mascarada» [«Mummenschanz»] (vv. 5065- 5985) tiene también, entre otras cosas, la finalidad de mostrarnos cómo, en una so­ciedad cerrada en la exterioridad de su propia etiqueta, las mismas «fuerzas mági­cas elementales de la naturaleza y de la vida» se reducen a simples «ocasiones de diversión y formas vacías». Pero ya desde la primera aparición de las «muchachas flo­rentinas», con quienes se inicia el cortejo, todo el mundo advierte en la poesía un fresco hálito de gracia cuatrocentista en que el tono popular y la alegría de los be­llos colores se asocian, fundiéndose juntos en plácidas armonías. Los Triunfos y carros enmascarados de Grazzini, que ofrecieron el primer cañamazo, y el Triunfo del César de Mantegna, el Triunfo de Maximiliano de Dürer, que fueron los modelos del tono ge­neral decorativo, no fueron únicamente una «fuente erudita» para el poeta, sino — real­mente — el estímulo para una verdadera «fiesta de los ojos y el espíritu». También él, el poeta, amaba el espectáculo, como el Emperador que toma parte en él bajo los despojos del divino Pan, y las damas y caballeros que asisten.

Pero lo que para los demás era únicamente «espectáculo puro», vago, era en cambio para él una expresión de algo más alto — la poesía, el arte, perso­nificados en el «joven cochero» que guía el carro de «Plutón-Fausto». Elementos con­tinuos de ironía se mezclan así con los líricos o decorativos, y el contrapunto para mantenerlos en su inestable equilibrio cons­tituye — aun más allá de la «Carnavalada» burlescamente terminada en las llamas de un fingido incendio cósmico — el «modo de arte» dominante de escena en escena — con algún intervalo de carácter humorístico co­mo los que se concede Mefistófeles con la «rubia» y la «morena» en las «Salas esplén­didamente iluminadas» [«Hell erleuchtete Sale»], hasta el final del acto. Sólo en un determinado momento, de manera brusca y súbita — en la escena de la «Galería obs­cura» [«Finstere Gallerie»]—la tonalidad cambia; y de improviso, con uno de sus rasgos geniales, la poesía de Goethe se aventura en una de sus invenciones más fabulosas: «la bajada de Fausto a las Ma­dres». Son las «diosas del misterio de los orígenes» que reinan en la soledad, fuera del espacio y del tiempo; las vivientes for­mas eternas en que se renueva la existen­cia de todas las cosas creadas: la figuración en poesía de aquello que era para Goethe, en ciencia, los «Urphánomene». En ellas se alcanza el último límite en el cual la mi­rada de Goethe se detiene, para no perderse. Un «sagrado estremecimiento» acompaña a la inspiración (v. 6272). Y toda la evocación está envuelta en una atmósfera arcana.

Mefistófeles mismo, después que Fausto se ha hundido en el abismo para intentar la prueba, queda vacilante e inse­guro. Y en cambio, poco después, he aquí, en la «Sala de los Caballeros» [«Rittersaal»], en una suave luz de teatro, que comparece nuevamente Fausto y, en una arquitectura armoniosa de templo griego, sobre el trípode sagrado que ha traído del reino del misterio, suscita — ante el Empe­rador que había expresado su deseo de ello — el fantasma de Elena. Pero para las damas y caballeros incluso la apari­ción de Elena (v.) y de Paris (v.) no es más que «juego mundano» y ocasión de nuevas frivolidades. El propio emperador guarda silencio. Sólo a Fausto Elena se aparece como «aquella que es»: la meta suprema de la vida, la belleza perfecta. «Quien la reconoce, no puede ya vivir sin ella». Fausto tiende los brazos para atraerla hacia él, y la aparición se disuelve y des­vanece. El templo se hunde en medio de una gran explosión. Fausto cae al suelo, exánime. Mefistófeles se lo carga sobre los hombros y desaparece. La «Noche clásica de Walpurgis», que llena el siguiente «acto segundo», debería ser por tanto — y lo es — para Fausto la búsqueda del «posible ca­mino» hacia la posesión de Elena. Pero no es únicamente esto. Es Fausto frente a las creaciones de la poesía, del arte, del mito, frente a los valores de la cultura. Por esto la poesía — antes de volar hacia el mítico mundo sereno de los griegos — vuel­ve una vez más a su primer punto de par­tida, a la «estrecha estancia gótica» que en otro tiempo vio a Fausto encorvado duran­te tantos años sobre sus pergaminos, a la luz de una humeante lámpara. El problema no es ya, como entonces, el de la ciencia: es el de una vida más alta y armoniosa en la «libertad estética» del espíritu.

Pero los términos son análogos: por un lado, el in­telecto, la doctrina, y por otro, la natura­leza, la vida. En el estudio — donde ahora Fausto yace tendido en un viejo camastro, sumido en profundo sueño — no ha queda­do más vida que la de las polillas y mari­posas que salen a enjambres de la pelliza colgada en el muro, cuando Mefistófeles va a ponérsela. Y en el vecino «Laboratorio» [«Laboratorium»]—donde impera Wagner, que es ya ahora profesor — hay vida, sí; pero «fabricada artificialmente, química­mente»: mejor dicho, no la hay todavía; se está formando; está próxima al «preci­pitado» definitivo, tanto tiempo esperado. Helo aquí, por fin; pequeño y gracioso en su límpido frasco: «¡Homunculus!» Es el «hombre científico», todo cerebro, de con­formidad con el «procedimiento» de su ve­nida al mundo. Por su inteligencia «da pun­to y raya» al mismo Mefistófeles. Lo ve todo, incluso los pensamientos y sueños de los hombres. Lo comprende todo; lo sabe todo. Apenas acaba de nacer y se burla ya del padre que lo ha creado. Pero es incom­pleto. No tiene la plenitud, no ama. Carece de consistencia. Debe «tomar cuerpo», «hacerse naturaleza», debe, en cierto modo, «nacer» verdaderamente si quiere «vivir verdaderamente». Por esto necesita, como Fausto, «un baño de helenismo», donde «na­turaleza y espíritu constituyen una sola vida, resuelta en completa armonía». Así, en el aniversario de la batalla que selló para Goethe el ocaso de la libertad antigua, en la noche del 9 de agosto, los tres «na­vegantes aéreos» — Homunculus delante y Fausto todavía presa del sueño — llegan a la llanura de Farsalia. Y el «Sabbat clásico» comienza.

Pero si los tres hilos de la acción que convergen en Fausto, despierto súbita­mente al contacto con la tierra Mefistófeles y Homunculus — en su gradual desarrollarse, entrecruzarse y desatarse — dan a la vasta y maravillosa visión un claro ritmo reposado y señalan en la composición los sucesivos momentos culminantes y los pun­tos de llegada, la poesía que aletea en ellos no les está exclusivamente ligada: como quizá en ninguna otra parte del drama en­tero, es a menudo una poesía que se libera directamente del alma del poeta y da a la composición, sobre todo, aire, atmósfera y luz. Es, por así decirlo, la «gran fiesta del helenismo» que Goethe concede a su sen­timiento de hombre antiguo. Es la poesía de los antiguos mitos, tomada — por decirlo así — en la esfera primaria, donde el mito está todavía ligado a las fuerzas de la na­turaleza, en una inmediatez de cósmica vida única. Las excelsas figuras divinas — Júpi­ter, Apolo, Afrodita — no están ni pueden estar presentes: perfectas en sí mismas, allá arriba, en el Olimpo, están «por encima» de todo lo que todavía es naturaleza. Pero en­tre el monte y el llano, entre la tierra y el mar, en el esplendor de la noche de luna llena, todas las otras «criaturas del mito» surgidas de la fantasía y de los sentimientos de los antiguos — y registradas en el Mythologisches Lexikon de Hederich — parti­cipan en el encanto. En los bosques y jun­to a las fuentes, a lo largo de las riberas del alto y del bajo Peneo, en las bahías ro­cosas y en las olas del mar Egeo, por todas partes hay un incesante rumor de voces y cantos, un pulular de pequeñas y grandes existencias míticas. Y por encima de todo impera una soberana ley de armonía; in­cluso la fealdad, donde la hay, está su­perada en la perfecta medida de su límite, en la pura adecuación de su forma.

Entre tantas Esfinges y Sirenas, Oréadas y Nin­fas, Nereidas y Dóridas — entre tantos Gri­fos, Hormigones, Arimaspios, Pigmeos, Cabiros y Tritones —, ¿cómo podrían los tres «huéspedes nórdicos» no parecer fuera de lugar? Mefistófeles, después de haberse ga­nado las burlas de las Lamias, para «salvarse del mundo de Elena» acaba tomando el aspecto de la horrenda Gorgona, con un solo diente y un solo ojo. Fausto, sumido en el «pensamiento dominante» de Elena, re­cibe sabias enseñanzas de Quirón, que, ga­lopando sin tregua en torno a él, se lo lleva consigo sobre su grupa de centauro; luego baja con Manto a las regiones del Hade y no vuelve a reaparecer. El único cuya «fábula breve» se confunde totalmente con la noche hechizada es Homunculus. Su as­piración «hacerse naturaleza» le ha em­pujado hacia el mar, porque «todo del agua nace, todo por el agua se conserva»; es la gran hora en que el hosco Nereo, hundiéndose una y otra vez en sus ondas, radiante de luminoso buen humor, se apresta a vol­ver a ver — una vez al año — a sus hijas. Pasa Galatea encumbrada en su coche de concha, que perteneció a Afrodita, acom­pañada de todo un cortejo de Dóridas mon­tadas a la grupa de relucientes delfines; no es más que un instante; no hay sino una mirada — entre padre e hija—, pero la em­briaguez pánica alcanza en la poesía su punto culminante. Eros impera en la noche mágica e incluso Homunculus se eleva más alto con su frasco y se hace más brillante. Al fin, el frasco se rompe contra el coche, a los pies de Galatea, y parece encenderse una llamarada a su alrededor, sobre el mar. Homunculus ha llegado a su meta, «se ha hecho naturaleza» de la manera más alta, más allá de la existencia individual, disolviéndose en luz y llama en la unidad del Todo.

El clima lírico del final de la «Noche de Walpurgis clásica» es tan alto que, cuan­do en el acto siguiente, Elena en persona aborda a las playas de Esparta, nada parece más natural. No se sabe cómo Fausto ha logrado «recuperarla». No se sabe cómo Perséfone se ha decidido a darle «libre camino» una vez más hacia este mundo. Y, sin em­bargo, si Goethe hubiese dado a este hecho una motivación racial — como tantas veces y tan insistentemente proyectó —, el resul­tado, desde el punto de vista de la poesía, hubiera sido quizá menos persuasivo. Tal como es, el comienzo del acto — con aque­llas palabras de Elena: «Admirada y vitu­perada en gran manera vengo», etc. — no necesita explicaciones. Es una realidad que no se discute. De este modo sólo puede ha­blar de ella, Elena, que viene del reino de los muertos y tiene sobre sí tanta carga de pasado. Pero el episodio entero, en su des­arrollo, deja algunas veces desorientado. Ideológicamente, es, sin duda, «el vértice y el eje de toda la Segunda Parte». Es Faus­to quien, en la posesión de la «belleza ab­soluta», alcanza aquella superior esfera de espiritualidad en que la vida es pura ar­monía de sentimientos conscientes, serena libertad interior. Pero precisamente por esto Elena no es ya únicamente una «criatura de poesía»: es un símbolo. Y otras alego­rías se sobreponen a éstas. Elena es la be­lleza antigua; Fausto, el alma moderna. Sus bodas son el connubio del clasicismo y el- romanticismo, y Euforión que nace de ellas es — según una afirmación del propio Goe­the— «la poesía»; pero — y así lo dice ex­presamente el texto en la trenodia del coro — «¡es también Byron!». Así, los conceptos se imbrican unos en otros; y el estilo, inevi­tablemente, lo refleja.

La primera escena, con la llegada de Elena «ante el palacio de Menelao, en Esparta» [v. «Vor dem Pa- laste des Menelas zu Sparta»], tiene las lí­neas simples y severas de un drama antiguo con coros; la segunda escena, «en el patio interior del torreado castillo fantástico me­dieval», de Fausto [v. «Innerer Burghof»], tiene, en cambio, un movimiento libre, más vivo, según el impulso inmediato de los acontecimientos; el «encuentro de almas» entre Fausto y Elena se pone de relieve también métricamente con el hecho de que la «griega Elena», en cierto momento, ha­bla en el «romántico verso rimado» en que habla él; el final — con la breve vida y la muerte de Euforión — es todo un «vuelo de músicas» y, como decía el mismo Goethe, requiere ser «no leído, sino cantado». Hay ciertamente en todo ello un virtuosismo formal; pero también un esquematismo que puede dar la impresión — más aún que de poesía — de «altísima literatura». Pero Goe­the fue siempre Goethe, y cualquiera que sea la arquitectura de conceptos con que creyera oportuno dar cuerpo a una compo­sición, su fantasía vuelve siempre a encon­trar, a su manera, sin fatiga, su congénita e insuprimible libertad de impulsos. ¡Qué milagro de poesía el canto de Linceo!: «¡Deja que me arrodille, deja que te mire, deja que muera, deja que viva!». Es el sen­timiento de la belleza como desenfrenado deseo, amor ilimitado, fuego que consume, luz que ciega: algo que sube, dentro de Goethe, desde las más remotas profundi­dades, casi como una voz de juventud eter­na. ¡Y qué «paisaje mítico» en estilo idí­lico heroico, «a la manera antigua», no es la descripción de la Arcadia en las palabras de Fausto a Elena! El antiguo mito ha renacido ahora con la frescura antigua, de­finitivamente, en la poesía moderna.

Por lo demás, si las «bodas literarias» interesan en la poesía sólo hasta cierto punto, el sobre­salto de un padre y una madre por los pe­ligros que corre un hijo de ambos tiene, en cambio, en la escena de Euforión, acen­tos de humanidad sencilla y conmovedora. El mismo Euforión, en su naturaleza de Geniecillo que no admite andar a pie cuando se puede volar, tiene un solo núcleo de verdad no únicamente simbólica. Y «todo verdad» son las Corétidas: la viveza inge­nua de sus sentidos no conoce otras leyes que la gracia, y esto es lo que las hace deliciosas en su retozar; después de todos los sustos que les ha dado Mefistófeles — el cual, bajo su máscara de Gorgona, des­arrolla por momentos una verdadera gran­deza demoníaca — se han merecido no vol­ver más a la gris frialdad del Hades y per­manecer para siempre sobre la tierra, transfusas en la perenne vida de los elementos. El acto cuarto y las tres primeras escenas del quinto constituyen propiamente, en la historia interna de Fausto, un ciclo único. Es Fausto quien, después de haber llegado a la plena madurez y conciencia de sí mis­mo con la posesión de Elena, encuentra por fin en la actividad práctica la solución de su problema, que se incluye como con­creta fuerza creadora en la realidad de la vida: «Auf freiem Grund mit freiem Volke stehn!» [«¡Estar sobre una tierra libre Con un pueblo libre!»]. He aquí el sentido y la meta de la vida. Por esto Fausto arrancará al mar un vasto pedazo de tierra y lo hará fértil para el bien de los hombres. El acto cuarto tiene esencialmente por objeto dar a Fausto los méritos necesarios para que el emperador le asigne como concesión el pe­dazo de tierra referido.

Y quizá también por este carácter «preparatorio» resulta, en conjunto, la zona más cansada de todo el poema. Empieza en la alta montaña, en un paisaje propio del «Infierno» de Dante, don­de Fausto ha sido dejado suavemente por las nubes en que se habían disuelto las vestiduras de Elena, vuelta al mundo de las sombras. Una vez más, Fausto se en­cuentra en la soledad de la naturaleza; incluso por un instante reaparece la imagen de Margarita. Luego, el resto del acto está enteramente dedicado a las peripecias de una batalla entre el emperador y los re­voltosos; Mefistófeles y Fausto están, na­turalmente, al lado de aquél; Mefistófeles hace intervenir hasta las corazas vacías que están en los museos, hace desbordar los lagos, surgir manantiales; al fin, el em­perador victorioso, naturalmente, concede el feudo. El tono es predominantemente satírico y no faltan hallazgos geniales, como el de los tres «gigantescos bandidos de la montaña», que confieren al cuadro de ba­talla mayor relieve plástico. Pero aun así, es raro que el drama se anime. Goethe mis­mo no estaba satisfecho de este acto; du­rante largo tiempo vivió atormentado por él (todo el año 1831), y hubiera querido volver a retocarlo cuando se decidió a es­cribir la palabra «Fin». En cambio, la poe­sía gana súbitamente altura en las tres escenas del acto siguiente, cuando Fausto se pone al trabajo. En el idilio de «Baucis y Filemón», es la «vida sencilla» sentida como eternidad: cada sentimiento, cada pensamiento, cada gesto, tiene una fijeza casi sacramental, como en el reino de las leyes de la naturaleza. Cambian los tiem­pos, cambian las circunstancias; las almas no conocen incertidumbres, porque las al­mas no cambian. «¡Dejadnos… rezar! ¡Dejadnos confiar en nuestro viejo Dios!». Por esto los dos ancianos rehúsan cuando Faus­to les ofrece, en lugar de su casucha, una rica y fértil hacienda. Ni siquiera Mefis­tófeles y los tres «Bandidos» logran conmoverles cuando Fausto les envía allí para llevárselos a la fuerza.

Mueren en su casita, y el incendio convierte sus restos en ceniza. Una vez más «los hechos han ido más lejos que la intención» y Fausto lleva sobre él, sin quererlo, el peso de una cul­pa. El «momento feliz» se ha convertido una vez más en su propia negación. El final último se acerca, y el ritmo del poema se acelera. Shakespeariana y extraordinaria es la escena de las «Cuatro mujeres grises», que entran a medianoche en la estancia de Fausto: se llaman «Der Mangel», «die Schuld», «die Sorge», «die Not»; y los cuatro nombres han sido dejados adrede por el poeta «misteriosos»: se refieren a las fuerzas negativas y destructoras de la naturaleza, y su hermano se llama «der Tod» («la muerte»). Las otras tres mujeres se desvanecen; y aparece, ante Fausto, sola, «die Sorge», la «inquietud», «la angustia», y como Fausto rehúsa reconocer su poten­cia, ella le sopla al rostro y le ciega. Pero entonces es cuando, en realidad, él vence. «Dentro de mí, en mi interior, resplandece una luz clara». ¡Su obra se cumplirá igual­mente! «La huella de sus días terrenos no se perderá en los tiempos de los tiempos». Tal presentimiento es, en la vida, el «ins­tante supremo». Fausto está ahora dispues­to a morir. Se acerca la hora. Acuden los lémures y recogen en sus brazos a Fausto que cae y le dejan en el suelo.

Mefistófeles convoca a sus «diablos gordos» y a sus «diablos flacos» para que el alma de Faus­to no se le escape. Pero él mismo se dis­trae contemplando — con mefistofélicos ape­titos — a los «ángeles en camisa» que ba­jan del cielo al encuentro del alma de Fausto. La escena es de una grotesca vi­talidad inagotable. Al final, los ángeles se elevan llevando consigo el alma, y, lenta­mente, de esfera en esfera, entre los coros de los bienaventurados, el alma sube hasta el cielo: «Wer immer strebend sich bemüht / den kónnen wir erlosen» [«A quien siem­pre se afanó en la búsqueda, nosotros po­demos redimirlo»]. Ante el trono de la «Mater Gloriosa» está «una de las peniten­tes», que se llamó en otro tiempo Marga­rita, e implora por su amado, que vuelve purificado. Y Margarita va subiendo cada vez más arriba — por benigna gracia de la «Mater Gloriosa» — y cada vez sube más alto el alma de Fausto, detrás de ella. Resuenan en la altura las palabras del «Chorus mysticus»:

«Aller Vergángliche / Ist nur ein Gleichnis: / Das Unzulángliche / Hier wird’s Ereignis / Das Unbeschreibliche / Hier ist es getau; / Das Ewigweibliche / Zieht uns hinan».

Durante un siglo entero, las críticas se han cebado en esta conclusión del poema. Goethe ha sido acusado de ha­ber dado a «un drama protestante una so­lución católica», como si el problema catolicismo-protestantismo estuviera en la base de la obra, y, en todo caso, como si fueran «más protestantes que católicos» los «Co­ros de Pascua», la plegaria ante la imagen de la Dolorosa y los funerales con el «Dies irae» en la Catedral. Se ha afirmado que el «concepto de amor» no entra en el diá­logo entre el Señor y Mefistófeles en el «Prólogo en el Cielo»; y que por tanto es extraño al desarrollo del drama, como si, entre el punto de partida y el de llegada, no debiera existir en todo drama una dis­tancia; y en todo caso, el «drama de bien y mal» pudiera ser susceptible de «supera­ción» fuera de la «redención en el amor». No ha faltado quien ha visto con malos ojos el hecho de que Fausto aparezca, aun­que sólo sea por un momento, de paso du­rante su ascensión, a los pies de la Virgen en el cielo — como si todo ello significase necesariamente una «afeminación» de la inspiración — y, en cambio, en un drama alimentado de una sensibilidad substancial­mente cristiana, la personificación del amor es natural que sea femenina y, de ningún modo, puede ser el Eros griego. Se ha ha­blado de una influencia, que es real, abierta y manifiesta, de Dante, como si Goethe hubiera sido condenado por ello a consumirse «en un superado mundo de ideas y visiones medievales» y no hubiera hecho sencillamente uso, una vez más, de su de­recho de buscar por doquiera colores y for­mas para su propio arte.

Se ha dicho que el poema hubiera podido tener un muy dis­tinto «Ausklang» si Mefistófeles y Fausto hubieran comparecido ante el Señor. ¿Por qué razón? ¿Con qué objeto? El Señor está allá arriba, «en los altísimos aposentos de su luz» y en torno a Él resuenan las ar­monías de las esferas y los coros de los arcángeles que cantan «sus obras, esplén­didas como el primer día»: ¿por qué ten­dría que molestarse si, con la salvación de Fausto, todo vuelve a quedar en su sitio? También se ha hecho notar desde un punto de vista estético — en tiempos lejanos y en épocas recientes — que el drama se cierra con un «final operístico», como si la «ópe­ra lírico musical» no fuera precisamente la forma dramática más adecuada al gusto del siglo XVIII, y, hasta a cierto punto, inclu­so de la época romántica; tan «congénita» a todo el «Segundo Fausto» que fuera de ella los actos tercero y cuarto no son ni siquiera concebibles. En realidad, además, en el final del drama no se trata tampoco de «ópera»;, sino de «oratorio». Y lo que hay en él de fluido, ondeante e impreciso en cada imagen, de uniforme, insistente y casi monótono en las cadencias rítmicas es pre­cisamente la espontánea forma de la poesía «en tono orante» porque para el hombre que ora las palabras e imágenes sueltas no son más que un perenne volver y repetirse de la efusión de un mismo sentimiento, de imploración o de éxtasis. Goethe dice una vez: «Antes de juzgarme, procurad comprenderme. Preguntaos por qué lo he que­rido así». [Las primeras versiones castella­nas del Fausto, mediocres e incompletas, traducidas todas ellas del francés, compren­den únicamente la primera parte del poema y tienen un valor puramente histórico por cuanto señalan la fecha en que se inicia en España la difusión y popularidad del gran poema de Goethe.

Sólo a título de curiosidad bibliográfica es preciso citar la primera de estas versiones, la de García Santisteban (Madrid, 1841), y la segunda, de Carlos Herrero (Madrid, 1852). La ter­cera, anónima pero más correcta, apareció en el folletín del periódico Las Novedades (Madrid, 1856), y la cuarta, de Francisco Pelayo Briz (Barcelona, 1864). Igualmente traducida del francés es la versión del poe­ma hecha por una Sociedad Literaria (Bar­celona, 1865), publicada primeramente en el periódico La Abeja y reimpresa en 1876, que aun pretendiendo ser completa contie­ne solamente un compendio de la segunda parte. La primera versión directa del ale­mán de la primera parte del Fausto fue la de Guillermo English, revisada y adicio­nada por don Juan Valera (Madrid, 1878). Igualmente de la primera parte es la fa­mosa traducción en verso de Teodoro Llórente (Barcelona, 1882) varias veces reim­presa. La primera traducción íntegra de las dos partes del poema es la de José Roviralta Borrell (Barcelona, 1920, reim­presa en Méjico, 1924, y en Barcelona, 1951), a la que siguieron la de Ángeles Larrea (Madrid, 1925-27) y la traducción en verso de Augusto Bunge (Buenos Aires, 1926), que – contenía sólo la primera parte y que apa­reció completa posteriormente (Buenos Ai­res, 1949). Existe además la traducción es­crupulosa y fiel de Rafael Cansinos Assens, en Obras completas, tomo III (Madrid, 1951); adaptación catalana de algunas es­cenas por el gran poeta Joan Maragall con el título de Marguerideta (Barcelona, 1907) y traducción completa’ en verso por Josep Lleonart (Barcelona, 1938)].

G. Gabetti

La lucha de una gran naturaleza que no ha logrado su propósito. (F. Schlegel)

El Fausto es una grandiosa creación del espíritu poético, y representa la nueva poe­sía, como la Ilíada es el monumento de la antigüedad clásica. (Pushkin)

El Fausto es una obra potentísima, crea­ción dantesca, donde un audaz pincel pin­ta con seguridad las afanosas dudas y los pensamientos de una entera generación en torno al tremendo misterio de la vida. (De Sanctis)

El propósito que Goethe se esforzó en realizar en aquella reelaboración del Fausto merece ser bien meditado como de gran im­portancia para entender algunas vicisitudes de la moderna historia literaria; porque fue el modelo de un error artístico, repetido después innumerables veces, por cuanto estaba reforzado por el ejemplo y la auto­ridad del poeta del Fausto. Goethe se pro­puso responder con una obra poética a la búsqueda del valor, o sea el fin de la vida humana. (B. Croce)

El segundo Fausto no es un lamentable documento de la decadencia senil de un ingenio, sino un estallido de chispas con que se apaga un gran fuego, el rico broche de una riquísima vida poética y mental. (B. Croce)