En París, en 1859, se representó el Faust, drama lírico en cinco actos, de Charles Gounod (1818-1893), sobre libreto de J. Barbier y M. Carré, reelaborado luego con recitativos en lugar de los «hablados» primitivos y con la adición de un «ballet», en 1869. La primera representación de la obra en Italia tuvo lugar en 1862. Hacía ya tiempo que Gounod pensaba musicar este asunto, desde cuando, durante su permanencia en Roma, en 1839, el Fausto de Goethe era su lectura preferida. Es inútil buscar en esta ópera, que por muchos aspectos señala una etapa decisiva en la historia del teatro musical francés, una total expresión del contenido poético y metafísico de la gran obra maestra alemana. Gounod se ha fijado únicamente en un episodio del inmenso poema: el amor de Fausto y Margarita, siguiendo en esto su propia «inclination passionnée», por la cual sentía que el amor es la condición única de la felicidad humana. Esta limitación a un solo sentimiento romanticizante, si no resultó una traducción musical del poema de Goethe, tampoco constituyó, respecto a él, una verdadera traición. Puesto en este plano, parece injustificado el juicio desfavorable emitido por algunos contemporáneos y algunos modernos, aunque puede disuadir de reconocer en el Fausto de Gounod no sólo la obra maestra del compositor francés, sino una obra que contiene muchas novedades respecto al drama musical anterior a él.
La manera tan personal de frasear el diálogo con períodos de libre cadencia, fundiendo palabras, melodía y recitativo, la armonización fluida y casi siempre de refinada elegancia, la libertad en el corte de las piezas de conjunto, la sobria unión del canto con la orquesta, que a veces lo interrumpe y a veces lo completa; la típica forma de una música religiosa transportada al teatro, son características que no aparecieron antes de Gounod y que, después, se imitaron ampliamente. No cabe duda de que algunas páginas han quedado envejecidas, otras son insignificantes (aria de Siebel, coro de soldados), pero hay momentos culminantes que resisten al tiempo y justifican la enorme fortuna de esta ópera. El coro de campesinos y campesinas, en el primer acto, que no logra substituir, según Berlioz, el canto pascual de Goethe, no carece de gracia y frescura. En el segundo acto, después del coral, de bien comprendido sabor religioso, y después del fluido y célebre vals, la frase «Ne permettrez-vous pas, ma belle demoiselle», tiene una innegable gentileza lineal, completamente francesa.
El tercer acto contiene las melodías más justamente famosas, como la cavatina de Fausto: «Salut, demeure chaste et puré», tan íntima y deliciosa; la canción del rey de Thule precedida por el pequeño preludio con sus quintas obstinadas, a las que se une una novena, formando un extraño acorde lleno de misterio, y por el recitativo: «Je voudrais bien savoir quel était ce jeune homme», sobre una sola nota acompañada de cambiantes armonías; el cuarteto del jardín, tan libremente concebido; el admirable «duetto» que se inicia con el bello motivo de Fausto, «Laissemoi», de línea tan pura, y termina con la ardiente invocación: «O nuit d’amour»; y, por fin, el, canto de Margarita en la ventana, donde a la voz extasiada de la soprano se unen sinfónicamente todas las voces de la orquesta (ejemplo raro en el teatro francés, no se sabe por qué suprimido en las ediciones italianas). En el cuarto acto hay que notar el aria de Margarita en la rueca, suprimida también en las ediciones italianas; la escena de Valentín, que a la marcha un poco vulgar contrapone el bello recitativo: «Ce qui doit arriver, arrive á l’heure dite», acompañada de siniestras armonías y terminada con eficaces gritos de horror del coro; y, finalmente, la escena de la iglesia, donde los cánticos religiosos y el sonido del órgano contrastan con las imprecaciones de Mefistófeles y los gemidos de la muchacha arrepentida. El quinto acto debería contener la «Noche de Walpurgis», que generalmente se suprime, y que ofrece bello colorido y un canto báquico muy adecuado a la situación. Generalmente, el acto se inicia con la escena de la cárcel, precedida por un excesivo preludio a base de «solo» de clarinete, se desarrolla con un «duetto» donde aparecen reminiscencias de los temas precedentes, y se cierra con un terceto y un coro religioso de efecto muy teatral.
A. Dasnerini