[La valí de Josafat]. Colección de juicios sintéticos sobre unas doscientas figuras de la historia de la Humanidad, obra del filósofo y escritor español Eugenio d’Ors y Rovira (1882- 1954), aparecida en el Glosario (v.) catalán de 1918. Fue publicada en forma de volumen en 1921 y traducida al español en 1944 por Rafael Marquina, con prólogo del propio autor, donde precisa y justifica la forma como están escritas estas visiones: «la realidad de la cultura, sobre todo; la que sus figuras señeras simbolizan.
Sacándose así ‘de puntos’, como se dice en los talleres de escultura. Quitando ‘todo lo que sobre del bloque en que la propia personalidad se halla inmersa». De esta afirmación del autor se desprende ya la calidad de estos juicios: instantáneas; cuadros plásticos de personajes ilustres en una actitud determinada; necesidad de reducir la complejidad de su pensamiento a una fórmula que permita definirlos y vincularlos a un sistema coherente de la historia del pensamiento. Todo ello de acuerdo con las directrices generales de la obra de d’Ors: necesidad de sistematización, de claridad y preponderancia del elemento plástico (que en su sistema filosófico encuentra su paralelo en las ideas-formas). «Cercana la hora del mediodía — así empieza el libro —, en el Valle entré, y vime pronto rodeado de Sombras ilustres, cada una de las cuales solicitaba de mí la gracia o el rigor de un juicio». A continuación el autor exalta el valor del pensar, glosando el pensamiento de Blas Pascal: «El hombre no es más que un junco, el más débil; pero es un junco que piensa.
No se necesita armar el universo todo para aplastarlo. Un poco de vapor, una gota de agua, bastan a darle muerte. Pero, aun cuando el universo le aplastase, el hombre sería más noble; porque sabe ser más fuerte que aquello que le mata; y el universo ignora la ventaja que tiene sobre él… Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Él es quien nos eleva, no el espacio ni la permanencia, que nosotros no sabríamos henchir. Esforcémonos, pues, en pensar bien: he aquí el principio de la moral». El autor pasa inmediatamente revista a estos juncos; surgen los juicios. Algunos de ellos nos dan una visión, aunque esquemática, total y completa de un autor y de su obra, y constituyen una intuición precisa, exacta.
Así los dedicados a Quevedo («¡Qué vocablos nerviosos y linajudos, como potros finos, los de Quevedo! ¡Qué rápidas y perfectas cópulas de sustantivos y adjetivos! ¡Qué salto de elipsis, qué trágica bacanal en el hipérbaton!… ¡Y aquel impulso frenético que fuerza las nociones vestales y es causa de que los mismos verbos intransitivos se vuelvan violentamente, prolíficamente, transitivos!…»), a Eloísa (tomada como símbolo en Diálogos de la ‘pasión meditabunda), a Bécquer (en contraposición a Espronceda, que es un piano tocado con un solo dedo, y a Zorrilla, que es una pianola, la poesía de Bécquer «parece un acordeón tocado por un ángel»), Ramón Llull, a Valera («La ‘materia’ de Juan Valera es el oro. Esto no pasa de moda»), a Unamuno, etc.
En otros apunta la nota irónica, como en los juicios de Rubens («¡Demasiado Rubens, demasiado Rubens! ¡Demasiados paquetes de carne rubicunda distribuidos por todos los museos de Europa! Llega a ser grotesca la seguridad del turista cuando, al llegar a cualquier nueva morada del arte, sabe que allí se encontrará infaliblemente una sala donde, por un módico estipendio — gratis, si es domingo o jueves — la primera señora Rubens o la segunda señora Rubens le mostrarán, complacientes, una aventajada anatomía…»), de Rubén Darío, San Juan de la Cruz, Manet, Goethe, Cervantes, etc. La serie de personajes se ha abierto con Leonardo y se cierra con Pascal. Todos ellos «hacen, pues, como un cañizal pálido a la luz de la luna». Y todos los juncos a la vez cantan a María, «el nombre del soplo misterioso que los mueve», la fuente oculta de energía. El valle de Josafat es una de las obras más difundidas de Eugenio d’Ors.