[Letestament d’un Latin]. Poema, publicado en 1928, de Pierre de Nolhac (1859-1936). Compuesto en alejandrinos de clásica factura, si algún defecto se le puede señalar, desde un punto de vista rigurosamente lírico, es el de desenvolverse estrictamente según un modelo demasiado lógico, demasiado racional.
En compensación, tiene fragmentos admirables, logrados con una simplicidad de línea, con una estructura verdaderamente latina, como el del caer de la noche en el Preludio, o el episodio del pergamino encontrado en el sarcófago y que canta la fe del viejo ciudadano galorromano, o el conmovedor final del viejo alfarero que se extingue poco a poco bajo la Acrópolis. Dos sentimientos inspiran el noble canto: una humildad religiosa, fervorosa, de gratitud para el Creador, un consciente y legítimo orgullo de hijo de Roma. El poeta piensa en la Galia no señalada todavía con la marca de Roma, en la Galia primitiva, como había sido reconstruida por el historiador Camille Jullien; pero no puede sustraerse a la idea de lo que luego significó la venida de Roma: Roma que lleva a los celtas su genio y sus leyes, la equidad de las reglas aceptadas por todos bajo el signo del águila, las artes y las religiones.
Y cuando, con un expediente lírico, confía sus personales sentimientos a una voz de ultratumba, al pergamino en que un hipotético narbonés, legionario de César y convertido al Cristianismo en su vejez, transmite a la posteridad su credo, entonces es cuando en una ráfaga de verdadera pasión surge el himno a Roma. A la exposición del tema de la latinidad sigue el de la expansión del Cristianismo: frente a la majestuosa basílica de San Pedro, el poeta, íntimamente conmovido, eleva un himno a la «santa Iglesia católica». Y finalmente, en tono grave y velado de melancólica gracia, él, próximo al término de su vida, se vuelve a Jesús y con humilde fervor le encomienda su alma; se confiesa, le dice cómo en el trabajo había colmado sus largas jornadas, sin haber medido su vanidad demasiado breve.
L. Fiumi