[Il re burlone]. Drama histórico de Gerolamo Rovetta (1851- 1910), estrenado en Milán en enero de 1905. La acción se desenvuelve en la región napolitana hacia 1846-47.
La cantante de ópera Rosalía Mirabella está en Nápoles con Fannya, que todos creen que es su hermana, cuando en realidad es una hija que tuvo con el conde Alberto Solaris de Verolengo, gentilhombre piamontés y consejero en la corte del rey de Nápoles desde los tiempos de la primera reina, la benigna y piadosa María Cristina de Saboya. En una fonda, en el cuarto de Rosalía, se reúnen después de la representación teatral varias personas para cortejar a la artista; Verolengo y el capitán Alliana (enamorado de Fannya) han venido a avisarla de que está invitada a la Corte para el día siguiente. Los dos caballeros, que saben que el rey sospecha de ambos por sus sentimientos patrióticos y liberales, están muy inquietos por aquella novedad y temen una celada de la policía o de monseñor Coele, confesor y alma negra de Fernando.
En efecto, la invitación dirigida a Rosalía para cantar en las fiestas de Navidad no es más que un pretexto sugerido por Coele al rey para tener en su mano todos los elementos de una conjura que él sabe que ha sido urdida entre las filas de los oficiales napolitanos con objeto de secuestrar al soberano y obligarle a firmar la Constitución: las mujeres, aterrorizadas, asisten en el palacio real de Caserta a la detención de Alliana, y Fannya, sometida a un cruel interrogatorio, revela el nombre de los cómplices. En vano Verolengo, extraño al complot, suplica al Borbón clemencia para Alliana, en vano se presenta Fannya a Fernando casi agotada por el dolor y Rosalía casi loca.
La sentencia de muerte ha sido ya firmada y ha tenido su inexorable ejecución. Menos logrado que Romanticismo (v.), este drama patriótico presenta con cierta viveza la figura, estilizada por la tradición, del rey Fernando II, con sus feroces extravagancias, con su crédula superstición mojigata, con su alma malintencionada bajo su apariencia bonachona y bufonescamente trivial; pero hay más truculencia de colores en todo ello que real vigor dramático. El efecto es conseguido con discreta maestría técnica en varias escenas, entre ellas la famosa de la «confesión», cuando el rey perjuro vuelve a ver aterrorizado a sus víctimas y repite la promesa hecha junto al lecho de muerte de María Cristina: «Sangre no…, sangre no…».
M. Zini