El Hombre que Murió, David Herbert Lawrence

[The Man who Died]. Breve novela del escritor inglés David Herbert Lawrence (1885-1930), publi­cada en Londres en 1931, y con el título de El gallo escapado [The Escaped Cock] en París en 1930.

El hombre que había muerto es el Salvador de los hombres, que descen­dió a la tumba sin haber verdaderamente vivido. Tenía una misión que le impedía ser él mismo; predicó el Evangelio, ofre­ciendo a los hombres lo que era el cadáver del amor; porque no conocía la verdadera vida y quería apartar de ella a los hombres, para unirlos así con vínculos estrictamente espirituales. Ha resucitado, desnudo y des­ilusionado, para construirse su propia vida, para crearse su propia soledad en el mun­do. Extinguidas en él la luz y el esplendor de la predicación, no tiene más que vacío dentro de sí, no puede ver en el mundo más que la desolación. Y, sin embargo, debe existir el fuego de la vida, él debe conocerlo, para que no haya muerto en vano: es el aviso en el ardor del combate de un gallo valiente, que ha lanzado al sol su grito de pelea. El hombre que murió, camina por el mundo, cansado y casi temeroso, en busca de la verdadera vida. Y halla, en un lejano país, a una muchacha, sacerdotisa de Isis, dedicada a esperar al hombre que pri­mero sepa hacer palpitar la flor de su vir­ginidad. El hombre renacido de la muerte y la muchacha que espera se encuentran y se unen en el místico encanto de la posesión: uno y otro conocen así la pura, la verdadera significación de la vida. La muchacha ha concebido al hijo de Osiris, y el hombre que murió ha vencido a la muerte, para entrar verdaderamente en la vida.

Esta narracción, de cuyo irreverente argumento pueden hallarse las fuentes en Nietszche y en D’Annunzio y afinidades en el Torrente de Kerith (v.) de George Moore, tiene su belleza propia, especialmente en la primera parte en la que palpita un sentido profundo e inefable de la vida, expresada en el sim­bólico, maravilloso canto del gallo. Por el contrario, la segunda parte adolece de de­masiado afán de sensualidad, redimiéndose sólo al final, en las confiadas palabras del hombre renacido, que deja la playa con el corazón lleno de esperanza. Trad. italiana de E. Vittorini en el vol.: La Vergine e lo zíngaro (Milán, 1938).

G. Alliney

Casi todos los ,hombres viven en una pe­queña mancha de luz que emana de las lám­paras engañadoras de la costumbre y de los intereses inmediatos, pero existe también la pura luz científica del intelecto desintere­sado. Lawrence desconfiaba de estas luces, sospechando que falsifican lo que era, para él, la realidad inmediatamente percibida: las tinieblas del misterio. (A. Huxley)