El Barbero de Sevilla o La precaución inútil, Pierre-Agustin Carón de Beaumarchais

[Le barbier de Seville ou la précaution inutile]. Comedia en cuatro actos de Pierre-Agustin Carón de Beaumarchais (1732-1799), representada en París en 1775. La trama corresponde a la tradición ágil y a menudo en tono de farsa de los maestros de la comedia francesa. El conde Almaviva (v.) está enamorado de Rosina (v.) severamente vigilada por Bartolo, su tutor, que se ha propuesto casarse con ella secretamente. Para acercarse a su amada, Almaviva no tiene más remedio que pedir ayuda a Fígaro (v.), barbero holgazán, poe­ta a ratos perdidos, alegre y perpetuamente intrigante. Y Fígaro no se hace rogar, mientras Rosina, astuta, aguda y enamorada también, sabe corresponder a su juego con toda sagacidad. Y se las arregla de tal ma­nera que los dos pueden hablarse, cantando, uno desde la calle y el otro desde su casa, una canción improvisada; luego introduce en casa de la muchacha al conde disfrazado de militar y provisto de una falsa tarjeta de alojamiento; pero el truco da resultado tan sólo a medias porque Bartolo no tiene obligación de alojar soldados en su casa. En fin, siempre aconsejado por Fígaro, Al­maviva se presenta como sustituto del pro­fesor de música de Rosina, don Basilio (v.), y se dice enviado por este último para ad­vertir a Bartolo que Rosina y el conde Almaviva ya se entienden; pero no hay que temer: él siguiendo las sugerencias de Ba­silio que ha considerado la difamación como el medio más seguro para arrancar del co­razón de la joven a su enamorado, le hará creer que Almaviva tiene otras relaciones.

Bartolo cae en la trampa y don Basilio cuando llega se queda tan maravillado al oír sus palabras que huye como alma que lleva el diablo; es verdad que una bolsa alargada bajo mano por el conde ha ser­vido para disuadirle de pedir más explica­ciones. No obstante, Bartolo acaba por des­cubrir el truco gracias a una imprudencia de los enamorados. Ya no queda más que el último recurso. Cuando el notario llega para unir en matrimonio a Rosina y Bartolo, el conde sustituye al viejo tutor y don Basi­lio, sellada su boca con otra bolsa, hace de testigo. Demasiado tarde, el viejo tutor se rinde ante los hechos consumados. La ori­ginalidad de la comedia reside sobre todo en su agudeza. Ya la tradición cómica co­nocía al criado que ayudaba a sus amos en sus amores y viejos tutores enamorados burlados por los jóvenes; pero es la primera vez que el criado y el señor, el plebeyo y el noble son puestos en el mismo plano y, por vez primera, la nobleza se ve obligada a reconocer implícitamente el superior sen­tido práctico de la vida del mundo plebeyo y a imitar su mentalidad y sus actitudes. [Trad. española de J. Pérez Bojart. (Bar­celona, 1915)].

U. Déttore

Hay en el diálogo de Beaumarchais algo atrevido y provocante: la excesiva marru­llería del muchacho al cual nada se le im­pone, ora el escepticismo crónico del hom­bre de negocios que ha visto los escena­rios del mundo, ora la clarividencia hostil del arribista que se ha sentido despreciado y se venga. (Lanson)

*   También el aria con la cual Bartolo re­prende a Rosina después de haber descu­bierto que ha escrito un billete a alguien, retrata perfectamente, con su monotonía, el carácter del viejo gruñón. En el segundo acto, durante la lección de canto del falso Alonso, Rosina canta una graciosa e idílica aria; éste y otros muchos momentos felices se encuentran en la partitura. La obra de Paisiello obtuvo un grandísimo éxito, pero, a pesar de sus méritos, cayó en el más com­pleto olvido con la aparición de la obra maestra rossiniana.

*   Il Barbiere di Siviglia ovvero o La precauzione inutile, ópera cómica en dos actos de Giovanni Paisiello (1740-1816), con li­breto de Giuseppe Petrosellini, fue repre­sentada en San Petersburgo en 1782. El li­bretista aunque manteniéndose fiel en apa­riencia a la comedia original, falseó el es­píritu y la letra, deformando por incom­prensión, el carácter de los personajes y especialmente el de Fígaro; sobre todo, lo que más se perdió fue la aguda vivacidad, la ingeniosa malicia y la espontaneidad de la comedia francesa, con lo que la genial creación de Beaumarchais quedó reducida a una de tantas intrigas de libreto diecioches­co. Fígaro, perdidas todas las característi­cas que en el original hacen de él un per­sonaje inconfundible, no es más que un vulgar barbero un tanto intrigante. El pro­tagonista es más bien Bartolo, viejo estú­pido, cuya «precaución» se demuestra al fin «inútil» y que al final queda chasqueado. También el músico, siguiendo los pasos del libreto, se vio obligado a poner en relieve la figura del tutor y en conjunto, la parte de este bajo cómico es, tal vez, la más afor­tunada. Su presentación tiene lugar en un duetto lleno de movimiento con Rosina. Lo encontramos de nuevo en un terzetto con Giovinetto y Svegliato que es una obra maestra de comicidad; a Bartolo que quiere saber ansiosamente si alguien ha entrado donde está Rosina, Svegliato no sabe con­testar de otro modo que bostezando con notas largas y sostenidas mientras que Gio- vinette no hace más que estornudar.

*   La comedia de Beaumarchais se presta­ba a ser fácilmente puesta en música. De hecho, su autor la había concebido y repre­sentado por primera vez bajo la forma de ópera cómica, cuya música había compuesto él mismo. Esta comedia ha ejercido un gran atractivo en los músicos de todos los países,

M. Doná

*   Il Barbieri di Siviglia, de Gioacchino Rossini (1792-1868), ópera en dos actos con libreto de Cesare Sterbini, se puso en escena en el Teatro Argentina de Roma en 1816, con el título Almaviva ovvero Vinutile precauzione, que más tarde fue cambiado por el actual. La primera representación fue uno de los fracasos más clamorosos de la historia del teatro a causa del ambiente ad­verso preparado por Paisiello y los enemi­gos de Rossini que lo tachaban de presun­tuoso por haberse inspirado en el mismo argumento de la obra de Paisiello. Pero a este fracaso le sucedió el triunfo incondi­cional y completo que la ópera obtuvo en todo el mundo. Totalmente al contrario de lo que le sucedió a Paisiello, Rossini tuvo la suerte de poder contar con un libreto que conservaba toda la vivacidad, la briosa comicidad de las situaciones y la viveza de caracteres de la comedia francesa. El centro y el espíritu de las dos óperas eran distin­tos : mientras la de Paisiello se proponía presentar un viejo tutor y su inútil pre­caución, en Rossini, como en Beaumarchais, el interés se centraba especialmente en la figura de Fígaro. Suprimidos algunos deta­lles (los personajes Svegliato y Giovinette substituidos por la camarera Berta) y aña­didos el coro de introducción y el cómico final del primer acto, Sterbini vertió con fortuna la ágil prosa francesa en versos ita­lianos aptos para ser puestos en música.

Por lo que respecta a la inevitable comparación musical, es dado observar que algunos te­mas paisiellianos han pasado a Rossini (por ejemplo, la brusca interrupción de Rosina mientras habla desde la ventana a Lindoro; algunas inflexiones de Fígaro cuando des­cribe su tienda; la interminable salutación «Gioia e pace sia con voi» de don Alonso). Pero Rossini, que con su música había con­seguido dar vida incluso a temas descolori­dos e inconsistentes, teniendo aquí el apoyo de una auténtica comedia bien construida en todos sus detalles, creó la ópera cómica italiana más perfecta de todas las que se han escrito, antes y después de él. El Bar­bero rossiniano nace de la tradición italia­na de la ópera bufa dieciochesca de la cual conserva cierto parecido externo. Pero no el espíritu: la ópera dieciochesca era ligera e ingenua, siempre graciosa; lo cómico en Rossini es alegría, buen humor, en un sen­tido más humano, es una risa más abierta y jubilosa, más escandalosa y burlesca. En­tre el Matrimonio secreto (v) de Cimarosa y el Barbero no transcuren más que vein­ticuatro años, pero saturados de aconteci­mientos tales, que bastan para transformar radicalmente el clima de la cultura euro­pea; esto explica las profundas diferencias de carácter de las dos óperas, que pueden considerarse como indicios de dos mundos distintos. El Barbero corresponde al espí­ritu de aquella sociedad que —pasados los períodos borrascosos de la Revolución Fran­cesa y de las guerras napoleónicas— atra­viesa una fase de reposo y de reacción in­teresada tan sólo en gozar de la paz y de la vida en sí; y en Rossini no se encuentra ya ni siquiera el intento de sátira social de Beaumarchais; la risa briosa e irresistible se basta a sí misma, nace de una visión se­rena y equilibrada de la vida y en la mis­ma vida se satisface sin proponerse difí­ciles problemas que la puedan turbar.

Pero, si pasado ese breve y limitado mo­mento de la cultura europea, aún hoy día esta ópera, en distintas condiciones de cultura, continúa siendo más viva que nunca, esto se debe a sus valores estric­tamente musicales. En resumen, a la refina­da elegancia de los temas de un Cimarosa se opone una musicalidad más cercana al pueblo, antiintelectual y extraordinaria­mente espontánea: es la pureza mozartiana que del cielo baja a la tierra, pero más corpórea y concreta. Como en Mozart, por debajo de las voces se desliza incesante­mente el oleaje de la orquesta; pero es una orquestación más llena y robusta, muy ale­jada ya de las castas sonoridades diecio­chescas, pasada a través de las experien­cias de Cherubini y Spontini. La parte orquestal siempre ágil sirve de sostén al canto, sin sobreponerse jamás y queda en todo momento admirablemente adecuada a cada situación dramática. En la «cavatina» de Fígaro, por ejemplo, los primeros com­pases de la orquesta anuncian de antemano la petulante desfachatez del barbero antes de que entre en escena; en el «Aria della calumnia» el ir y venir del aura están des­critos por la orquesta por medio de uno de los «crescendos» proverbiales de Rossini y en los cuales el aumento de sonoridad se obtiene o bien haciendo pasar gradual­mente de «piano» a «forte» los instrumen­tos en plena ejecución o bien aumentan­do paulatinamente el número de instru­mentos ejecutantes, que van de un «pianis- simo» lleno de fuerza potencial a un extre­mado «fortissimo». Las voces tan sólo se presentan recargadas de adornos allí donde la acción lo requiere, como en el aria de Rosina durante la lección de canto (pero cuando Rosina se dirige en voz baja a Lin- doro, la música abandona ipso facto los gorjeos ornamentales); en los concertados las voces están tratadas con singular maes­tría. Pero el elemento fundamental de la ópera, dotado de fuerza creadora, no es tanto la inventiva melódica o armónica como el ritmo: éste asume un verdadero valor constructivo y confiere a la música un movimiento y una dinámica que van sucediéndose de una escena a otra; y a pesar de que el autor haya interpolado en el primer acto algunos fragmentos o temas musicales procedentes de composiciones su­yas anteriores (la «Sinfonía» es la misma que escribió para la ópera seria Aureliano in Palmira, en 1813; el coro de la introduc­ción es el Sigismondo,), la unidad de la ópera no disminuye en lo más mínimo puesto que se adaptan perfectamente a la nueva situación. El primer acto empieza con el coro de introducción («Piano, pia- nissimo»), le sigue la «cavatina» del Conde («Ecco ridente in cielo»), de moderado vir­tuosismo; contrasta fuertemente con ésta el ruidoso coro de gracias de los músicos. La presentación de Fígaro en su célebre «ca­vatina» («Largo al factótum») es una de las páginas musicales más geniales que se hayan escrito y el dúo entre el Conde y Fígaro («All’idea di quel metallo») es un ejemplo insigne de compenetración de la música con el sentido del texto.

La «ca­vatina» de Rosina, llena de caprichosa gra­cia, no es en el sentido estricto de la pala­bra una verdadera aria de virtuosismo, pero ha llegado a serlo en la práctica escénica por la adición de muchísimas vocalizacio­nes al pasar el papel de Rosina, por inicia­tiva de alguna cantante, del mezzosoprano a la soprano ligera. Después del «Aria della calumnnia» cantada por don Basilio, Ro­sina y Fígaro cantan un duetto («Dunque ió son») lleno de aguda malicia. Durante mucho tiempo se tuvo el mal gusto de substituir el aria de Bartolo («A un dottor della mia sorte») por otra de Pietro Ro- mani (1791-1877), más fácil pero inferior, naturalmente, a la de Rossini. El «Finale» del primer acto está constituido por cuatro episodios, los cuales, perfectamente imidos entre sí, forman un todo armónico de nota­bles reflejos. El primer fragmento (quinte­to) tiene su iniciación en un movimiento ondulante y sinuoso, acometido por toda la orquesta, y que caracteriza como exponente el compás que a continuación se reproduce el paso inseguro del Conde en la ficción de su borrachera; las respuestas de Bartolo son subrayadas por una especie de gruñidos de la orquesta. La entrada de Fígaro va acompañada de un tema orquestal muy mo­vido; las seis voces disputan con agitación hasta la entrada de los guardias; luego, por medio de un procedimiento genialísimo, cada uno de los personajes quiere, sucesi­vamente, exponer sus razones al oficial, «como cañonazos» hasta producir un escán­dalo de mil demonios. Pero al mandato del Conde «Fermi, ola» lé sucede el estupor general en «Largo» («Freddo ed immobile»), mientras Fígaro deja oír sus burlas a don Bartolo. Finalmente, en el «stretto», Barto­lo reacciona mientras los demás le imponen silencio. El tema recuerda la Vestalé (v.) de Spontini. Se abre el segundo acto con el dúo entre el conde y Bartolo con la insistente saluta­ción «Pace e gioia sia con voi»; sigue luego el «Aria della lezione», con la «arietta» de don Bartolo, y, al aparecer don Basilio, em­pieza, sin ningún preámbulo, el quinteto, que progresa con una gran variedad de ideas musicales y de movimientos hasta que don Basilio va siendo empujado hacia la salida con la interminable salutación «Buona sera mió signore». Después de la escena del afeitado de don Bartolo, de la contraescena de los dos enamorados y de la graciosa aria de la camarera Berta («II vec- chiotto cerca moglie»), la orquesta ejecuta el «Temporale», un tanto primitivo de me­dios, escrito por Rossini en 1812 para la ópera Uoccasione fa il ladro. El terceto entre Rosina, Almaviva y Fígaro, recarga­do de virtuosismos, está, sin embargo, vivi­ficado por la sonrisa burlona de Fígaro que remeda al conde. El aria con la que el conde declara que Rosina es su esposa, es de lucimiento y satisface plenamente las exigencias de los cantantes. Con el breve «Finale», termina la divertida historia.

M. Doná

Música siempre serena, rica de espíritu, la mejor que escribió Rossini. (Schumann)

Llenó la forma más sencilla, más árida y más superficial que encontró, del conte­nido mejor logrado, del que hasta entonces había carecido: de melodía embriagadora como el opio. Para nada se preocupó de la forma, que dejó completamente intacta, y aplicó todo su ingenio a las payasadas más divertidas. (Wagner)