[Le batean ivre]. Célebre poema de Arthur Rimbaud (1854- 1891), escrito en 1871 y publicado por vez primera por Verlaine, en su estudio sobre «Arthur Rimbaud», aparecido en la revista «Lutece» del 2-9 de noviembre de 1883, y reimpreso en los Poetas malditos (Tristan Corbiére-Arthur Rimbaud-Stéphane Mallarmé), Vanier, 1884. El Barco ebrio, como es natural, fue incluido en las diversas ediciones de las Poesías (v.) del autor. La primera edición, prologada por Rodolphe Darzens (Reliquaire, Poésies, 1891), ya se publicó sin saberlo su autor, que, por entonces, agonizaba en el hospital de Marsella. Ernest Delahaye, amigo del poeta, refiere que cuando, a finales de septiembre de 1871, se encontraba en Charleville, en compañía de Rimbaud, que se preparaba para marchar a París, el poeta le dijo: «He aquí lo que he hecho para darlo a conocer a mi llegada».
Le recitó El barco ebrio y, después, añadió melancólicamente : «Sí, nada parecido se ha escrito hasta hoy; lo sé perfectamente… Y, no obstante, ¡este mundo de la literatura, de los artistas…! ¡Los salones… la elegancia…! No sé. desenvolverme… no sé hablar… ¡Oh!, si todo consistiese en pensar no temería a nadie…». Rimbaud apenas contaba entonces diecisiete años y, no obstante, no era aquel su primer poema ni aquella su primera partida. Sus palabras no podían estar dictadas por el temor, sino más bien por el presentimiento de un fracaso, por el sentimiento profundo de una incompatibilidad que ya se traslucía a través de las estrofas del Barco ebrio y que en otro poema, el de su propia vida, habría de desarrollar. La poesía fue para Rimbaud un don natural que, por honradez, se resistió a explotar, conducta a la que tuvo que renunciar por ineficaz; mejor dicho, conducta que se modificó a sí misma cuando el poeta, alcanzada la madurez, cobró nueva conciencia del mundo y de las realidades. Mucho se ha escrito sobre sus supuestas fuentes de inspiración y no han faltado —han sobrado— esos amantes de los acertijos que inmediatamente han localizado su inspiración, tanto para el tema como para el lenguaje, en colecciones de revistas ilustradas como la del «Magasin Pittoresque», en los poemas de Gautier, en la Balada del viejo marino (v.) de Coleridge, en los Trabajadores del mar (v.) de Víctor Hugo, en las novelas de Julio Verne… Después de todo, nada nos importa saber que el adolescente Rimbaud jamás había visto el mar cuando escribió El barco ebrio; nos basta saber que amaba contemplar los estanques descubriendo en ellos tantos misterios y encantos como en todos los océanos reunidos; la menor partícula de materia, el más débil reflejo, un matiz, le permitía conocer y saborear de antemano las posibles cualidades del universo. Cierto que se servía de las publicaciones ilustradas, pero más como un trampolín para su imaginación que como soporte real, en calidad de simples excitantes para sólo retener aquello en que se reconocía a sí mismo.
El barco ebrio viene a ser una prefiguración del destino del poeta en la medida en que éste permaneció fiel a los impulsos y a las imágenes fundamentales que rigieron su comportamiento y perfilaron su personalidad. De hecho, asentado ya sobre una experiencia vivida, Rimbaud, con este poema, trata por primera vez de darnos una síntesis alegórica y sensible, al mismo tiempo, de sus aspiraciones y contradicciones. Todos sus poemas anteriores, salvo el «Corazón robado», esbozo del Barco ebrio, son a veces visionarios pero también de algún modo «realistas», pinturas de modelos naturales que encajan en espacio y tiempo familiares. Aquí, por el contrario, nos sumimos en la permanencia, en el presente convertido en eternidad que empapa todo el ser; conocimiento súbito e integral, viaje interior que el poeta apurará en Las Iluminaciones (v.) y en Una temporada en el infierno (v.): «¡Hela al final! / ¿Qué? / La Eternidad: el sol fundido con la mar». Si, por un instante, ha cedido al canto de las sirenas, si se ha proclamado «vidente», Rimbaud, en este su primer paso por la fuga de un nuevo género, ya presiente todo lo que arriesga y pierde. Sus aventuras espirituales jamás fueron para él un juego sin consecuencia y, en este sentido, tras Nerval y Baudelaire, Rimbaud carga la vocación de poeta de una significación y gravedad inéditas, y vuelve a dar a las palabras un peso carnal, llevado de idéntica ansia de sinceridad que ese otro adolescente, Lautreamont, si bien este último actuando en plano mucho más literario. Nada nuevo era el símbolo de la «nave bogando por el océano de la vida», y los «barcos-fantasmas» ya surcaban desde hacía mucho tiempo los mares de la literatura, pero jamás habían albergado un cargamento tan precioso, de tanta realidad.
El barco ebrio sólo era un noble velero pero hecho para los ríos y los sirgadores; embarcación pasiva, abandonada, inútil; barco enamorado del elemento a que por ley fatal debía vencer al punto de rendirse a su encanto y de embriagarse y perderse en él. Tema de la Irresponsabilidad (tan caro a la literatura de todos los tiempos y al que el siglo XIX había concedido un valor peculiar) con los corolarios, hijos de su vientre, que se llaman Anatema, Condenación y Paraíso Perdido, y sus actitudes justificativas y de protesta, de inspiración y de inconsciencia, de orgullo y rebeldía; negativa a una participación, que la sinceridad consigo mismo transforma en una libertad más concreta, a la que Rimbaud se atendrá en sus justos límites. La misma lucidez que le impulsaba a escribir a su amigo Demeny, pocos meses antes de componer el Barco ebrio: «No sabiendo nada de lo que es preciso saber, resuelto a no hacer nada de lo que es necesario hacer, estoy condenado, para siempre, sin remedio», parece haberle dictado el final del poema: «Si ansío algún mar en Europa, es el de la costa / oscura y fría donde, hacia el crepúsculo embalsamado, / un niño encogido, lleno de tristeza deja escapar / un barco frágil como una mariposa de mayo. / No puedo ya, bañado en vuestras languideces, ay, olas, / borrar la estela de los barcos algodoneros, / ni abatir el orgullo de banderas y gallardetes, / ni bogar bajo esos ojos horribles de los pontones». Pero entre tanto mezclando un exotismo de vigencia actual, que él supo, sin embargo, fijar en su forma más pura; en el éxtasis de una comunión con los elementos, «libre, inspirado, sobre brumas fantásticas», Rimbaud ha vivido refinadamente un mundo quimérico y bárbaro y ha «visto a veces eso que los hombres han creído ver».
Si de la significación del poema pasamos a su lenguaje, veremos que éste se asocia íntimamente a aquélla, y que la forma se funde con el fondo. Aquí, las asociaciones de palabras e imágenes no son únicamente combinaciones de sonoridades ni expresión de una emoción musical, sino la reintegración en un todo consistente; esto explica la pujanza evocadora del poema y su diferencia con la producción de los simbolistas contemporáneos. Y si algunas imágenes nos parecen demasiado ligadas al gusto de la época, excesivamente impregnadas de romanticismo y preciosismo verbal (un «barroquismo» que, por otra parte, encaja perfectamente con el extraño clima y tonalidad inédita del poema), no menos numerosas son las que se imponen inconteniblemente por su rotunda perfección. Bien pudo decir Rimbaud: «Nada parecido se ha escrito hasta hoy»; en efecto, Rimbaud escapaba a lo discursivo, a la efusión sentimental y musical, utilizando otro modo expresivo, más rico y completo por la ruta que Baudelaire había señalado en Correspondencias (v.). Poema de evasión y encierro, testimonio de dulce y amarga perdición y, simultáneamente, ansia y esfuerzo por escapar a tan contradictorias obligaciones conservando su propia integridad. Tal se nos aparece El barco ebrio. [Trad. española en verso de Carlos Ruiz de Dampierre, en «Escorial» (1942)].