El Banquete, Platón

Diálogo de Platón (427-347 a. de C.), compuesto ha­cia el 384 a. de C. En él desarrolla Platón su nueva concepción del Eros (v. Lisis) como actividad dialéctica, que empuja al hombre hacia la contemplación de la Idea, ayudándole así a alcanzar su felicidad. El diálogo transcurre en casa del poeta dra­mático Agatón, que había invitado a sus amigos a un banquete para festejar su pri­mera victoria escénica. Cansados de beber, los convidados acuerdan pronunciar un dis­curso cada uno en honor del dios Eros. Fedro inicia el torneo oratorio ensalzando el Amor como el más antiguo y venerado de los dioses, donador de grandísimos bie­nes. Sigue el discurso de Pausanias, el cual distingue ante todo el amor vulgar del amor celestial y elogia el segundo. Demues­tra después que las leyes de Atenas y Es­parta sobre el «eros» son mucho mejores que las vigentes en las otras ciudades, porque distinguen los amores dirigidos más al cuer­po que al alma, fugaces e innobles, de aquel que se dirige a la belleza moral y une los espíritus en la aspiración a la virtud y a la ciencia, prohibiendo los primeros (amo­res vulgares) y estimulando el segundo (amor celestial). El comediógrafo Aristófa­nes, en el curso de una graciosa narración de imaginarias mutaciones de la primitiva naturaleza humana, llega a afirmar que es más noble el amor entre individuos del mismo sexo, que entre individuos de sexo diverso.

Dice además que es justo elevar himnos al Amor, pues lleva la felicidad a los hombres. Agatón, poeta trágico, cuyo discurso, ejemplo estudiado de estilo retó­rico, sostiene que el Amor es el más joven y delicado de los dioses, lo elogia como ori­gen de la poesía y de todas las artes y cien­cias que nacen de un deseo o una aspira­ción. Sócrates (v.), finalmente, declarándose inexperto en el arte del elogio, en el cual, por lo que ha entendido, ve que la gente no se cuida de distinguir lo verdade­ro de lo falso, anuncia que quiere atenerse sólo a la verdad. Interrogando a Agatón demuestra que Amor es, no ya bueno y be­llo, sino deseo de bondad y de belleza, cuya privación siente. Esto dice haber aprendi­do de la profetisa Diótima de Mantinea, la cual le enseñó además otras cosas sobre el Amor, que, ser intermedio entre lo divino y lo mortal, no es un dios sino un demo­nio, intérprete y mensajero entre los hom­bres y los dioses. Engendrado por el Inge­nio y la Pobreza, durante las fiestas natali­cias de Venus, es pobre por parte de su madre, pero debe al padre su natural de fi­lósofo. Amor es esa «tendencia a la perpetua posesión del bien», en qué consiste la feli­cidad, que los hombres tratan de alcanzar por diversos caminos, siempre por medio de la procreación, pero algunos según el cuerpo y otros según el alma. Pertenecen a este segundo grupo los poetas y los artis­tas, que desean procrear con la inteligencia y cuyas obras más bellas se refieren a la organización de las ciudades y de las fa­milias, y participan de la moderación y de la justicia.

Animados de tales impulsos, buscan lo bello para realizar en ello la obra de generación, y cuando encuentran en un hermoso cuerpo de efebo un alma noble y rica de dotes, llenos de gozo, con sabios dis­cursos sobre la virtud y sobre la naturale­za del hombre justo, se aplican a formar al muchacho. Surge así entre los dos ami­gos un vínculo más sólido que el que une al hombre con la mujer, y engendrador de hijos infinitamente más bellos e inmortales. Diótima había mostrado a Sócrates cómo, si se procede rectamente, se pasa gradual­mente del amor a las bellezas terrenas has­ta el amor que nos impulsa a contemplar y a conocer la belleza en sí. Llegado a este «momento de la vida, merecedor como nin­guno de ser vivido», el hombre «podrá en­gendrar, no apariencias de virtud, sino vir­tud verdadera en cuanto alcanza la verdad», y hacerse inmortal. Para llegar a ésta, que es la más alta conquista humana, el hombre recibe eficaz ayuda del Amor que — afirma Sócrates— precisamente por esto debe ser honrado. Terminado el discurso de Sócra­tes, llega Alcibíades (v.), en estado de em­briaguez y adornado con guirnaldas; reque­rido para que pronuncie un discurso, deci­de hacer un elogio de Sócrates, del que se declara, medio en serio, medio en broma, enamorado y celoso. Sócrates, dice, sabe descubrir quién necesita ser iniciado en los misterios y lo fascina con sus discursos, hasta el punto de hacerle sentir el deseo de mejorarse; pero cuando está lejos de él se aparta de sus buenos propósitos, de modo que al volverlo a ver se avergüenza hasta el extremo de desear que Sócrates muera, aun dándose cuenta al mismo tiem­po del pesar que esto le produciría. Encontrándose en esta alternativa, no sabe cómo comportarse con él. Sócrates parece siem­pre enamorado de las personas bellas, y Alcibíades ha esperado conquistarle con la perfección de su cuerpo, en su deseo de re­cibir de él el don de la divina sabiduría.

Ha puesto en juego todas sus artes para ob­tener que Sócrates se convirtiera en su aman­te, pero no lo ha conseguido y le pesa en extremo, aun no pudiendo menos de admi­rar su rectitud, energía, sabiduría y conti­nencia. Alcibíades, que ha sido compañero de Sócrates en la campaña de Potidea y de Delio, puede tributarle aún otros elogios que lo pongan por encima de todos los mortales por su resistencia a cualquier su­frimiento físico o fatiga, desprecio del peli­gro, capacidad de inspirar respeto hasta al enemigo. Además, sabe hacer discursos ac­cesibles a todos en su forma exterior pero que encierran pensamientos profundos y re­ferentes a los temas más vastos y eleva­dos. El torneo llega a su fin al irrumpir en la sala una numerosa tropa de bebedo­res; el tumulto llega al cielo, todos beben en profusión, algunos salen, otros se duer­men. Sócrates sigue conversando serena­mente hasta el amanecer, después sale, pro­sigue su jornada como de costumbre y sólo hacia el anochecer se retira a descansar. Es éste uno de los más bellísimos diálo­gos platónicos, no sólo por la doctrina del Eros como impulso hacia lo divino, desarro­llada en él por Platón, sino por el modo como está diseñada, por boca de Alcibíades, la figura de Sócrates. La fascinación del maestro, su sereno dominio de sí mismo en toda circunstancia, están expresados con una vivacidad y plástica evidencia no al­canzada por Platón en ninguna otra obra suya. [Trad .de P. de Azcárate, en Obras completas (Madrid, 1871-1872)].

D. Codignola

*   De título idéntico y análogo contenido al de Platón es el Banquete del ateniense Jenofonte (427?-355), que for­ma parte de sus escritos socráticos. Celébrase un banquete en casa del noble Galias en honor de Antólico, vencedor en el pancracio, con la intervención de los mismos per­sonajes representados en Los Aduladores de Eupolis, comedia perdida, y en el Protágoras (v.) de Platón. Sócrates, que con Antístenes y otros participa en el banquete, desarrolla su teoría del amor terreno y ce­leste; su desarrollo está entremezclado con la descripción realista del banquete, y ter­mina con la de una pantomima. Desde el punto de vista filosófico, Jenofonte, que sólo en esta obra ha hecho el intento de expo­ner un rasgo más profundamente especula­tivo del pensamiento de su maestro, mien­tras habitualmente se limita a la parte prác­tica y moral, no ha acertado en su em­presa y no ha sabido expresar ni la unidad ni la profundidad del pensamiento de Só­crates; artísticamente la obra no carece de cierta naturalidad y gracia, sobre todo en las partes no filosóficas. Schick