[Qohelet (predicador)]. Uno de los libros del «Antiguo Testamento» (v. Biblia), que ocupa el segundo lugar entre los libros sapienciales, inmediatamente después de los Proverbios (v.). Libro inspirado, fue escrito, en lengua hebrea, por autor desconocido de hacia finales del siglo III a. de C., o, según otros intérpretes, con más probabilidad, originariamente por Salomón y redactado luego en la forma actual. No hay en el libro presentación ni prólogo alguno, sino que aparece de golpe sin paliativos la idea dominante, el planteamiento del angustioso y desazonador problema: «Vanidad de vanidades, todo vanidad» (I, 1-2).
El dolor, por largo tiempo contenido, estalla después de haber atormentado duramente el corazón del autor, y sus manifestaciones se repiten con dolida insistencia. El hombre pasa inexorablemente, e inútilmente busca alivio en las cosas terrenas que, como él, se desvanecen. Todo acaba en el misterio. La misma ciencia, tan ensalzada por filósofos y poetas, no sirve para nada y sólo incita la curiosidad que nunca está satisfecha de saber. Los goces de los sentidos son locura, como lo son también el lujo y las riquezas acumuladas. Laméntase el autor sobre los frutos de sus propios sudores: todo acabará en provecho de un desconocido que le sucederá inconscientemente en el engranaje de la vida.
El autor se concentra dentro de sí mismo, se para con los ojos clavados en el suelo: ¿Por qué existo? ¿A dónde voy? La razón, debilitada por la culpa, no responde. Igualmente inútil resulta buscar apoyo en los hermanos, en la familia social. La confusión de la vida civil le disgusta; se para repentinamente, vuelve a considerar lo que ha escrito y lo recapitula todo, condenando el excesivo afán de placer y el excesivo abandono a la tristeza. No podemos negar en el Eclesiastés un tono de pesimismo, un sentido de profunda tristeza; pero, al paso que el fatalista y el pesimista no encuentran ningún remedio al dolor, el Eclesiastés lo halla seguro en la fe en Dios, quien premiará el bien que se ha intentado hacer y castigará el mal perpetrado, con una justicia irreprensible, del todo opuesta a las injusticias aparentes de esta desdichada vida mortal. El Eclesiastés tiene, pues, un fin ético: estudia la cuestión del sumo bien, considerando su elemento positivo y luego el negativo, tratando de responder de algún modo a la pregunta «¿Qué debe hacer el hombre en esta tierra para vivir tranquilo y feliz?», y dando normas de vida práctica.
El libro se presenta en forma de una arenga dura y coactiva («eclesiastés» en griego significa predicador; pregonero) que quiere persuadir a todo el mundo de la verdad inculcada. Abundan por tanto los elementos oratorios. El autor no comunica sólo pensamientos sino también sentimientos e impresiones; juzga y razona, pero su inteligencia obra con la ayuda de las demás facultades; elementos fantásticos dan colorido y expresión; no falta aquí y allá la inspiración que hace más viva más sentida y más comprensible la argumentación. Frecuentes son y punzantes las interrogaciones, numerosas las exclamaciones, figuras retóricas y parábolas. El autor no parece atenerse a ningún plan prefijado, es irregular en la construcción, lento en pasar de una idea a otra; pero todo esto tiene su finalidad: sirve para dar mejor relieve a la verdad revelada, a la nulidad de las cosas y de la vida fuera de Dios. En la Biblia hebrea el Eclesiastés se halla en el tercer grupo llamado de los Hagiógrafos, entre las Lamentaciones de Jeremías (v.) y el libro de Ester (v.).
G. Boson