La figura del príncipe don Carlos (v.) y el misterio de su muerte, crearon, por obra de los enemigos de la España católica, una romántica leyenda de heroísmo y de pasión que ha tenido muchísimas realizaciones artísticas, especialmente teatrales.
* Abre la serie el escritor español Diego Jiménez de Enciso (1585-1634) con el drama en verso El Príncipe Don Carlos, extraído de la Historia de Felipe II (1619) de Luis Cabrera de Córdoba. El drama es consecuente con la verdad histórica y no registra aún el motivo de los fantásticos amores del príncipe con la reina Isabel, y se limita al choque entre las arbitrariedades y desórdenes de don Carlos contra la rígida razón de Estado personificada por Felipe II (v.). El drama, en el que se advierte la influencia de Lope de Vega, se impone por la coherencia psicológica y la medida de la expresión en una época que se complacía en los sangrientos efectos trágicos.
* El primer escritor que recoge la leyenda protestante es César Vischard (1639- 1692), abate de Saint-Réal, que en 1672 publicaba un Don Carlos, novela histórica en la que se narraba el amor de Carlos por Isabel de Valois, sus luchas para contener su pasión después que la princesa se convirtió en mujer de su padre Felipe, las intrigas de un cortesano contra el desgraciado príncipe, los sombríos celos del padre y por fin la miserable muerte de ambos enamorados. De escaso valor intrínseco, tuvo el mérito de inspirar al inglés Otway y al alemán Schiller sus dos tragedias homónimas. *
* En la de Thomas Otway (1652-1685), en cinco actos, en verso, representada en 1676 y publicada el mismo año, Felipe II rey de España se casa con la hermosa Isabel de Valois; pero muy pronto advierte que su amor es poco correspondido. Isabel había sido prometida a don Carlos, hijo del rey, quien cae en sospechas de que hijo y esposa le traicionan. Así combatido entre el amor paterno y los celos, Felipe vive en continua agitación, y un cortesano, Ruy Gómez, y su mujer, la duquesa de Éboli, hacen todo lo posible para mantener despierta en el ánimo del rey la atroz sospecha. Satánicamente cultivada por los dos cortesanos, la sospecha del rey se transforma en certeza y Felipe ordena que ambos culpables sean castigados. La reina muere envenenada mientras don Carlos es obligado a darse la muerte.
Cuando finalmente la inocencia del hijo y de la reina aparece con toda claridad, sólo le queda al suspicaz déspota desesperarse por sus celos y por la envidia y las intrigas de los cortesanos. Inferior a la tragedia de Schiller, como el Felipe (v.) de Alfieri, este Don Carlos nos presenta, empero, en Felipe II una singular figura de tirano cruel y sin embargo no carente de sentimientos afectuosos hacia sus hijos y su joven esposa. La comparación con el Otelo (v.) de Shakespeare se presenta naturalmente. El patetismo de Otway se revela aquí, lo mismo que se delinea el motivo fundamental de su teatro trágico: la ruina del hombre como fatal consecuencia de su pasión amorosa.
E. Allodoli
* Siguió la tragedia de Jean-Gallart de Campistron (1656-1723) Andronic, que es una historia figurada de Don Carlos.
* En 1783 apareció el Felipe (v.) de Vittorio Alfieri (1749-1803) basado también en la tiranía del monarca y en el amor liberal de don Carlos por su madrastra.
* Más que ninguna otra obra de Friedrich Schiller (1759-1805), el Don Carlos, poema dramático en cinco actos, con su lenta y atormentada composición, refleja la gradual ampliación del horizonte interior del poeta hacia nuevos problemas y nuevos ideales. Imaginado ya durante el idilio de Bauerbach, iniciado en Mannheim, continuado bajo la influencia de la pasión por Carlotta von Kalb, el drama fue terminado (1787) en Loschwitz, cerca de Dresde, en la quietud de la casita hospitalaria de C. G. Körner, padre de Teodoro, el poeta soldado. Después de haber pensado originariamente en una tragedia familiar, sobre las normas de Wischard y de Otway, y después de haber escrito el primer acto en prosa, Schiller, por influencia de Wieland (cfr. Carta a un joven poeta [Sendschreiben an einen jungen Dichter]) abandonó el estilo naturalista y se aproximó al clasicismo empleado por primera vez en su obra dramática en verso (yambos). Bajo ese nuevo aspecto aparecieron en la revista «Rheinische Thalia» (1785) y en «Thalia» (1786) el primer acto, el segundo y las primeras escenas del tercero.
La comparación entre las diversas partes publicadas en las revistas y las de la edición definitiva (Leipzig, Góschen, 1787), resulta interesante porque nos permite seguir la gradual aparición, ampliación y mezcla de los diversos motivos inspiradores. Junto a Carlos toma lentamente relieve e importancia la figura de Posa, que, símbolo inicialmente de la amistad, personifica al fin el ideal de la libertad y las exigencias del ilustracionismo contra el absolutismo y la inquisición. Si Cúbalas y amor (v.) estaba dirigido contra los prejuicios de casta del siglo XVIII, Don Carlos trata de convertir a Felipe II de España en el prototipo del absolutismo. A Carlos, atormentado, en la escena de introducción del acto I, por el terrible secreto del desgraciado amor por su madrastra Isabel, que había sido su prometida y ahora es la mujer de su padre Felipe, se presenta el marqués de Posa que le incita a trasladarse, en lugar del duque de Alba, a Flandes, para ampliar la libertad de aquellos pueblos oprimidos por la tiranía de Felipe. La misma reina impulsa al joven a olvidar en dicha empresa su amor hacia ella.
La negativa de Felipe a la petición de su hijo de capitanear la expedición, abandona completamente a este último al torbellino de sus pasiones. En su exaltación amorosa le sorprende una carta que él cree de su amada, pero que proviene en realidad de la princesa de Éboli, que defraudada por Carlos en un dramático diálogo, para vengarse de él y de Isabel, la que —según cree— corresponde a su amor, se une con Domingo, confesor del rey, y con el duque de Alba en la trama de intrigas que urden contra don Carlos, su enemigo religioso y político. La sospecha de la traición de su mujer entra así en el corazón de Felipe que aparece a principios del acto III atormentado y agitado, sin la menor confianza ni en los acusadores ni en los acusados. Precisamente en dicho peculiar estado de ánimo sus ojos caen sobre Posa en quien cree encontrar un amigo y un consejero. En la famosa escena X del acto III (que refleja en gran parte el Espíritu de las leyes [v.], de Montesquieu y recuerda la escena II, 7 del Natran [v.], de Lessing), Posa, con agitadora y persuasiva elocuencia, trata de atraer el ánimo del rey y de inflamarlo por sus ideales de libertad. Felipe – queda sorprendido por el ardor y la sinceridad del marqués, que se convierte en su consejero autorizado.
En el acto IV, para convencer más aún al rey de la inocencia de su hijo, Posa le entrega unas cartas personales de don Carlos, entre las cuales el apasionado billete de la de Éboli, y cuando éste, desconcertado por la conducta de su amigo que le resulta algo incomprensible y ambigua, está a punto de lanzarse en brazos de la princesa y manifestar su secreto, Posa le hace detener salvándole de una ruina segura. Además, para destruir por completo las sospechas del rey, se declara en una carta reo de amar él mismo a Isabel. Al principio del acto V don Carlos se entera de toda la verdad sobre su amigo, que cae herido por la espada de orden de Felipe. Éste ve ahora en el hijo al continuador del ideal político del marqués, quien en nombre de la libertad podría abatir el absolutismo y la intransigencia religiosa, y decide por ello sacrificarle. Sorprendido durante una conversación nocturna con su madre, que quiere manifestarle las últimas voluntades de Posa antes de que él emprenda la huida, don Carlos es entregado al tribunal de la Inquisición por su padre, que cree así, con la complicidad de la Iglesia, hacerse inocente de la muerte de su hijo.
La exposición de la trama deja por sí sola entrever la insólita amplitud del drama, que revela a menudo carencia de organización y de equilibrio en una intriga quizá demasiado abundante, que sofoca su claridad. Las críticas lanzadas por sus contemporáneos, entre otros por Wieland, impulsaron al autor a tomar la defensa de su obra en sus Cartas sobre el Don Carlos, publicadas en el «Deutscher Merkur» (1788). Los defectos son precisamente consecuencia de la larga y trabajada elaboración de la tragedia, que ocupa el centro de toda la obra schilleriana y representa un cambio decisivo en su arte. Bajo la influencia de los estudios históricos y filosóficos el ánimo del poeta se ha renovado íntimamente. La pasión agitadora del «Sturm und Drang» ha sido substituida ahora por una meditación tranquila, un deseo puro de idealismo. El mundo ha de ser transformado, no ya con la fuerza bruta de la violencia y de la insurrección, sino con la luz de la verdad y de la libertad.
La pasión del Infante por su madrastra, que había sido el lejano motivo inspirador de la tragedia, deja paso, pues, al nuevo ideal político humanitario representado por Posa. El originario drama familiar, transformándose, se ha convertido en tragedia histórica, política, religiosa, que culmina en la exaltación del sacrificio del individuo en favor de la humanidad. En el centro, hay dos figuras ideales: Carlos y Posa. Pero Carlos, aunque ardiendo de espíritu de libertad y de amor a la gloria, aparece alguna vez demasiado inseguro, débil, pasivo, comparado con la energía moral, la resolución y la coherencia de Posa, impulsado al sacrificio supremo. Junto a los personajes principales se agrupan los menores: Felipe, un desgraciado sobre el más excelso trono de la tierra, oprimido por la soledad de su mundo de déspota absoluto e inflexible; Isabel, austera custodia de sus virtudes, que no oculta, empero, el ardor puro de un corazón que ama; la princesa de Éboli, fascinante con su sensualidad rescatada por la presteza en expiar su culpa cuando la reconoce.
Y, como atmósfera general del drama, ¡qué superabundancia de motivos ideales! ¡El amor, la amistad, la libertad! ¡Y cuánta elocuencia al proclamarlos ! Es casi un Rousseau puesto en acción, con una juventud ebria, con un ardor y una fuerza tanto más avasalladores por desarrollarse sobre el fondo de la Corte más sombríamente majestuosa. Todo ello con el más atento sentido, nunca alcanzado por Goethe, de las necesidades escénicas, tanto que ya la primera representación en Hamburgo el 29 de agosto de 1787 fue un éxito. Schiller es un hombre de teatro con todas las habilidades, dijérase casi con todas las astucias del oficio y sin embargo nadie es más honrado ni más puro que él.
G. Gabetti
En el espacio angosto del tiempo los hechos están demasiado acumulados e intrincados, y la parte política se encuentra menos en la acción que en el fecundo hablar del marqués de Posa. (De Sanctis)
* También escribió una tragedia Don Carlos el poeta alemán Friederich La Motte Fouqué (1777-1843), dedicada en 1823 a Schiller, en la que se intenta una rehabilitación de Felipe II y del duque de Alba.
* Por el respeto a la verdad histórica es también notable el drama El haz de leña (1872) del poeta Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), considerado el mejor drama de carácter histórico del período romántico español.
* Escribieron otros dramas sobre el asunto, L.-S. Mercier, Lord John Rusell, M.-J. Chenier, A. Pepoli, G. Polidori, J. M. Díaz, J. Güell y Renté, etc.
* Entre las óperas musicales compuestas sobre el drama regio de Don Carlos la más importante es Don Cario de Giuseppe Verdi (1813-1901), representada en París en 1867. El argumento de la tragedia schilleriana le había sido sugerido en 1850 a Verdi por Alphonse Royer y por Gustav Vaez, quienes habían transformado Los lombardos en la primera cruzada (v.) en Jerusalén, y el maestro había dejado indecisa la acogida. Quince años más tarde decidió tratar el asunto y escribir la ópera para la Exposición universal de París de 1867, sobre el libreto francés de Méry y Du Lóele. Traducido el libro al italiano, con el título Don Cario, la ópera fue representada en el Teatro Municipal de Bolonia el mismo año 1867.
Para adaptarse a las costumbres de la escena francesa, la ópera constó al principio de cinco actos; luego fue reducida a cuatro; por fin en 1883 volvió a tener cinco con veintiocho cuadros. En esta última estructura, el exceso de episodios laterales que sirvió más para la coreografía y la maquinaria propia de la «grand’opéra» que para las necesidades dramáticas hizo grave y lento el desarrollo de la acción. Pero, como en La forza del destino (v. Don Alvaro), todo lo esencial del drama está altamente realizado. El elemento amoroso es menos vivo que aquél en que asoman las pasiones desencadenadas del odio, de la ambición, de la venganza y de los celos. Son hermosos los papeles de Isabel y de Carlos, y estupendos los de Felipe, de Rodrigo y del Inquisidor.
A. Della Corte