[Don Candeloro e Ci.]. Bocetos de Giovanni Verga (1840-1922), publicados en Milán en 1894. Muchos de estos bocetos se refieren a la vida del teatro. Don Candeloro es un titiritero, un artista enamorado de su arte, un poeta que, a fuerza de vivir entre sus personajes, habla como un rey de Francia, como un conquistador que saca de su prosaica cocina a la hija del mesonero, y la lleva, por montes y valles, en pos de su fúlgido espejismo («Don Candeloro y Cía.»).
Pero, tras una vida de privaciones y de renuncias de todo género, le vemos, pobre viejo, saciar su hambre, con el corazón oprimido, en la mesa de los protectores de su hija («Los títeres parlantes»). Otros hacen surgir ante nosotros los ilusorios triunfos de la escena («El beneficio de la diva»), o nos revelan las triste realidades de la misma («El crepúsculo de Venus»), o nos hace ver a los ingenuos, como incautas mariposillas, revolotear en torno a la luz ambigua («Paje Fernando»). Pero el declamar y hacerse ilusiones no es privilegio de los cómicos. Hay conventos, en cuyo escenario se representan mezcladas las graciosas comedias de la vanidad, del tedio y del capricho («La obra del Divino Amor»), o se representan dramas de tintas más fuertes, como la ascensión triunfal de aquel trapalón que, de pobre diablo, llegó a ser guardián de los capuchinos («Papa Sixto»).
Y cuántas veces el variado espectáculo de la vida nos deja a flor de labios las preguntas: ¿Verdad o mentira? («Entre las escenas de la vida»). ¿Cuánto hay de verdad en los transportes de los enamorados, en las vocaciones religiosas, en las sospechas sobre la felicidad conyugal, en las heroicas mentiras de que se reviste a la guerra? («Los enamorados», «La vocación de Sor Inés», «El pecado de doña Santa», «Epopeya menuda»). El juego de la ilusión y de la desilusión corre a través de toda la sustancia del libro, haciendo su atmósfera algo cambiante y alusiva. Se pensaría, a veces, en Pirandello, si, entre la ironía y la caricatura, no corriese un soplo de indulgente simpatía que las salva del tormento de la negación y de la rigidez del intelectualismo.
E. Ceva Valla