[Discours de métaphysique. Traite sur les perfections de Dieu], Obra del filósofo alemán escrita en francés entre 1685 y 1686. Publicada incompleta por Grotenfeld (1846), sólo tuvo una edición definitiva en 1907 por obra de Lestienne. Dios es el ser absolutamente perfecto; Él, entre los infinitos mundos posibles, eligió el que contiene mayor número de bienes y el menor número de males. Es preciso distinguir bien su acción de la acción de las creaturas; y a este fin, es necesario definir el concepto de sustancia individual.
En toda verdadera proposición, el predicado está contenido (explícita o potencialmente) en el sujeto; el sujeto que no puede atribuirse a ningún otro como predicado y que es suficiente para comprender a todos sus predicados es la «sustancia individual», a la que más adelante llamará Leibniz «Mónada». Cada sustancia es única en su especie, es un mundo entero, espejo de Dios y del Universo, que cada una expresa a su modo. Cada una representa todo lo que ocurre en sí y en el Universo, presente, pasado y futuro. (Esta proposición, al ser conocida por el cartesiano católico Arnauld en un sumario del Discurso, dio origen a una larga polémica epistolar, en la cual Leibniz vino a aclarar que la sustancia contiene todo su pasado y su futuro si es vista en Dios, pero no lo contiene en sí misma; y que este «contener» se entiende en el sentido de una posibilidad de previsión divina, no en el de una necesidad, lógico-metafísica. De todos modos representará seguidamente el problema mayor de la filosofía de Leibniz).
Las sustancias son creadas por Dios de modo semejante a como nosotros producimos nuestros pensamientos; en el fondo, son pensamientos de Dios, cada uno de los cuales encierra todo el pensamiento divino, todo el universo. Esta conclusión pan- teísta, a la que Leibniz no quería llegar, está ya claramente contenida en el propio concepto de sustancia individual, entendida a la manera de Spinoza como «en sí y por sí»; si cada una es completa y sólo está limitada en cuanto a su grado, cada mónada es idéntica a Dios, cada una es como un aspecto parcial de Dios. Esta in- certidumbre en el pensamiento del autor, panteísta sin querer, se refleja en la última parte del Discurso; nuestro espíritu, en cuanto sustancia individual, piensa siempre, si bien no siempre piensa de modo igualmente claro y distinto; no puede recibir impresiones de fuera, si no es en sentido figurado (de modo análogo a como los copernicanos continúan diciendo que es el sol el que sale y el que se pone); por lo tanto, el único objeto inmediato de nuestro espíritu es Dios.
Pero entonces sólo Dios es verdaderamente activo; conclusión inevitable, a la que en vano trata Leibniz de sustraerse, distinguiendo entre «inclinación» y «necesidad»; la acción de Dios influye, pero no necesita a la nuestra. Pero ¿qué puede significar esto, si nuestra propia esencia es pensamiento divino? Con tan graves problemas sin resolver, más bien puede decirse que esta obra de Leibniz es un programa de meditaciones futuras, que no la exposición de un sistema completo tentativa de aclarar, si no de resolver, problemas, ocupará la ulterior actividad filosófica de Leibniz, y en ella tendrán origen sus obras más maduras: Ensayos de Teodicea (v.) y la Monadología (v.). [Trad. Y comentario de J. Marías (Madrid, 1942)].
G. Preti