Destino del Hombre, Johann Gottlieb Fichte

[Bestimmung der Menschen]. Obra filosófica de Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), publicada en Berlín en 1800. Primera fase de la inves­tigación: «la duda». El hombre, curioso de investigar su propia naturaleza íntima, se siente antes que nada una pobre y misera­ble criatura perdida en la inmensidad de la creación. La conciencia que, sin embar­go, tiene de sí como parte integrante de este todo, le dice que es uno mismo el principio que le constituye a él mismo, y el que constituye este universo, y la mis­ma ley es la que rige los destinos de am­bos. Siendo el enigma del hombre el mismo que el del universo, en la contemplación de éste puede esperar hallar la solución de aquél. Pero he aquí que el espectáculo de los fenómenos le hace pensar a veces en el azar, otras en el orden necesario y rigu­roso; a veces en la inflexible necesidad, otras en la completa libertad. ¿Será él, aca­so, el juguete de un azar caprichoso y el esclavo de una inexorable fatalidad? Duda, es preso de dudas y dolorosas angustias. Decide entonces renunciar a interrogar al mundo exterior, e indaga dentro de la pro­pia conciencia, busca dentro de sí, y en­cuentra la «ciencia». El «conócete a ti mis­mo» se inicia con el análisis de la sen­sación, la cual resulta ser modificación del ser que siente; no le da derecho a salir fuera de sí, ni, por el hecho de que haya sido modificado, llegar a la conclusión de una causa fuera de sí.

El principio de cau­salidad, si no le es dado con la sensación, existe, sin embargo, en la profundidad de la inteligencia misma. Este principio sólo tiene valor subjetivo; en una inducción ob­tenida de un principio, no se puede conce­der más realidad, ni otra especie de rea­lidad, sino la que se halla en el prin­cipio mismo. He aquí por qué las cosas externas, es decir, el mundo, no existen más que como inducción del principio de causalidad, no tienen más que una rea­lidad puramente subjetiva. Por lo tanto, el mundo sería en la inteligencia del hombre como una copia sin original, dibujada por mano desconocida: como una sombra que no se proyecta sobre ningún cuerpo. Nues­tros sentimientos, nuestras pasiones, nues­tras ideas, no tendrían más realidad que los fantasmas del delirio febril. La reacción que surge, es la necesidad de obrar, un irresistible impulso a entrar en el mundo de la propia realidad que parece fragmen­tada y aniquilada por el análisis. La ne­cesidad de acción se mezcla a cuánto hay de más íntimo en el hombre. Nuestras pa­siones y sentimientos, los instintos de toda clase, se ponen de acuerdo para revelarnos que nuestra misión terrena no es la con­templación ociosa de nuestro pensamiento, que no es el incubarlo eternamente dentro de nosotros, sino la de manifestarlo, la de realizarlo, la de obrar. La acción es no sólo el destino del hombre, sino que es el hom­bre mismo; si el impulso que a ella nos lleva no tuviese ningún fin, nuestra vida sería un esfuerzo continuamente renovado y abortado en el seno de una contradicción. Esto no puede ser y no es.

Para obrar y vivir, el hombre ha de creer en la posi­bilidad de la acción, en la marcha hacia un destino que puede alcanzarse: «creer» — es la tercera fase — que existen los de­beres, que una voz interna, cuya autoridad no se puede desconocer, nos ordena cum­plir en este mundo. La creencia en el de­ber es, por lo tanto, para Fichte como la tabla de salvación que se interpone entre el hombre y los abismos creados por la es­peculación, que tratan de devorarlo. Duda, ciencia de la propia ignorancia, creencia. Se trata de una especie de trilogía filosófica presentada en forma viva y dramática, ani­mada por un soplo de poesía. Se lee en las últimas páginas de la obra: «la muerte no es otra cosa que el desarrollo instantáneo de una vida nueva, fin latente de la vida anterior. Nacimiento y muerte son un pro­greso de la vida, nuevos grados de ella que se superan, sucesivas depuraciones hacia una manifestación cada vez más completa. ¿Cómo podría ser de otro modo, si yo, aun­que forma pasajera de una vida efímera, soy la vida primitiva, real, esencial? La naturaleza no puede aniquilar una vida que no viene de ella, mientras… que esa vida ha sido hecha para mí… El acto con que la naturaleza aniquila a un ser libre e in­teligente es como un sello que ella impri­me sobre el período de vida ya recorrido, para dar de ella testimonio y aceptar la responsabilidad, antes de introducirlo en una vida nueva. Mientras nosotros lloramos a un hombre…, por encima de nosotros festejan otras criaturas el nacimiento de él en un mundo nuevo, a la manera como nosotros festejamos el nacimiento de uno de nuestros hijos. Venga, por tanto, pron­to el día en que deberé alcanzar ese mun­do…; ése será, entre todos, el mejor de los días, el bien venido».

G. Pioli