Obra del novelista español Gabriel Miró (1879-1930), escrita en 1902- 1903 y publicada en 1904. Otras dos (La mujer de Ojeda, Hilván de escenas) la precedieron, pero ambas fueron repudiadas más adelante por el novelista. Del vivir describe una excursión a Parcent, pueblo levantino en el que, al margen de las gentes, viven los leprosos. En esto queda el argumento de la obra; el resto van a ser una serie de cuadros e impresiones en los que no es raro encontrar la maestría del gran narrador. Cada capítulo del libro tiene completa entidad y un motivo fundamental centra el interés de esas páginas: el viaje, la leprosa a quien han quitado el hijo, un partido de pelota, Batiste — el gafo que defiende a salivazos las plantas de su tabaco—, la lazarina entrevista en el baño, la tertulia pueblerina, el leproso resignado, la crueldad — casi humana — de los animales, el mal declarado sobre el cuerpo turgente de una doncella, la vuelta al pueblo un año después…
En torno a estos temas fundamentales, se mueven unos cuantos personajes que van dando unidad a la narración: el ventero, el médico y, sobre todo, Sigüenza. Sigüenza encubre al propio Gabriel Miró. Surgido en esta primera salida, no abandonará ya la obra del escritor. En las primeras palabras del libro ha quedado retratado para siempre: «hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina». Ésta va a ser su andadura dentro de muchas páginas, reputadas entre las más bellas de nuestra literatura contemporánea: su caminar aislado para ver mejor las cosas; su amor al paisaje levantino, cargado de sensualidad; los pueblecillos blancos, radiantes bajo un sol implacable. Del vivir, a pesar de su carácter primerizo (escrito a los 23-24 años del novelista, vio la luz uno más tarde), es una obra típicamente mironiana, sin la estructura novelesca de Las cerezas del cementerio (v.) y sin el caudal modernista que caracteriza a esta obra. Pensamos mucho más en Años y leguas (v.); en ambas narraciones, Sigüenza es el débil hilillo que establece la unidad en el relato, pero en Del vivir acaso sin la madura serenidad de su última novela, pero ya con todos sus mejores elementos: el paisaje, la técnica de miniaturista, el dramatismo, el léxico.
Ahora — en función del tema escogido — hay un mundo dual sabiamente manejado por Miró: gracias a su acusada técnica de contrastes, se obtiene más eficacia en las descripciones; así en la plasticidad de luces y sombras (mendigo desnudo, leprosa en la noche), así en la violenta unión de placer y dolor o entre la imposibilidad y la violencia física. El paisaje participa de esta misma dualidad y a pesar de su oro, de su opulencia, de su color, queda sumergido — como los cuerpos dañados — en una tristeza infinita. Junto al paisaje — alma del libro—, el espíritu de los hombres se debate entre dos fuerzas que lo elevan o lo subyugan: surgen así el heroísmo y la resignación o la crueldad y la airada protesta. El arte del narrador —dual — como su concepción, va ofreciendo unos cuadros magistrales y en ellos — pugna inconclusa — el gesto torvo de todas las negaciones y la sonrisa abierta de todas las miradas.