Del Hombre, Thomas Hobbes

[De homine]. Segunda sección de los Elementos de filosofía (v.) de Thomas Hobbes (1588-1679), publicada en 1658. Luego de apuntar brevemente al problema del origen del género humano, a propósito del cual declara aceptar la enseñanza de la Biblia (v.), Hobbes expone al­gunos principios de fisiología, identificando la vida con el «movimiento» del corazón que según él se transmitiría, por medio de la sangre, por unos invisibles corpúsculos en movimiento mezclados con el aire que se respira: por consiguiente, la- muerte parece provenir siempre de algún impedimento cir­culatorio; como obstrucción de vasos san­guíneos y fenómenos semejantes. Pero el propósito de la obra consiste en investigar, no las facultades del cuerpo, sino las del espíritu. Gran parte de esta investigación, sin embargo, está dedicada a un examen de la facultad visiva, por lo cual Hobbes se adentra en cuestiones de óptica, con objeto de demostrar que la imagen es sólo un «fan­tasma» nuestro que se forma en un punto de la «línea visual», por efecto de la reac­ción del nervio óptico a la acción, o movi­miento, que del objeto exterior iluminado se propaga al ojo.

Sobre esta demostración Hobbes funda el examen de diversas ilusio­nes ópticas, todas debidas a las modifica­ciones que la refracción de los rayos lumi­nosos en el ojo experimenta por efecto de la * diversa densidad de los humores y por la menor o mayor curva del cristalino. En cuanto al «lugar» de los objetos caracteri­zados por tres elementos, distancia en línea recta, magnitud y figura, el que se nos pre­senta en la visión no es «real», sino sólo «aparente», y está constituido por la distan­cia, magnitud y figura de la imagen visiva, no de la cosa misma. Hobbes se ocupa tam­bién después» de la representación perspec­tiva en la cual se obtiene un diseño de las líneas del objeto tal como aparecen sobre una superficie interpuesta entre ella y el ojo. Además, hay casos especiales de apa­riencias visivas constituidas por las imáge­nes que vemos por refracción. Hobbes em­prende cuestiones filosóficas y sobre todo se ocupa del origen del lenguaje. Este es pro­pio del hombre y ha nacido del arbitrio con que determinadas palabras han sido adop­tadas como «signos» de ideas. Los «nombres» puestos por el primer hombre a las cosas fueron -transmitidos de padre a hijo, y cada generación añadió otros; éste es el origen del lenguaje, «puramente natural».

En cambio, si Adán comprendió el mandato con que lo conminó el Señor, esto sucedió de modo sobrenatural, porque él no conocía todavía el significado de los signos verbales. Pero en el lenguaje radican el error, que con él es transmitido, la mentira y la mala inclinación de repetir palabras privadas de significado, como hacen los que repiten las frases abstrusas inventadas por los escolás­ticos y los filósofos para ocultar su propia ignorancia. El autor pasa después a aclarar qué es la ciencia, y la define como el «co­nocimiento de las causas», de las cuales, con claro raciocinio, la ciencia deriva la genera­ción de las consecuencias (demostración «a priori»). El conocimiento que le eleva de los efectos a las causas con un procedi­miento «a posteriori» no es, en cambio, ver­daderamente demostrativo. Al hombre sólo le está concedida verdadera ciencia de las cosas cuya generación se halla a su alcance; por esto, mientras son demostrables los pro­blemas de la Geometría, porque somos nos­otros los que creamos las figuras, no son demostrables las verdades de la Física, por­que las cosas naturales no dependen de nuestro albedrío, sino sólo del divino. La política, de la que forma parte la Ética, ciencia de lo justo y de lo injusto, es, en cambio, ciencia verdaderamente demostra­tiva, porque son causas de lo justo y de lo injusto las leyes y los pactos sociales insti­tuidos por nosotros mismos, antes de los cuales los hombres no tenían en absoluto tales nociones.

Además del conocimiento, el hombre tiene también pasiones — el placer y el dolor — producidos en él por las accio­nes de los objetos en los sentidos. En cuanto dirigidas hacia lo futuro se tornan deseo y aversión, y como la voluntad para Hobbes se identifica con el deseo o el apetito, él concluyó que toda voluntad nuestra está determinada por los objetos de los sentidos. Lo que se desea porque agrada se llama bien, y viceversa: mal y bien son relativos a cada individuo y a las circunstancias del momento. Hobbes niega de este modo todo criterio objetivo. Bien es, en todo caso, lo que aprovecha para la conservación del in­dividuo; la distinción entre bien aparente y bien real, entre los cuales la razón está llamada a escoger, consiste sólo en el hecho de que el aparente está mezclado con algún mal o, en todo caso, tendrá consecuencias dañosas. Todos los «afectos» del ánimo, es­peranza y temor, ira, orgullo y pudor, risa y llanto, etc., son formas diversas de las dos pasiones fundamentales determinadas por la diversidad de los objetos que impre­sionan los sentidos. Cada individuo tiene particular propensión (índole) hacia ciertas cosas; ésta es determinada por el temperamento, por la experiencia, por la costumbre, por los bienes de la fortuna, de la opinión que cada cual tiene de sí mismo, de los maes­tros, entre los cuales son particularmente peligrosos los de tendencia democrática que exaltan el regicidio como tiranici­dio. Sólo en cuanto el hombre es ciuda­dano existe una medida cierta del bien y del mal en las leyes, a las cuales es justo obe­decer, sean como fueren.

Con todo, Hobbes, junto a la virtud civil, la justicia, establece una virtud «medida por las leyes naturales», la caridad, pero no la explica. Pasando a tratar de la religión, Hobbes distingue en ella dos elementos: fe y culto. Fe es la creen­cia en Dios creador y rector del mundo; culto es la manifestación externa de la fe, en forma privada o pública; con esta última, el Estado procura hacerse propicia la protección divina, y en cuanto al culto público es establecido por las leyes, es cosa racional practicarlo, sea cual sea. Si las religiones cambian, esto ocurre por culpa de los sacer­dotes, por sostener estos dogmas absurdos queriendo abordar cuestiones de física en las que son siempre ignorantes. Esta obra termina con una rápida referencia a un tema que Hobbes trata mejor en el Ciuda­dano (v.), el de la «persona ficticia» (jurí­dica), es decir, la del que obra en la vida civil en nombre de otro, representando un individuo o una colectividad, o cosas inani­madas. Aquí Hobbes enuncia el principio de que en todo estado el detentor supremo del poder es jefe de la Iglesia, y como tal representa a Dios. Para el conocimiento de la filosofía de Hobbes, esta obra tiene valor secundario, porque todas las concepciones expuestas en ella hallan una mejor reela­boración en la Human Nature (v. Elementos de Derecho), realizada con procedimientos más estrictos, mientras que el De homine se fracciona en argumentos que carecen de coordinación.

E. Codignola