[De Genesi ad litteram] de San Agustín (354-430), escrito de 401 a 415, después de la interpretación más alegórica dada en las Confesiones (v.) y del intento de una obra «inacabada»— que dejó por parecerle superior a sus fuerzas — hecha ya en 393-394.
Su objeto consiste en eliminar todo desacuerdo entre el relato bíblico y la ciencia de su tiempo, esforzándose por mostrar que nada se halla en él que no pueda ser literalmente tomado como verdadero o conciliable con la razón y que si algo contiene de superfluo o incongruente debe ser interpretado en sentido místico y más elevado: y lo interpreta en doce libros, con una exégesis minuciosa, palabra por palabra, desde el comienzo hasta el versículo en que Adán fue arrojado del Paraíso Terrenal. Pero en las Retractaciones (v.) deberá luego reconocer que había «suscitado en ella más problemas que hallado soluciones; y de éstas, pocas sólidas, y las demás expuestas en tal forma que sugerían ulteriores investigaciones». Las digresiones astronómicas son numerosas: cómo fue creada la luna; si las estrellas tienen todas el mismo resplandor; de la conformación del cielo, etc. Un capítulo está dedicado a confutar a los astrólogos con sus horóscopos; no sin la aguda reserva de que «cuando predicen la verdad, esto ocurre por un ocultísimo instinto del que las mentes humanas son instrumentos inconscientes». Numerosas y extrañas son las cuestiones planteadas por la creación de los animales; de la luz, mejor dicho, de los días, que existían antes que el sol y las estrellas fuesen creados (insinúa aquí un significado metafórico de los famosos seis días); del «reposo» del séptimo día, de Dios, que, sin embargo, actúa siempre y sostiene en el ser y en la vida a toda criatura; de la «ciencia de los ángeles», etc.
Las cuestiones filosóficas se entremezclan con las exegéticas: por ejemplo, cómo las cosas preexisten en la mente divina; cómo en nuestro espíritu percibimos a Dios «en quien vivimos, somos y nos movemos», más fácilmente que las criaturas que están alejadas de nuestros sentidos y que nosotros no podemos ver en Dios; y qué cosas «futuras» son verdaderamente tales. Califica de «excesivamente pueril» la idea de que Dios haya plasmado, en sentido propio, al hombre de la tierra con sus manos corpóreas, como si en esto, y no en el alma, consistiese el sello divino en el hombre. Los libros VIII y X contienen todo un tratado de psicología; naturaleza y origen del alma, su incorporeidad, su preexistencia y origen; transmisión del pecado y las cuestiones de si la concupiscencia sólo reside en el cuerpo o también en el alma; si ésta es creada de la nada o formada por otra criatura espiritual y racional (deja esta cuestión sin resolver, pero la relaciona con la otra del bautismo de los niños); si se puede sostener con Tertuliano que también el alma es corpórea, etc. El libro XI trata del pecado de Adán; y el autor suscita aquí también las cuestiones «por qué Dios no creó impecable al hombre»; «por qué fueron creados los que habían de ser pecadores»; «por qué Dios no convierte, pudiéndolo hacer, la mala voluntad en buena», y todas las difíciles cuestiones surgidas de la existencia del «diablo». El libro XII y último es todo un estudio sobre el éxtasis de San Pablo y sobre las visiones sobrenaturales, en que no faltan, como en todas las obras del original y agudo pensador, atisbos de puntos de vista modernísimos.
G. Pioli