[De vera religiones. Tratado de apologética y propedéutica religiosa de San Agustín (Aurelio Agustín, 254-340), fruto de la soledad de Tagaste, aproximadamente en 390. La verdadera religión, según San Agustín, no se hallaba entre quienes (los paganos) en su politeísmo y en sus doctrinas hacían diferencia entre la profesión pública y la privada, la filosófica y la popular.
El mismo Sócrates se confundía con el pueblo en el culto de los ídolos. El Cristianismo logró persuadir a pueblos enteros sobre la existencia de algunas verdades que Platón nunca se atrevió a esperar poderlas inculcar. Sin embargo, ni siquiera entre los herejes, cismáticos o judíos, se puede encontrar la verdadera religión, sino tan sólo en la Iglesia católica, que, desparramada por todas partes, a todos los abraza para corregirlos y reformarlos. Lo que ella profesa es aceptado primero por argumento de autoridad y luego comprendido por la razón. San Agustín empieza su demostración apologética con una alusión de confutación de los maniqueos, e introduce la historia de la religión; enseña en otros tantos capítulos que la vida llega de Dios y que todo lo que de él procede es bueno («incluso el demonio, en cuanto ángel, no es malo: lo es en cuanto perverso»); del libre albedrío provienen el pecado y la caída del hombre, que ampliamente remedió el Verbo encarnado. Las naturalezas son mutables por ser inferiores al Creador, aunque son todas buenas: y son susceptibles de vicio ya que no son sumamente buenas. De la salvación del hombre se ocupan la autoridad y la razón.
La autoridad de la Iglesia al principio se basó y confirmó con milagros, «que no fue concedido que durasen hasta nuestros tiempos para que el espíritu no fuese buscando siempre pruebas tangibles y para que la costumbre no enfriara su eficacia». Como el hombre carnal tiene seis edades de la vida, asimismo tiene seis el que renace interiormente; y los dos se entrelazan; y también las dos historias de la humanidad, las dos ciudades — de Dios y del mundo —, desarrollan al mismo tiempo su vicisitud en la tierra hasta su separación en el día del juicio, hacia la vida y la muerte eternas (bosquejo de la Ciudad de Dios, v.). Patriarcas y profetas conducen de la mano al género humano. Otra base de salvación es la razón, y Dios es su ley suprema; la unidad, de la que hay huella en los cuerpos, solamente Él la conoce.
El error no es de los sentidos, sino del juicio sobre sus datos. «¿Cómo es que nuestra alma está llena de ilusiones? ¿Dónde está el verdadero objeto de nuestra mente? Aquélla es verdadera luz, con que conoces la falsedad de las cosas». No se conoce a Dios más que en la sencillez de corazón; y la verdadera falsedad no es de las cosas, sino de las culpas. La idolatría surgió del amor de la criatura, de la esclavitud a la triple codicia: voluptuosidad, orgullo y curiosidad. Sin embargo, de los mismos vicios sube al alma la amonestación de buscar la tranquilidad, la fuerza y la verdad suprema. Se describe luego el proceso del renacimiento del hombre interior: Dios invita a amar tan sólo lo que se puede amar sin turbación y dolor. El cristianismo se sirve de sus amigos para ejercitar su reconocimiento; de sus enemigos para practicar la paciencia; a todos los hombres los abraza con un mismo cariño, aunque se consagra más particularmente a los que más cerca están de él; no llora por la muerte de nadie, ya que quien no muere para Dios tampoco muere para él: y Dios es el Señor de los vivos y de los muertos.
No llega a ser miserable por la miseria ajena, ni pierde su paz, sino que corre a consolar y socorrer a los míseros. Nada puede con Él, que está por encima de cualquier desgracia. El retrato que sigue del cristianismo puede considerarse como típica contraposición al retrato del sabio de la filosofía. Termina el tratado con una llamada emocionada para que nada se adore que sea inferior a Dios. El último de los hombres debe adorar a Aquel que adora el primero de los ángeles: el creador del universo y del hombre, que sólo merece nuestro obsequio. No debemos temer la humana dominación, que nunca puede frenar la libertad del alma, sino más bien el dominio de los espíritus del mal, que llega hasta el alma y va extendiéndose y nubla la vista que nació para mirar la verdad.
G. Pioli