De la Trinidad, Ricardo de San Víctor

 [De Trinitate]. Obra teológica en seis libros, sobre la doctrina de la unidad de la. naturaleza divina y la trinidad de las personas, de Ricardo de San Víctor (m. 1173), teólogo místico de origen escocés o irlandés.

Es el único de sus gran­des escritos que tiene un carácter exclusi­vamente especulativo y verdaderamente original, y que permite conocer la doctrina teológica peculiar del autor. Vicente de Beauvais la consideró como la más impor­tante de sus obras. En un «Prólogo», Ricar­do pide a los cristianos que «se esfuercen constantemente en comprender con la razón lo que ellos mantienen por la fe». En los dos primeros libros trata de la unidad de Dios, desde el punto de vista de la razón. De la existencia de Dios aduce tres prue­bas: la contingencia de las criaturas, la jerarquía de los grados del ser y la poten­cia del ser. Es el primero en hacer uso del argumento «a posteriori» del principio de causalidad, contenido en la primera prueba; pero también excluye la necesidad de que un ser «causado» pueda no ser eterno, «algo así como si la causa debiera preceder nece­sariamente al efecto». «El rayo de sol, ¿es acaso posterior a él?».

Pasa entonces a de­mostrar la unidad de la sustancia suprema y a estudiar los atributos divinos: eternidad, inmensidad, sabiduría y poder, que son idénticos a la sustancia divina. En el tercer libro observa que escasean en los Padres de la Iglesia las pruebas racionales de la Tri­nidad y la verdad de la fe, y trata de cimentarlas. Dios, sumo amor, debe tender a un objeto digno de Él; por consiguiente, de naturaleza divina. Por otra parte, si ninguna persona participase de la plenitud de la gloria divina, su felicidad no sería per­fecta; y debe excluirse que Dios no haya querido o podido participarla. Quien no ad­mite la claridad de estas pruebas no puede ser más que «insanus». Las personas amadas por Dios con la plenitud de su amor deben ser dignas y, por lo tanto, iguales a Él y consustanciales. Entonces Ricardo se aplica a demostrar que la plenitud del amor divi­no exige un «condilectus», una tercera per­sona, sin la cual el amor entre las dos pri­meras no sería perfecto.

La plenitud de la sustancia divina pertenece a cada una de las tres personas. Del mismo modo que la diversidad sustancial de cuerpo y alma no destruye la unidad de la persona humana, así, en Dios, la diversidad de las personas no destruye la unidad de la sustancia. Es muy importante, al final de este libro, la crítica de Ricardo a la definición que Boe­cio da de la persona: «rationalis naturae individua substantia», que él quisiera susti­tuir por esta otra: «intellectualis naturae incomunicabilis existentia», porque la Tri­nidad es una «sustancia individual», pero no una persona. Tal sustitución no fue bien acogida por San Buenaventura ni por Santo Tomás; pero sí por Duns Scot, que la adop­tó en el Comentario (v. Obra de Oxford) al IV Libro de las Sentencias (v.). El quinto libro trata de las «Procesiones divinas». En Dios, una sola persona no procede de otra; la segunda procede de una sola; la tercera, de las otras dos; una sola da sin recibir; una da y recibe; la tercera recibe sin dar.

El libro sexto está consagrado al estudio de la diferencia existente entre las proce­siones del Hijo y del Espíritu Santo. El Hijo es el Verbo de Dios, mediante el cual se manifiesta la sabiduría divina; el Espíritu es la plenitud del amor que se comunica a los hombres haciéndoles semejantes a sí, con sus «dones». De Trinitate termina con unos ejemplos explicativos del misterio de la unidad en las tres personas. Constituye una expresión decidida y audaz del «Fides quaerens intellectum», característico de este período de la Escolástica, iniciado por Abe­lardo y los «Victorinos». En primer término se mantiene este principio de fe: «Nisi credideritis non intelligetis». Santo Tomás, si bien no reconoce valor al argumento de Ricardo de que la «plenitud de la bondad y felicidad» exigiría la Trinidad, lo cita en la Suma teológica (v.) sin censura, y lo aprueba por haber dicho que todo lo que debe creerse ha de estar precedido de razo­nes necesarias, aunque sean inaccesibles para nuestro entendimiento.

G. Pioli