[Dell ‘índole e deifattori dell’ incivilimento con esemplo del suo risorgimento in Italia]. Es una de las más significativas obras de Giandomenico Romagnosi (1761-1835) publicada en 1832. Comprende dos partes de diverso carácter: la primera «de las leyes de la civilización», reproducida como libro IV de las Consideraciones fundamentales acerca del arte lógica, con el título Del convivir con progreso, contiene una exposición muy sumaria, pero viva y eficaz, de la «filosofía civil» de Romagnosi. La segunda, «del resurgimiento de la civilización italiana», es de carácter histórico y expone, a grandes rasgos, las vicisitudes de la civilización italiana desde la caída del Imperio Romano hasta el siglo XVIII.
Los fines hacia los cuales tienden constantemente tanto los individuos como las diversas sociedades humanas, son la conservación y el perfeccionamiento; la paz, la equidad, la seguridad que todas las gentes de la tierra imploran en todo tiempo, no son sino medios o condiciones para la consecución de aquellos fines. Los hombres tienden a ellos, primero oscura y casi inconscientemente, impulsados por el ciego instinto o el capricho de la fantasía; «bajo el imperio de la naturaleza y de la fortuna», sólo más tarde, aleccionados por una dolorosa experiencia, aprenden a dominar sus impulsos y a guiarse según la razón. Por lo tanto, la civilización, como progresiva realización de las condiciones de «una culta y satisfactoria convivencia», es primero solamente obra espontánea de la naturaleza, para convertirse después en el resultado de la acción voluntaria del hombre. La progresiva elevación de las condiciones generales de vida, con las necesidades acrecentadas y más complejas, va poco a poco reduciendo la aptitud del individuo para valerse por sí mismo, transfiriendo a la sociedad los poderes que de tal modo le son sustraídos. Así, las agrupaciones humanas se consolidan y se extienden, los pequeños grupos, primero disgregados y autónomos, se aproximan y se funden para dar vida a organismos vastos y menos diferenciados; la familia, la tribu, la ciudad, la nación, son las formas sucesivas de agregación, cada una de las cuales absorbe a la precedente, y, que, a un mismo tiempo, constituyen las grandes etapas señaladas, en el camino de la civilización, que corresponden a las sucesivas épocas de los sentidos, de la fantasía y de la razón.
La ley que gobierna todo el curso aquí señalado es «la tendencia perpetua de todas las partes de un Estado y de las naciones entre sí, el equilibrio de la utilidad y de las fuerzas mediante el conflicto de los intereses y los poderes». La civilización, además, considerada como arte, o mejor dicho, «como el arte general y perpetuo de la humanidad» (y aquí Romagnosi se distingue de Vico), puede ser o «nativo» producto de las fuerzas indígenas de un pueblo particularmente favorecido por la Providencia,, o «dativo», esto es, transmitido por colonización o conquista a otro pueblo, cuyo desarrollo es así singularmente acelerado. En la segunda parte Romagnosi quiere proporcionar una prueba a posteriori de su aserto, y le parece admirablemente ofrecida por el nuevo florecimiento de la civilización italiana entre los siglos XI y XV. Partiendo de la decadencia del Imperio Romano, él observa cómo debe considerarse como su causa principal, no la monarquía moderada de Augusto y de sus mejores sucesores, sino el despotismo opresor de Diocleciano. Las invasiones bárbaras no consiguieron borrar enteramente los vestigios de la antigua civilización, y los bárbaros acabaron por ser asimilados poco a poco por la más numerosa población itálica. Los municipios señalaron esta recuperación; las señorías y los principados prosiguieron, a lo menos en parte, el movimiento municipal. Desde el extremado fraccionamiento de la época precedente, Italia se encaminaba a formas de Estados territoriales cada vez más vastos que hacía presentir que no se hallaba lejana su unificación política.
Desde mediados del siglo XVI hasta fines del XVII, se produjo otro lamentable período de decadencia y de opresión. Pero ya en el XVIII Romagnosi percibe, y ello le consuela, las claras señales de un Renacimiento y concluye aconsejando a los italianos que no se sientan satisfechos con las pasadas glorias y procuren emular a sus antepasados con su obra, porque es profunda su fe en el destino luminoso a que está llamada «la tierra nativa de Dante, de Maquiavelo, de Galileo». Mientras en la primera parte de su obra Romagnosi parece haber tal vez concedido demasiado a la civilización «dativa» desvalorizando la «nativa» en la segunda se adelantó genialmente a algunas concepciones importantes de la más reciente historiografía. Esta obra constituye un importante eslabón de esa cadena que es la tradición fundada por Vico en Italia. Dejando aparte su dualismo poco mediato entre Naturaleza y Espíritu, sobre el cual se funda la dialéctica de la civilización, la obra, nutrida de elevados conceptos y de un saber histórico y excepcional, tiene la mayor importancia por su solemne afirmación de una vida social, no como fuente de decadencia y embrutecimiento, según la tesis de Rousseau, sino como medio de progreso y de elevación civil y moral. Esta idea, planteada por Vico y desarrollada por sus sucesores, en particular por Pagano (v. Ensayos políticos) y Romagnosi, había de triunfar del abstractismo ilustracionista y sumergirse en la gran corriente del historicismo ochocentista, aportando a él preciosas contribuciones.
A. Nuvolone