[De gratia contemplationis]. Tratado sobre la contemplación, del teólogo y místico Ricardo de San Víctor (m. 1173), monje escocés o irlandés de la abadía de San Víctor de París, discípulo y luego sucesor de Hugo en el priorato. Después del tratado de carácter especulativo sobre la Trinidad (v.), su obra fundamental, este libro de mística, citado por Dante (Epístola X, 28), es, juntamente con la Preparación del alma a la contemplación (v.), el más estudiado.
El tratado, en cinco libros, se presenta como una obra no sólo mística, sino también literaria, con gran lujo de terminología y de comparaciones y con una elegancia rebuscada, de la que puede ser un ejemplo el paralelismo que establece, en el primer libro (cap. 3), entre las tres formas fundamentales del conocimiento afirmadas por los místicos Victorinos y por otros autores: reflexión («cogitatio»), o sea conocimiento de las cosas sensibles que están fuera de nosotros; meditación («meditatio»), o conocimiento de los objetos inteligibles que están en nosotros mismos; y contemplación («contemplatio»), con la cual el hombre, aunque sólo en algunos pocos y felices momentos, puede experimentar directamente la realidad divina. «La reflexión», dice aquí Ricardo, «anda y avanza por caminos desviados, con lento paso, sin preocuparse de llegar; la meditación se esfuerza con gran tensión del ánimo, a menudo por caminos duros y ásperos hacia el fin a que se dirige; y la contemplación, con libre impulso, vuela con maravillosa agilidad hacia donde la lleva su ímpetu. La reflexión serpentea, la meditación camina y a menudo corre, la contemplación lo sobrevuela todo y cuando quiere alcanza las más excelsas alturas. La reflexión no se fatiga ni da fruto; la meditación es con fatiga y fruto; la contemplación da fruto sin fatiga. La primera vaga, la segunda investiga, la tercera admira. De la imaginación surge la reflexión, de la razón la meditación, de la inteligencia la contemplación…». Y el paralelismo se prolonga así y se desarrolla simétricamente por todo el capítulo, con ramificaciones en los siguientes.
Éstos tratan: el primero, de la contemplación y de sus géneros, y su descripción mística; el segundo, de la contemplación inspirada por la visión y admiración de las cosas visibles, por la razón que en éstas resplandece, por el reflejo de las cosas invisibles en éstas («con ella el hombre empieza a hacerse espiritual»), de los aspectos y grados diversos de lo divino que se manifiestan en éstas, y de la admiración y exultación que de ello derivan; el tercer libro, de la contemplación de los espíritus angélicos y humanos, sólo accesibles al sentido intelectual; el cuarto, de la contemplación «de los seres sobremundanos y aun supracelestiales» y de la especulación de las cosas supremas y divinas (entre ellos la Santísima Trinidad). Una vez llegados a esta atmósfera rarefacta, «más que la profunda investigación es necesaria la compunción; los suspiros ayudan más que las pruebas y los gemidos más que las argumentaciones», hasta la visión «cara a cara, y no en espejo ni en enigma», a la cual el hombre se esfuerza en vano sin la divina revelación. Toda la atmósfera del tratado es dantesca: sin duda su lectura es la más adecuada para entonarse con el espíritu y los estados de alma de los personajes del «Paraíso». «Cuando, exaltados por encima de nuestro poder mental, somos arrebatados a la contemplación de las cosas divinas, trascendiendo y ahondando en nosotros mismos, he aquí que al instante perdemos la memoria de todas las cosas no sólo exteriores, de fuera de nosotros, sino también interiores, íntimas a nosotros mismos.
Y cuando, despertando de aquel estado sublime, volvemos a nosotros mismos, aquellas visiones trascendentes que ya antes gozamos en aquella verdad y claridad, no podemos reclamarlas de nuevo a la memoria. Y aunque conservemos de ellas una vislumbre de recuerdo y lo percibamos como a través de un velo o en medio de la espesa niebla, no tenemos ya poder de comprender ni recordar ni el modo cómo lo vimos ni la cualidad de la visión». Palabras cuyo eco se encuentra en «All’alta fantasía qui mancó possa» {«a la alta fantasía faltó aquí poder»} y en los últimos versos de la Divina Comedia (v.).
G. Pioli